Hace
mil que no escribo. ¿Pereza? ¡No! Nuevos proyectos. Sí, ahora
estoy en serio con un doctorado (madre mía en los pantanos en que me
meto), y entre medias ha habido elecciones en Chile y también me he
metido a empollarlas para poder escribir sobre el tema. Así que mi
pequeño diario ha pagado el pato. Me quedé en la super semana que
tuve con vida social a tope, y el viernes pagué las consecuencias.
Me levanté con ansias y dolor de cabeza. Esa noche había quedado
con mis chilenas de la India a una fiesta y no pude ir. Cómo estaría
Sevilla cuando no quería ni trigo. Y al día siguiente había
quedado con Helen, otra au pair cuyos “padres” son mejores amigos
de los míos y cuyos niños son de la edad de los míos. Vamos, que
íbamos a pasar muuucho tiempo juntas. El plan era subir al cerro San
Cristóbal, y yo me volví a levantar con ansias, ¿qué mierda de
virus era ése? Fui, por no quedarme en casa que ya me daba
depresión, nos bajamos en Bellavista (¡mi barrio!) y empezamos a
andar dirección cerro. OMG la subida que nos esperaba, quiero creer
que era el smog por lo que estaba tan cansada porque si no qué
bajón. A ver, era un cerro plantado en medio de la ciudad, de
repente subir 800m así a pelo, con campo cuando todavía había
rascacielos por encima de nuestras cabezas, y aún así qué
maravilla esa ilusión de aire puro. Tuvimos que parar dos veces a
recuperarnos, mientras niños de poco más de metro de altura pasaban
a nuestro lado al trote, gritando y riendo. Malditos. Yo entre el
cansancio, las ganas de potar y el smog, estaba en una forma
estupenda. Menos mal que con la muchacha no había silencios
incómodos y no paramos de parlotear (ella más, que yo iba
asfixiada), si no me hubiera tirado colina abajo. Y cuando por fin
llegamos, era muy raro estar ahí rodeada de edificios, joder qué
grande es Santiago, hasta donde nos llegaba la vista sólo era gris
de puro construido, y también es verdad que la vista no llegaba muy
lejos, que el smog lo diluía todo. Helen se empeñó en tomarse un
mote con huesillos, mis alemanas me habían explicado que parecía un
cerebro y a veces sabía como tal, así que en atención a mi
delicado estado tripero me abstuve. Eso sí, no le hice ascos a unas
palomitas que vendían dos puestos más allá y que olían de
maravilla. ¿Qué? Eso ya sabía yo que no me iba a hacer daño...
Para
bajar decidimos hacer la gracia y tomar caminos nuevos, senderos que
fueran pintorescos, para estar más en contacto con la naturaleza, el
medio ambiente, el canto de los pájaros y, como vimos 50m más
adelante, el suelo. El sendero pintoresco se tornó traicionero, con
arena muy muy finita, un poco hijoputesca diría yo, ideal para
romperte la crisma mientras ruedas en caída libre por un caminito
prácticamente vertical que, para acabar de arreglarlo todo,
terminaba justito en la carretera. Pero ya no podíamos volver, qué
pereza subir a cuatro patas, y qué palo a nuestro orgullo desandar
lo andado, así que agarrándonos a las ramas de cuanto arbusto o
árbol pillábamos fuimos bajando. Cuando llegamos abajo no nos
habíamos caído ni una vez, pero las piernas me temblaban y me tenía
que sentar. El plan era ir directