Saturday 28 April 2012

El mercado de las especias


Total, que subimos por el mirador y la vista era preciosa. Como me había quedado sin espacio en la cámara y se me ha quedado tan changada con este viaje que ni hace zoom ni deja borrar fotos, me adueñé de la cámara de mi amiga alemana y me puse a hacer fotos como una descosida. De repente me fijé en el sol. Dos fotos después, estaba mucho más abajo. Me emocioné y grité, ¡vamos a grabar el atardecer como en los documentales! Las otras no entendían, “¿qué dices?” “Sí, lo dejamos grabando, luego lo aceleramos, y tenemos cómo se esconde el sol”.
Jo, es que era muy bonito, el lago rojizo, el sol bajando casi a ojos vista para meterse detrás de la montaña... Afortunadamente iba rápido, porque luego he reflexionado que no tengo programa para acelerarlo.

Un par de indios me pidieron que les echara una foto y luego aprovecharon la coyuntura para pedirnos una foto con ellos. Luego se acercó otro indio y pensé que quería lo mismo, pero enseguida lo reconocí. Era Rana. “¿Qué haces aquí? Te fuimos a buscar”, le acusé. Se disculpó; había salido más tarde. Y los fuegos no empezarían a las seis como me había dicho sino a las ocho, así que mientras podríamos subir a ese templo que teníamos a nuestras espaldas y ver lo que quedaba del atardecer desde allí.
Lo miré con desconfianza. Tenía todavía reciente el recuerdo de Raj y su subida de los quince minutos al templo, y ya nos habíamos metido para el cuerpo un día entero de visita. Llamadme rara, pero no me veía con fuerzas para trepar por las rocas ahora cual cabra montesa. Encima había un teleférico, con lo que seguro que la subida era ardua. Pero el precio que tenía también era arduo de pagar, así que pudo más mi sentido del ahorro y con un suspiro de resignación me dispuse a subir la dichosa montaña.
Y no, no era tan mala. Al menos, había un caminito hecho de manera regular. Incluso podíamos permitirnos ir hablando. Rana me contó entonces algo raro. Supuestamente, la policía les había hecho una redada y se los había llevado porque sólo tenían permiso para trabajar en Udaipur, pero no para vivir. Luego, me dijo que en realidad no se había presentado porque no tenía permiso para ser guía de Udaipur, entonces no podía ser visto por las calles con turistas. Ya habíamos llegado arriba, así que no insistí más y volví a apropiarme de la cámara. Ya se había hecho de noche. Habían iluminado el lago, y desde allí se veía todo Udaipur:de un lado, la ciudad, enorme; de otro, la parte veneciana, con sus lagos, sus palacios flotando en medio, el city palace... La foto está en mi post “Udaipur, la Venecia del Rajastán”.
Nos quedamos un buen rato arriba tratando de grabar la vista en nuestras retinas y luego bajamos. Antes de salir del parque, Rana se empeñó en despedirse. Aquí tampoco podía ser visto con nosotras. Ya nos escamamos, le dijimos que siempre íbamos por ahí con amigos indios y no pasaba nada, que no nos creíamos su historia, pero tampoco insistimos porque se le veía dolido por nuestra incredulidad. Tiene guasa. Y por eso nos había esperado en el mirador, un sitio tan apartado. En fin. Vimos los fuegos sentadas en una colonia de hormigas, que se estuvieron entreteniendo subiendo y bajando por nuestro cuerpo hasta que por fin nos dimos cuenta de a qué se debía esos curiosos picotazos. Luego volvimos. Había fuegos artificiales durante un minuto y luego seguía un cuarto de hora de discursos en hindi. Los interlocutores luchaban por el micrófono, hablaban de dos en dos y aquello era un caos. Lo que les gusta a esta gente hablar en público...

Al día siguiente, el último allí, tocaba compras en el local market, y cómo se notaba la diferencia de precios. Nos interesaba el mercado de especias. El producto estrella, el azafrán. El grano del bueno en España cuesta unos ocho o nueve euros; aquí no llega a los dos. En un puestecito un señor se ofreció a explicarnos los secretos de unas cuantas especias y allá nos sentamos. Había seis clases de masala: la del chai, la del tandoori (para asar carne), dos de curry y otras dos más que no recuerdo. Nos enseñó una especie de piedrecita que lo parecía del todo porque era durísima (cual pedrusco, efectivamente) y no sabía a nada, pero que cocida por lo visto era mano de santo para que las recién mamás recuperaran fuerzas. Probamos la sal de lima (deliciosa), el azúcar de caña puro, el coco dulce, olisqueamos cilantro, y al final, lógicamente, acabamos comprándole media tienda. Con cada producto nos regalaba una receta. Pienso cocinar como una loca cuando vuelva a España, si consigo descifrar la letra de este hombre.
Por la tarde me fui a escribir al lago, pero la gente no te deja tranquila. El concepto de privacidad y espacio vital propio no es comprensible para los indios; simplemente, no lo conciben. Así que me fui al Ghat. Allí había un señor tocando un instrumento raro y cuando me vio hacerle una foto, me ofreció ir a tocarlo.
 Era una especie de violín hecho con una muy ancha caña de bambú, cuerdas de cola de caballo, y un tambor adjunto de coco recubierto de piel de cabra. Él mismo había confeccionado el instrumento. Me dispuse a probarlo y mientras a él le salía una melodía suave y deliciosa, lo mío parecía más bien un aullido que te ponía los pelos de punta. Sheila me hizo un vídeo. He decidido ahorrároslo. Luego fui a ver el templo Jagdish, dedicado al dios Vishnu (se sabe porque se le representa con dos pies envueltos en un círculo, y yo creo que eso es porque Krishna, una de sus encarnaciones, sólo podía morir si alguien le disparaba a los pies, como ocurrió cuando un cazador le disparó una flecha en el talón. ¿Os suena la historia?). Era un templo enorme, construido por los Mewar. A él se accedía por unas escaleras flanqueadas por dos elefantes. 
El templo era precioso y emanaba paz y tranquilidad. Me senté dentro en una esquina, hasta que la gente empezó a mirarme y me fui. Ni en el fervor religioso pueden evitarlo.
Salí al patio. Había ardillas recorriendo las cenefas esculpidas a mano en el mármol. Representaban guerreros, luchas de elefantes, caballos, mujeres... un trabajo de chinos, vaya.

Esa noche cogimos el bus para Jaisalmer. Se suponía que era privado, pero a las seis de la mañana iba ya a tope. Sheila se había cogido una litera y yo, recordando los brincos de mi anterior viaje en autobús, opté por un asiento normal. Iba al lado de una alemana. Cuando comprobamos que ninguna de las 253 posturas que habíamos intentado servían para dormir, decidimos subirnos a una litera doble que había libre. El problema es que la gente tuvo la misma idea que nosotros poco después y empezaron a subirse a las literas de cuatro en cuatro. Aunque ya hubiera alguien dentro, les daba igual. A nosotras nos tocó un señor con mostacho encaracolado a los lados que no dejaba de escupir por la ventana. Con tanto recoger a gente, al final, en vez de tardar doce horas tardamos dieciséis. Y encima casi nos dejan en el camino, que bajamos al baño una vez y cuando nos dimos cuenta el autobús había arrancado e iba ya calle abajo. Menos mal que alguien nos oyó gritar y lo paró.
En el autobús nos abordó un señor. Tenía un hotel que estaba al lado del que las portuguesas me habían recomendado. Las pobres. Al final, no sé ni para qué se molestaron. Y me arrepentiría de no haberles hecho caso al final. Pero eso ya os lo cuento en el siguiente post. Mientras, aquí os dejo un mini diccionario de israelí. Ya que me confunden con una de allí, quise aprender un par de palabras para que el efecto fuera completo...
shalom: hola
mashlomeg: qué tal (si te diriges a una chica; para un chico, mashlom-ha)
beseder: bien
yallah: vamos
Y también aprendí una palabrota que ellos utilizan mucho pero que no me parece apropiado transmitir aquí. 

Monday 23 April 2012

¡¡Feliz año nuevo!! (2069 por el calendario Samvat)


Ese día por la noche había un festival. He observado que en India cada semana hay un par de ellos. En éste, estaba en la terraza de un hotel (con unas vistas preciosas al lago) cuando oí jaleo. Me asomé y al lado del agua había un escenario, gente sentada, adornos de feria y música. Un camarero me dijo que había danzas típicas rajastaníes. Perfecto. Bajé corriendo y me senté en el suelo, en frente al escenario. Cuando levanté la cabeza, vi una pandilla de niños encima.
Yo no sé qué tengo, que nunca podré ver a gente mayor bailando. El año pasado en Kolkata, igual. Siempre acabo en funciones de escuelas en las que sólo una se sabe el baile, ha convencido a las amigas y éstas, que no tienen ni idea, se están quedando bizcas de concentración para no perderse los pasos que da la líder. Creo que debían de estar criando tortícolis también, por tener siempre la cabeza girada hacia ella. Bailar una danza que no sabes puede ser muy peligroso para la salud.
Aunque tengo que reconocer que las que sabían bailar, sabían hacerlo muy bien. La danza rajastaní es muy diferente de la bengalí. Mientras que en ésta la gracia está en pisar fuerte para hacer sonar los tropecientos cascabeles (más de sesenta, creo yo que son) sin perder el ritmo, aquí los movimientos eran más insinuantes, aunque sin dejar de ser un poco convulsivos, por eso no tienen la sensualidad de la danza del vientre.
A mi lado se sentó un australiano y estuvimos jugando a ver quién identificaba antes a las que sabían bailar, y nos tuvimos que reír de los ceños concentrados de las otras. Había cámaras filmando el festival, y cuando nos dimos cuenta nos estaban grabando directamente a nosotros, de espaldas al escenario. Al día siguiente, Sheila nos vio en la tele. Ya es la segunda vez que salgo en las noticias en lo que va de estancia en India.
De repente se corrió la voz de que estábamos casados (¿qué otra cosa si no podía ser para estar un chico y una chica juntos y... solos?) y de que éramos majos, así que enseguida estuvimos rodeados de niños que nos pedían chicles y usaban nuestros móviles para jugar o para hacer fotos de todo lo que se moviera. El australiano guarda en la memoria de su teléfono impactantes primeros planos de mi nariz y de la cabeza del que se sentaba delante.
Fuimos a cenar y en el restaurante coincidimos por casualidad con una alemana con la que se había encontrado en Kerala, al sur de la India, a más de dos mil kilómetros de donde estábamos. La India es así: un continente con mil millones de personas, pero los turistas nos reencontramos cada dos por tres. Sheila en Calcuta coincidió con una amiga del colegio, a la que no había vuelto a ver desde primaria en una mini ciudad como Burgos, pero se la encuentra en la Kolkata de veinte millones de habitantes.
Como el australiano se iba (quedamos en encontrarnos en Jaisalmer, mi próxima parada), la alemana quedó como mi compañera de visita de Udaipur. Al día siguiente iríamos a ver juntas el palacio de los Mewar.
Y allí estábamos por la mañana, a las puertas de un palacio gigantesco, con una avenida ajardinada a la entrada, y una arquitectura muy delicada, con incontables finas columnas y arcos y torretas. Aquí va una foto.



 Justo esa mañana mi cámara volvió a la vida; llevaba sin funcionar desde Kolkata y yo me mordía las uñas porque sabía que en breve mis imágenes mentales de todas las ciudades comenzarían a entremezclarse. Pero ya no había peligro.
En la puerta, mientras esperábamos a que abrieran, me puse a hablar con uno de los guías en francés, y me contó que él se llamaba Rana, que significa “guerrero”, y me dijo que él pertenecía a esa casta, y que por eso llevaba pendientes de brillantes a lo Cristiano Ronaldo en sus orejas. Por lo visto, es el símbolo de su casta. Se tomó tantas molestias en explicármelo porque se ofendió cuando le dije lo que significaba su nombre en español, que de digno no tiene nada. Pero al final le caí bien y me dijo que esa tarde había un festival -qué raro- en Duth Talai, otro de los lagos de la ciudad. Me explicó cómo llegar, pero al final decidimos que lo mejor era que a la tarde pasáramos a buscarlo al palacio y así nos enseñaba el camino. ¿Qué se celebra?, le pregunté, y me dijo que el año nuevo. Yo, a cuadros, ¡pero si estábamos a 23 de marzo! Y me dijo que sí, y que además había que desear un feliz 20...69. ¿Eh? 
Y es que, por lo visto, los hindúes se rigen por el calendario Samvat, que es un calendario lunar que instaló hace ahora justo 2069 años un rey que se llamaba Vikram Samvat, y de ahí el nombre. Se utiliza sobre todo en cuestiones religiosas, para el resto, utilizan el nuestro. Qué lío. Yo que muchas veces me olvido en qué año estoy, si tuviera dos calendarios, me daban ocho infartos, así, uno detrás de otro.
Entretanto abrieron el palacio y allí nos metimos. En realidad eran dos, el del rey y el de la reina, estrictamente separados entre sí. En el del rey vimos cuadros narrando las hazañas de los Mewar más ilustres, una armería con todo tipo de espadas, puñales de una, dos y hasta tres hojas, que servían para despedazar las entrañas de los enemigos (y por la pinta, segurísimo que eran la mar de eficaces), con doble mango en plan tenazas que debía de ser super complicado de agarrar, e incluso una maza (la primera que yo veía en mi vida, y nada más mirarla entendía cómo se podía hundir cráneos con eso).
Quitando estas lúgubres reflexiones, qué bonito era el palacio. Estaba lleno de pinturas. Udaipur es la ciudad del arte; por todos lados hay murales y se ofrecen clases de pintura, y todo ello gracias a la Mewar School, que durante siglos ha tenido como mecenas, lógicamente, a los Mewar. Así que normalmente se dedicaban a las escenas religiosas de los templos, pero también a la vida de la corte Mewar.
El palacio me encantó, no se parecía a nada de lo que hubiera visto antes; si acaso, tenía detalles en los que era parecido a la Alhambra, por ejemplo el patio y una fuente tipo la de los leones, pero el resto era completamente diferente. El de la reina era un poco menos espectacular, pero también muy bonito.
Cuando salí, había quedado con Sheila y sus nuevos amigos, una pareja israelí y el dueño del restaurante The Little Prince. Hemos descubierto que la mejor forma de visitar en este país es hacernos amigas de la gente local, y en el Rajastán, como las personas son TAN majas, no hay problemas. Mientras decidíamos dónde ir apareció otro israelí con el que también había estado visitando el palacio. Se unió al grupo.
Decidimos ir a Tiger Lake, a siete kilómetros de allí. 

                          

Parecía uno de esos pantanos que hay al sur de Extremadura. Incluso había un par de columnas al estilo romano, pero más finas. Y qué calor hacía. El israelí y el indio se metieron en el agua, pero aunque por una vez estaba limpia, yo me abstuve porque a) implicaba meterme con TODA la ropa y corría el riesgo de acabar en el fondo del lago haciendo compañía a los diez templetes que os dije estaban ahí abajo y b) la Lonely Planet, la Biblia de todo viajero en India, decía que había cocodrilos. Me quedé con las ganas y con una envidia pero que muy verde cuando los vi a ellos y a otros indios hacer complicados saltos desde las piedras y chapotear en el agua. 

                          

Al día siguiente, un grupo de extranjeras se metió en el Pichola, y yo las miraba desde Gagu Ghat consolándome diciendo que el agua estaba como mínimo radiactiva, pero ellas salieron de allí archifelices y diciendo que no era para tanto, y con el calor que hacía, lo fresca que estaba el agua compensaba de sobra. Jopelines. Por no decir algo más fuerte.
Se me están haciendo un poco largas las entradas. Mañana os sigo contando el resto del día.

Monday 16 April 2012

Udaipur, la Venecia del Rajastán


Mi henna quedó preciosa. Tara me hizo prometer que si volvía a Pushkar, me quedaría en su casa. Raj también. Fuimos a visitarlo y nos regaló a Sheila y a mí sendos amuletos de buena suerte. Debe de ser muy bueno, toda la gente me pregunta desde entonces dónde lo conseguí. Y todos me preguntan también si he estado en el Golden Temple de Amritsar, la ciudad Sikh, porque sigo llevando la pulsera de acero que Harry me regaló el año pasado. Él es de allí.
Estos últimos días han sido tan intensos que no he tenido tiempo de escribir; eso sí, he tomado apuntes para poder contarlo todo después con pelos y señales.
Vuelvo a Pushkar. Raj, convertido en nuestro taxista particuar, nos llevó a la “estación de autobuses” de Pushkar, o sea, al lugar de donde salía el taxi que nos llevaría a Ajmer, donde nos esperaba un autobús privado (se suponía que no había línea pública para Udaipur). Emocionado, nuestro amigo nos dio un par de abrazos osísticos y nos ofreció otro regalo, un elefante tejido en papel de seda. He salido de ese pueblo con la mochila a tope de regalos. Meena, la dueña de nuestro hotel, también nos dio una estatuilla del Buda Que Ríe, que trajo en tiempos de Nepal. También da buena suerte, así que seguro que el resto del viaje corre estupendamente. O bueno, quizá no tanto...
Para viajar, Shei y yo decidimos coger una litera doble, para poder dormir por la noche. Pobres, no sabíamos lo que nos esperaba.
Una carretera con agujeros en los que cabía el autobús entero, y digo yo que enormes sí que eran porque el autobusero no podía barra no hacía nada por evitarlos. En consecuencia, nos encontramos dando botes de palmo y medio en el colchón, levantando nubes de polvo cada vez que nuestro cuerpo volvía a tocar la tela de dudosa limpieza que cubría la litera. A Shei le entró la mala leche, por no poder dormir, pero yo lo encontré graciosísimo. Era como montarte en una atracción de feria, sólo que de larga duración, aproximadamente las siete horas que duró el trayecto. Juraría que incluso dormí algún ratejo. Perfecto, ¿no?
El momento en el que llegas a una nueva estación conlleva siempre mucha presión y uno tiene que ser muy fuerte para aguantar el estrés. Pero a esas horas de la mañana (las cinco eran), esa capacidad está pero que muy mermada, y los conductores de los rickshaws lo saben. Lo huelen, los jodíos, y vienen a atacarte sin piedad, a intentar llevarte al hotel que ellos quieran, por el precio que deseen (unas tres veces superior al normal). Y tú que ya has pasado por esto lo sabes, e intentas ser fuerte, pero al final siempre alguien claudica, y ese alguien suele ser el turista. Esa noche, yo tenía en mente un hotel que mis amigas portuguesas de Kolkata me habían recomendado, así que en teoría no tenía por qué haber problemas. En teoría. El baile/batalla con los taxistas (conductores de rickshaw, perdón; que aún no he visto ni un solo taxi amarillo como los que había en Kolkata) empezó cuando me dijeron que ese hotel estaba lejísimos y que era carísimo, y se rieron cuando les dije que ni de coña. A mí me extrañaba, porque mis amigas son muy bohemias, y además me habían dicho los precios y todo. Pero dos chicos que habían hecho el viaje con nosotros volvieron con el flyer de un hotel que casualmente les había ofrecido un taxista y que también era barato. Decidimos ir a comprobarlo.
Sólo había habitación para dos, así que, como los chicos vieron que estábamos indecisas, caballerosamente aprovecharon para pillársela ellos. Al final decidimos quedarnos también. Yo dormí en el hall en una cama típica india (un armazón de madera recubierto de un colchón ultrafino también conocido y usado como manta). Shei tuvo más suerte y durmió en una galería, con algo más de privacidad. Ese día decidimos separarnos para explorar la ciudad por nuestra cuenta. Lo primero que vi fue el hotel que las portuguesas me habían recomendado. Conque lejísimos, ¿eh? Bueno, no sé de qué me extraño. A estas alturas ya debería de estar acostumbrada a los trucos de los rickshawallahs.
Tragada esa bilis, miré un poco más allá, y me quedé extasiada. El Hanuman Ghat tenía una vista preciosa a uno de los siete lagos de Udaipur y al palacio de los Melwar.

Udaipur es una ciudad preciosa. Los siete lagos son artificiales, construidos por la dinastía Melwar, que lleva gobernando aquí desde hace casi 1500 años (es la más antigua del mundo). Reciben el título de Maharaná, algo así como “rey supremo”, y aunque ya no poseen ningún poder real, la familia sigue guardando el título honorífico, vive en el palacio (la mayor parte del cual han convertido en museo) y sigue celebrando los ritos que tradicionalmente les corresponden.
Uno de los más ilustres de esta familia es Pratap, que en 1576, en la batalla de Haldighati, le paró los pies al emperador mogol Akbar, que de aquella estaba conquistando casi toda la India y Pakistán. Luego está la historia de una de las hermanas del Maharaná, que se enteró de que un primo envidioso planeaba matar al recién nacido heredero para hacerse él con el trono, todo muy en plan Rey León, y la chica decidió cambiar en el último momento a su propio hijo por el príncipe. Gracias a eso se salvó la dinastía, y con historias de estas veo meridiano que yo no hubiera valido para princesa rajastaní.

Rajastán de noche. Los islotes en el centro del Pichola son dos de los tres palacios de los Melwar.

Se supone que todo Rajastán ha estado dirigido desde el medievo por castas principescas que deben de ser primos o parientes cercanos porque todos se apellidan más o menos igual y su símbolo es el dios sol, pues se dicen sus descendientes. Tienen títulos como rajás, maharajás o maharanás, que vienen a equivaler a la palabra “rey”. Y en toda esta región, el grito de guerra ha sido siempre “victoria o muerte”, y tienen fama de ser muy orgullosos, de llevarlo a rajatabla. Así han estado tanto tiempo en el poder. Los Melwar, 1500 años; los Rathore de Jodhpur, 700, y así.
Todos ellos tienen un nombre común: Singh, que les identifica como guerreros, una de las cuatro castas principales de la India. Las otras son sacerdotes (brahmines), comerciante (jains) y los tristemente famosos intocables. Las tres primeras son puras, por eso no pueden comer carne, beber alcohol ni fumar; los intocables pueden permitírselo, porque por lo visto ya no puede haber peor karma que el suyo. A ellos les corresponde las tareas más agradables, como limpiar la inmundicia de las calles.
Aunque esta división en cuatro castas es sólo la más sencilla. En realidad, hay unas 3500 castas y 25000 subcastas, y yo no sé cómo releches se las apañan para enterarse. No me extraña que los matrimonios por amor sean menos del 10% del total; si está prohibido casarte con alguien fuera de tu casta y ni se piensa en no cumplirlo por pura presión social, ¿qué posibilidades hay de que justo te enamores del adecuado? Eso sí, la gente con más caudales, que viaja y conoce mundo, de mente más abierta, son los únicos que se atreven a transgredir esas normas. Es curioso porque el caso es que a los indios les encanta el romance; sólo hay que ver el argumento del 80% de las películas. Pero bueno, también es verdad que en las películas las chicas van con shorts y los conductores de rickshaw ayudan a la gente a subirse en vez de arrancar nada más poner el pie (uno solo) dentro, así que supongo que todo queda dentro de la fantasía popular.
Bueno, volvamos a Udaipur. Se supone que es la ciudad blanca de Rajastán, por el color de sus casas; Jaipur es la rosa y Jodhpur, la azul (este color repele los insectos y minimiza el calor en verano). En Udaipur hay siete lagos, construidos para abastecer de agua la ciudad. En medio del más grande, el Pichola, hay tres palacios: el del rey, el de la reina y el de vacaciones. Cada uno ocupa un islote en el centro, y se puede ver desde las orillas. Por la noche es una vista maravaillosa. Creo que, de todas las ciudades que he visto en India, es la más bonita. Las casas son preciosas y el centro es rico, no se ve pobreza por ningún lado; hay templos cada dos por tres (aunque no como en Pushkar, y es normal, porque allí la concentración es exagerada) y los lagos la hacen parecer una Venecia oriental. Están todos conectados entre sí, de tal manera que si uno rebosa agua, ese plus lo recoge otro, y así es más difícil que se sequen. 
En Udaipur se intentó por primera vez en la Historia desviar el curso de un río (el Ahar) hacia un canal hecho por el hombre. Donde ahora está el lago Pichola había antes una antigual aldea. En el Tiger Lake (Lago del Tigre), unos diez templetes yacen sumergidos. Mañana os cuento más detalles de la ciudad y del festival que hubo. Se celebraba el Año Nuevo. El 2069, para ser más exactos. Ya os contaré por qué.

Thursday 12 April 2012

Aloo Baba, "Hombre Santo Que Come Patatas"


La mañana siguiente fuimos al templo de Aloo Baba, llamado así porque el Babá que lo habita es conocido por comer sólo lo que dé el monte y patatas (aloo, en hindi). Babás son los hombres santos que lo dejan todo para encontrar a Dios: su familia, su tierra, y los de verdad jamás piden a saco (como los hay a pares en muchas ciudades); yerran por los caminos de la India hasta que encuentran a Dios y su sitio. Así que éste vendría a ser el Hombre Santo Que Come Patatas, y había encontrado su posto nel mondo aquí, en el templo que antes era conocido como de Deru, el dios de los animales. Efectivamente, allí estábamos rodeados de pavos reales, decenas de ellos, y palomas; todas venían a comer en cuanto veían a alguien emerger del templo.
Así que por fin tenía a un Babá de verdad delante de mí. Llena de curiosidad, me puse a preguntarle cosas: ¿tenía de verdad una conexión con Dios? Sí. Raj hacía de apuntador y dijo que la gente venía a él porque les daba mucha tranquilidad de espíritu. Yo le pregunté por qué en la India había tantos dioses, y dijo que había sólo uno, lo que pasa es que tenía muchas formas, y cada uno adoraba en cada momento la que más necesitaba. También le pregunté qué opinaba de Jesús, Alá, Yahvé, y dijo que todos eran el mismo Dios, pero con diferentes nombres. Ya he dicho antes que la permisividad, la flexividad que tienen los indios para aceptar e incorporar otras religiones es fantástica. A sus templos se puede acceder sin ningún problema, jamás despreciarán tus creencias... En fin, y me quedaba otra pregunta en el tintero, ¿qué es el karma exactamente? Pues la conexión con Dios. Si haces cosas buenas, estarás más en contacto con Él, tu karma será más bueno y serás recompensado cuando vuelvas a nacer. Por cierto que si tienes una sintonía especial con un animal, pues también puedes convertirte en uno (y también si te has portado muy mal; por ejemplo, en un escarabajo).
Aloo nos explicó también la dualidad Shiva-Parvati en todos los seres humanos. Parvati es la consorte de Shiva, por cierto. Cada mujer tiene su parte derecha del cuerpo reservada a ésta, y la izquierda a Shiva. Los hombres, viceversa. Porque todos los seres humanos tenemos también algo de divino.
A todo esto, estábamos sentados saboreando el imprescindible chai masala, creo que con leche de búfalo, porque me sabía muchísimo, y el hombre estaba fumando, cosa que indignó muchísimo a Shei, porque mucho dejar todo, y luego estar atado a ese vicio. El hombre se nos disculpó diciendo que empezó hace siete años, que todo el mundo le ofrecía, y que sólo fuma lo que le dan.
Para que Aloo Baba se pueda dedicar plenamente a sus actos espirituales, siempre hay gente a su alrededor que le limpia y le cocina. Sobre todo un hombre, que vive un poco más lejos, en la montaña. Se está preparando para ser un Babá; cuando muera Aloo, él ocupará su lugar. Vimos su morada, dos cañas plantadas en la tierra con un trapo encima en diagonal.
Cuando Aloo llegó a este templo, la construcción era muy pequeñita, perdida en medio del campo. Desde entonces, con las donaciones de sus seguidores, han hecho una carretera para llegar allí, y él mismo ha creado subtemplos dedicados a Shiva, Ganesh (el dios con cara de elefante) y Hanuman (el dios con cara de mono), todo instalado ingeniosamente en la roca, encima y debajo de ella. Aloo incluso nos dijo dónde echar las mejores fotografías. Cuando nos íbamos, le tocamos los pies en señal de respeto, y nos dio su bendición -Que tengáis una buena vida y un buen trabajo- y por un momento sentí como algo especial, como una corriente de electricidad cuando le toqué, aunque acto seguido se acabó el hechizo porque dijo, "y cuando vayáis a los templos no vayáis dejando las cosas que os las roban" y nos tendió la mochila que Shei había olvidado dentro.
Luego volvimos a coger la moto para ir a ver el Ajeval Temple, aún más adentro de las montañas. Éste era un templo mucho más antiguo, con grandes piedras cuadradas estilo romano, mezclado con arquitectura tipo Libro de la Selva. Precioso. Alguien había descubierto una roca con forma de cabeza de elefante, por lo que se la había pintado del color naranja de Ganesh y había hecho que el viejo templo recobrara su vigor. El sitio era simplemente espectacular, entre dos montañas, con sólo el sonido del viento y de los cantos de los pavos reales.

Por la tarde habíamos quedado en volver a casa de Raj para que las mujeres nos hicieran dibujos de henna en las manos. Llegamos y tras el chai (raro, ¿eh?), Mami se puso a la tarea. Con mucha, mucha paciencia, fue trazando mil dibujos en la palma y el dorso de mi mano, mientras íbamos hablando de cosas de mujeres. Sin hombres por delante, con toda la naturalidad del mundo fuimos preguntándoles cosas y ellas a nosotras.
Tara quería irse a vivir a Estados Unidos. Ahora estaba más activa; había pillado confianza y a veces se emocionaba tanto hablando que se olvidaba de traducir para la hermana de Raj.
Creo que era Mami la que más se ocupaba de las cosas de la casa; nos hizo el chai, la henna, y andaba trasteando mientras las otras dos hablaban tan ricamente con nosotras. Tiene sentido; se supone que la mujer india, cuando se casa, pasa a entrar al servicio de la familia de su marido. Mami, por respeto a Raj, que es mayor que su marido, se tapa la cara (pero no por respeto a su cuñada, que es mayor también, o a su suegra, que le dobla la edad). Tiene 19 años y lleva uno casada. No quiere niños, ni uno solo. Es escurridiza a la hora de hablar con nosotros, pero contesta a las bromas cuando se les hace y como buena india se ha reído todo lo que ha querido de mi acento al pronunciar un par de palabras en hindi. También de mis zapatillas, atadas cada uno con un cordón de diferente color (en Shishu, era el tema estrella de conversación entre las massis). Conocía al hermano de Raj, Raussi, antes de casarse.
Nos queda claro que no se pueden casar fuera de su casta, y que son los padres los que lo arreglan todo. Eso sí, dice Tara que si el elegido no te gusta, no hay por qué acatarlo; se comunica a los padres, y que ellos busquen a otro. "Y luego casarte, tener hijos, y ya; ésa es tu vida; la vida es siempre igual para las mujeres en India", dice, resignada.
Las tres, cada una en una etapa diferente de su vida, pero ninguna libre, siempre dependiendo de un padre, tío o marido. Las mujeres indias no pueden viajar solas, por ejemplo. Está terminantemente prohibido. Tara quiere ir a Estados Unidos, pero no cree que pueda a) Conseguir el dinero para el viaje b) Convencer a un hombre de su familia para que la acompañe.
Ella quiere ser médica. Ya ha conseguido dos medallas de excelencia en la escuela, como dijo Raj por la noche, las primeras que hay en la familia. Como la chica (tiene 13 años) apunta maneras, la ha sacado de la aldea y se la ha traído a la ciudad, a una buena escuela. La trae y la lleva al cole y está muy orgulloso de ella. Al mismo tiempo, él es el hombre que manda en su vida. Yo me moriría si tuviera que hacerme a la existencia de una mujer en este país.
Ellas tampoco están muy conformes, pero se quejan entre ellas y así se consuelan un poco. Por lo del viaje, les digo que ya que tienen voto, que propongan cambiarlo para que puedan viajar solas, y Tara me dice que ella es sólo una. Y yo le digo que así no se va a ningún lado, pero tampoco insisto más, porque para mí es muy fácil decirlo desde afuera, pero tampoco quiero meterle ideas en la cabeza porque luego ella se queda y debe de ser frustrante para la muchacha, el saber que en otros lados la mujer es igual que el hombre (bueno, aunque no sea así al cien por ciento, pero en comparación, creedme que lo es). Me entran ganas de coger a Taruna (su nombre al completo) y traérmela para España, y que estudie aquí y deje a los hombres estrechitos de mira en su querida India. Que no es que a ella no le guste, o a Mami, o a la hermana de Raj. Les pregunté y sí que son felices; además están orgullosas de ser indias, de sus tradiciones y costumbres. Es sólo que, muchas veces, son esas mismas costumbres las que las aprisionan...

Aquí salen todas las mujeres de la casa: Tara, la madre de Raj, Raussi, Mami, con el velo puesto, y la otra hermana. Les estoy muy agradecida por habernos acogido como lo hicieron.

Monday 9 April 2012

El único templo de Brahma está en Pushkar

Por lo visto, mi nombre no es lo único que comparto con los hebreos. En Pushkar todo el mundo piensa que soy israelí. Por qué, no tengo ni idea. Pero en dos días que llevo aquí he escuchado más veces "Shalom" que en toda mi vida. Nuestro amigo Raj también lo pensaba al principio, e incluso me saludó con unas cuantas frases en hebreo que me dejaron... igual.¿Qué leches me diría? Y hoy, un chico finlandés me ha confundido con una amiga suya italiana. Total, que menos española, parezco de todo.
Vaya, se me acumulan los eventos... Va, iré cronológicamente. En mi segunda mañana en Pushkar, Raj nos iba a llevar al templo de Savitri, la primera mujer de Brahma.
Ha llegado el momento de que hable un poco de mitología india. Los dioses más importantes son Brahma (de donde proviene la casta más importante, los Brahmines, que son una especie de sacerdotes; conocen todas las historias mitológicas y dirigen los rituales religiosos), Shiva y Vishnu. Shiva y Vishnu tienen templos hasta debajo de las piedras (literalmente, los he visto), pero Brahma sólo tiene uno en todo el mundo, y está en Pushkar. ¿Por qué allí?
Cuenta la leyenda que Brahma quería celebrar una ceremonia en el lago sagrado de Pushkar, y llamó a su mujer, Savitri, para que le acompañara a oficiarla. Pero su mujer le dio plantón y como tenía que celebrarla sí o sí y necesitaba una mujer, mandó buscar a la que fuera, y sus emisarios le trajeron a una chica que era lechera. La desposó y justo cuando estaban en medio de la celebración llegó Savitri y se cabreó muchísimo. Le maldijo diciéndole que, por ansioso y querer dos mujeres, a partir de ese momento no tendría a ninguna y estaría siempre solo. Ella viviría en una montaña en frente de Pushkar y la lechera en otra que está justo al otro lado. Brahma estaría condenado a vivir exactamente en el medio, en el lago. A pocos metros de éste está el templo.

Como la segunda mujer era lechera, hay una casta que se llama de los lecheros y pertenecen al grupo de la segunda casta. Aunque ya no tienen por qué ser lecheros exclusivamente; Raj pertenece a esta casta y tiene una tienda, por ejemplo.
Total, que el día anterior, cuando Raj nos dijo que nos llevaría, broméabamos diciendo, ¿qué te parecería si fuera ése de ahí arriba?, señalando uno en la cima (MUY encima) de una montaña a tomar por saco de Pushkar. A las seis de la mañana en punto, Raj nos vino a buscar en moto. Ni tan mal, pensamos; así que nos lleve todo lo arriba que quiera. Pero no. Dejó la moto en su casa, y seguimos andando. "Raj, por curiosidad, ¿dónde está el templo ese al que nos llevas?" "Es ése", señalando, por supuesto, el templo a tomar por saco. "Son quince minutos". Yo volví a mirar. ¡Pero si casi ni si veía el templo! Luego él explicó que de pequeño su trabajo había sido el de hacer de chico de los recados del templo. Iba y venía del orden de diez veces al día. Claro, por eso iba saltitando alegremente de una piedra a otra. No te fastidia, así yo también. Pero a los diez minutos yo estaba sudando, me temblaban las piernas, y encima estaba depre por ver a Raj y a Shei (que pesará  unos cuarenta kilos) perderse en la distancia.
El último tramo era el peor. Había que escalar literalmente las piedras. Dios mío, cuánta fe tenían que tener los seguidores de Savitri. Seguro que tenían que pasar un examen de alpinismo antes de entrar en la orden.
Yo aguanté sólo porque Raj me había prometido una vista magnífica desde arriba. El sol saldría detrás de Pushkar e iluminaría todo el pueblo. Tenía que darme prisa, iba a amanecer ya. Así que apuré los últimos metros, alcancé la cima, me di la vuelta y... nada. No podía ver más allá de quince metros. Había una niebla espesísima.
Casi me tiro montaña abajo. Lo debería de haber sospechado. Tengo la negra con los amaneceres en miradores de montaña. El año pasado me pasó lo mismo en el Himalaya. Estos indios, obsesionados con el amanecer, ¡y la mitad de los días, el sol no aparece!
Lo único bueno fue que en segundos nos vimos rodeados por unos doce o trece monos que conocían a Raj (él sube allí todos los días, él pasó el examen con nota) y sabían que les traía galletas. Raj, como buen hindú, alimenta y trata bien a los animales, aunque no sean suyos. En una vida anterior, uno de estos primates bien pudo haber sido primo suyo. Y además, es vegetariano. Aquí noto más el hinduismo que en Calcuta. Probablemente porque allí me movía más en el círculo de la Madre Teresa.
Bueno, pues ahí arriba nos sentamos sorbiendo un tazón de chai que costaba treinta rupias, cuando normalmente son cuatro o cinco. Pero nosotros pagamos sin chistar, porque estábamos la mar de solidarias con el pobre muchacho que había tenido que subir a hombros los ingredientes para preparárnoslo. Los monos se quedaban muy cerquita de nosotros, mirándonos por si les echábamos otra galleta más. Parecían hombres sabios, con esa pose.

Ese día íbamos a marcharnos, y Raj dijo que era una pena, porque si no nos invitaría a su casa, a cenar y a conocer su familia. Obviamente, decidimos entonces quedarnos un día más.
Por fin nos dipusimos volver y, al bajar, pegué un señor resbalón. La superficie de la piedra era muy lisa y como los escalones eran de a metro, pues era una cuestión de tiempo que pasara. Qué porrazo me di, y encima en slow motion, para que Shei  y Raj tuvieran tiempo de apreciarlo con todo lujo de detalles.
Por la tarde, Raj pasó a buscarnos en moto. (No he montado tanto en moto en mi vida. Entre Harry y Raj, no hacíamos otra cosa, y además Shei y yo decidimos alquilar ese día una scooter para visitar las afueras. He de aclarar que yo sólo había cogido una moto una vez y fue para estrellarla acto seguido contra el coche de nuestra entrenadora, así que no lo había vuelto a intentar).
Su casa era como podía ser una casa española de pueblo hace veinte años; cuatro habitaciones alrededor de un patio, televisión en la habitación de Raj, cocinita en el patio y baño diminuto, con ese todo-en-uno tan de moda en India. Nos recibieron la hermana, dos sobrinos pequeñines, su cuñada y su sobrina Tara, que era la única que hablaba inglés.
Enseguida estuvimos como en casa. Nos pusimos a aprender a cocinar chapati, una de las tortas de pan que acompañan la comida, y que se amasa como el pan, y luego tienes que hacerlo redondo, para ponerlo en la sartén al fuego. A mí el primero me salió bien, pero en el segundo tuvo que intervenir Mami (cuñada, en hindi), toda escandalizada, para enderezármelo. Luego trajeron bhatti, que era la misma masa pero cocinada entre cenizas, hecha una bola, que estaba riquísima. Raj volvió al rato con una francesa y ahí empezó la parte más divertida de la noche. Nos convertimos en las barbies particulares de esas mujeres. Nos trajeron saris y también el traje típico del Rajastán, que consiste en un chundri o velo, lenga o falda, y kurta o top. Todo, aderezado con pulseras (churis) hasta el codo, collares inmensos y bindi, el lunar en la frente. Nos sacaron lo mejor que tenían, incluidos regalos y el ajuar de boda. Y ellas, disfrutando de lo lindo, como nosotras: ahora pruébate esto, ahora te pinto los labios, a ver qué tal te queda el velo en este color, y luego hacíamos sesiones de fotos para las que dejábamos entrar a los hombres. Mi pelo causó sensación; lo de ser un poco claro y rizado les priva.

Luego nos llevaron a comer. Toda la familia había ido comiendo ya por turno (nuestra sesión de saris había durado más de dos horas), así que se sentaron en semicírculo a contemplar cómo comíamos el thali (comida completa que en esta ocasión consistía en dhal, arroz frito, una especie de snacks de colorines, chapati y bhatti) con las manos. A la francesa se la veía con arte en estas lides, y Shei y yo no quisimos ser menos, pero pasamos bastantes apuros para arrebañar bien la comida. Al final conseguimos acabárnoslo todo y llegó la hora de irnos. Ahora éramos íntimos, así que quedamos al día siguiente con Raj para ver el amanecer en otro templo (os lo digo, la obsesión por el amanecer en este país es lo peor), pero esta vez iríamos en moto. Y con las mujeres, acordamos que vendríamos por la tarde para que nos hicieran una sesión de henna.
Nuestro último día en Pushkar prometía muchísimo...

Thursday 5 April 2012

Lo peor y lo mejor de los indios


19 de marzo, Pushkar
2:07 a.m. Maldito tren. Ni un minuto se ha retrasado. Juraría que incluso ha llegado antes de tiempo. Todo esto, obviamente, porque no tenía ningún avión barra tren que coger, que si no fijo que en sus veintisiete horas de trayecto hubiera encontrado espacio de sobra para retrasarse. Pero como la perspectiva era llegar justo a la hora en que no había ni un autobús que me llevase los 15km que separan Ajmer de Pushkar, donde me esperaba Sheila, pues nada. Desesperada y muerta de sueño y de cansancio (acababa de atravesar todo el norte del país y encima mis vecinos, la mar de caritativos, me despertaron en Jaipur, por si me bajaba allí), con los pelos revueltos como si me hubiera peleado con siete linces ibéricos, sucia por el polvo acumulado y sudorosa porque se habían puesto en plan ahorrador con los ventiladores del tren, bajé al andén dispuesta a buscar transporte para Pushkar. Por el camino, los hombres se volvían para mirarme fijamente y alguno incluso piropear. ¿Qué leches les pasa a estos indios? ¡No podía estar peor!!
En la estación, las opciones son esperar tres horas por un autobús que te cuesta diez rupias (quince céntimos de euro), o coger un tuc-tuc por 500 (ocho euros). Me resigno a esperar (aquí ocho euros parecen una fortuna), pero como vienen a entablar conversación conmigo cada dos por tres, y no estoy de humor, vuelvo a intentar regatear. Al final, un muchacho se ofrece a llevarme a mi hotel por 300 rupias. “¿Pero sabes dónde es?”, le pregunto. “Sí, sí, claro”.
Y una mierda. Una hora estamos dando vueltas por Pushkar, que es un pueblecito, buscando el dichoso hotel, sin nadie a quien preguntar a esas horas. Por cierto que pensé que no llegaríamos nunca, porque la velocidad máxima del tuc-tuc, que debe de ser una reliquia del siglo diecinueve, era de 40km/h, y esto, en cuesta abajo y sin curvas.
Al final decidí intervenir; Sheila me había dicho que el hotel estaba junto a un lago, así que tiré de una de las tres palabras que sé en hindi, pani (agua), y haciendo un gesto como de mucho, mucho, le dije: hotel is in paaaaaaaaani pani pani, ¡in city center!, paaaaaaaaani pani pani! Así que por fin descubrimos el lago y el hotel, y cuando un somnoliento hombre me abrió la puerta, el muchacho taxista me dijo todo esperanzado, please give me 400 rupees, señalándome el reloj en plan mira todo el tiempo que te he dedicado, no te quejarás, y yo que me creía muy magnánima por no darle sólo cien, le dije, ¡precisamente! Tú me dijiste que sabías, no haberme mentido. Y él lo justificaba diciendo, “today my first day”, y yo ya no pude contener más mi mal humor y le solté, “I have spent 27 hours on a train from Kolkata and after that one hour and half for 15km because of YOU, I am NOT going to give you 400 rupees!!” y me metí en el hotel sin esperar respuesta. ¿Pero esta gente se cree que me he caído ayer de un pino?
Como el señor del internet, luego por la tarde. Te cobran por horas, así que siempre miramos el minuto en el que empezamos. A y 36 empezamos y a y 36 lo dejamos una hora más tarde, y el hombre nos pide diez rupias más a cada una por habernos pasado. Le decimos que no, que no nos hemos pasado, y el tío nos suelta que estamos mintiendo. Así que abro la cartera, cojo el dinero que corresponde a UNA hora, se lo planto en la mesa y le espeto, “we DON’T lie, this is what we owe you, and we don’t like to be called liers”. Yo antes solía callarme estas respuestas porque nunca se me ocurría qué decir en el momento y luego me pasaba la siguiente hora imaginando todo tipo de contestaciones cortantes que hubieran sido perfectas pero que nunca pensaba a tiempo. Aquí, sin embargo, con tanta práctica continua, las he perfeccionado enseguida. No me gustar armarla, pero a veces India consigue sacar lo peor de mí misma.
Y también lo mejor. Enseguida nos hemos reconciliado con el país cuando hemos conocido a la dueña de nuestro hotel. Nos ha estado contando su vida y yo ya la adoro. Mañana nos va a comprar té en el mercado, porque a ella le sale a precio normal, y para que lo probemos nos ha traído chai masala a la terracita, que tiene vistas al lago sagrado de Pushkar, y que con la brisita que corre después de un día con 38 grados se agradece bastante.
Por lo visto, el hotel ya era de su abuelo, y lo llevan en familia. Como Pushkar siempre ha sido muy turístico, han tenido mucho contacto con extranjeros y son muy abiertos de mente. Eso le ha venido de perlas. Porque hace unos años se casó y se fue a vivir, según la costumbre india, a casa del marido, en Ajmer. Allí su familia política le prohibió salir de casa, caminar por la calle con la cabeza descubierta, hablar con extraños. Para ella, pasar de un ambiente a otro fue demasiado, y el entorno en que había crecido le dio fuerzas para rebelarse y discutir con la familia. Pero estaba encerrada e incomunicada, así que no podía escapar, hasta que un día su hermano fue de visita, la encontró llorosa y deprimida, y en contra de lo que manda toda tradición hindú se la llevó de vuelta a Pushkar, a ayudarle con el hotel. Ahora ella dice que ha recuperado la alegría y las ganas de hablar (de hecho, no para, la tía), su marido sigue en Ajmer porque no encuentra trabajo y no se va a venir a casa de la mujer, no es tan abierto como ella, pero Meena de momento es feliz con su trabajo y su hija, aquí. Su caso es excepcional, porque normalmente, la gente que es tan religiosa como ella jamás se hubiera atrevido a abandonar a su marido; está totalmente en contra de todos los preceptos hindúes de esposa amante, siempre al lado de su esposo, pase lo que pase.
Hoy también hemos descubierto a Raj, que nos ha invitado a tomar chai mientras nos hacía los mejores precios de Pushkar para comprar los típicos cubre-camas, fundas de cojines y demás telas. Además, nos ha enrollado a Shei y a mí en sendos seis metros y medio de sari y nos ha hecho un book de fotos para el recuerdo. Mañana nos vendrá a buscar antes del amanecer para llevarnos a un mirador desde el que veremos salir el sol por detrás del pueblo. Nos ha prometido que será maravilloso. Así que mañana os cuento qué tal. 

Monday 2 April 2012

See you later Shishu

Anteayer por la mañana iba a ir a llevar a las niñas al cole cuando me dijo una massi que la Sister me llamaba. Volví adentro y vi que había muchos niños en el hall, seguramente porque estaban saliendo para sus respectivas clases, pensé yo sin darle más importancia, pero no. Salió la hermana, les hizo callar, dijo uno, dos, tres y se pusieron a cantarME el thank you thank you, al tiempo que los mayores se fueron acercando uno a uno y dándome cosas: una tarjeta, una cartulina firmada por ellos con un texto precioso, un chupa-chups, una bolsa de chocolate. Vicky también se acercó, a NO darme un mordisco, todo un logro para él.
La canción no dura mucho, dice we thank you, we love y we miss you from my heart, pero cuando pensaba que por fin se había acabado, la sister se puso a improvisar estrofas, como we see you next year, o God bless you aunty, y de ver tanta gente ahí cantando se me saltaron las lágrimas, y cuando acabaron fui a darles besos y abrazos a sisters, niños y massis, quisieran o no, que los hay muy poco besucones. y la idea de la cartulina, que me llegó al alma, fue de una miss, no la de mi clase, sino de otra, con la que el único trato que había tenido había sido a la hora del té, que siempre bromeábamos porque desaparecía antes de que pudiéramos rellenar el vaso, que ya podías quemarte la lengua dándote prisa para engullirlo que siempre era demasiado tarde. O compartir algún roti suyo conmigo, o galletas mías con ellas. Pero de ahí a lo otro...qué sorpresa tan grata, qué mujer más maja.
Y la sister, que ayer me dijo que volviera, y es gracioso porque esta vez vine a Kolkata pensando en cerrar una experiencia inconclusa del año anterior, oero según se ha ido acercando el día de la despedida me he dado cuenta de que no puedo decir adieu a Calcuta, no puedo pensar que no volveré nunca más, así que a la sister le dije sin pensarlo que en cuanto tuviera el dinero volvía. Regina directamente me preguntó que cuándo volvía, ni se planteó que no fuera a hacerlo. July? No, no. October? Como mínimo December, chicuela, le dije. No sé si contaros todas las despedidas. Mejor las resumo, y el detalle lo guardo para mi diario.
Fue muy difíicl decir adiós a niños que no voy a volver a ver: Rajesh, que se lo llevan el domingo; Dhulika, Noorjahan, que celebramos ayer su cumple... A Neelam y a Pujita, con suerte las vuelvo a pillar. Anisha, que siempre me está chinchando y diciéndome que soy muy mala, tumi bhalo na, ayer no me discutió nada. Me senté a su lado para darle de comer a Pryanka, otra niña que también debe de ser hiperactiva porque parece un rabo de lagartija, y como no se dejaba le dije pues hala, ahora le doy de comer a Anisha, y ella en cuanto lo oyó soltó la cuchara. Como estaba a su lado, le tenía que dar de comer con mi brazo derecho rodeándole la espalda y dándole de comer con esa mano, lo que para ella debía de ser bastante incómodo, pero no se movió ni se quejó; comió enseguida y cuando me puse otra vez con Pryanka, tampoco ella pió.
Me encanta que de repente alguno de mis niños se me ponga a cantar el "Pajaricos por aquí", así, con c, que ni uno es capaz de decirlo con t, y les podía dar por bailar la cancioncita en cualquier momento, tirándolos por el tobogán del patio, o en el tiovivo, o para llamarme cuando estábamos jugando al pilla pilla, pero siempre aste aste, despacio despacio, que si no las massis se ponían nerviosas pero no me decían nada porque les caigo bien. Como lo de levantarles en peso o darles besos y abrazos. A lo primero renuncié yo para poder seguir teniendo espalda. A los besos y abrazos no. Algunos necesitan tanto cariño que cuando encuentran a alguien que se lo da ya no lo sueltan.
Marelda ya me tenía como su dadora de comida oficial, y su massi solía comentar que la aunty se la iba a llevar a España; mucha gente se la hubiera llevado ya, porque es una niña llena de vida y de alegría que te baila, te canta y te hace monerías mil para encandilarte. Joshny o Anisha se podrían quedar dormidas en tu regazo con dos caricias que les hicieras. Joshny, la niña que no sabe sonreír, aunque enseguida uno aprende su manera particular. Pujita, un remolino irrequieto, siempre en el centro de la acción cuando había un baile o una cámara de por medio. Como es la segunda mayor del centro, tiene derecho a comer con las manos, como Neelam (las massis dicen que con cuchara no se llenan jamás la barriga; y yo les digo que comiendo granos de arroz con las manos, tampoco, que lo vierto todo fuera, aunque les he prometido que voy a practicar).
Ah, ayer era sábado y por tanto clase de dibujo, y vi que Vicky hacía muchas cruces en su cuaderno de pintar y que hacía garabatos encima, al tiempo que decía algo en bengalí, y yo sólo entendía "Yisú", o sea, Jesús. La miss pasó por su lado y puso tal cara que le pregunté, ¿qué ha dicho?, y me contestó, "la sangre de Jesús". Joío niño, qué miedito puede dar.
Ea, como prometido, no me extiendo más. Ahora estoy en un tren camino de Pushkar, en el Rajastán, donde ya me espera Sheila. A partir de ahora, esto será un blog de viajes. Aquí os dejo fotos de mis niños de Shishu. Lo que los echo ya de menos...
Marelda

Dhulika

Joshny

Ankit

Anisha

Neelam

Noorjahan

Protima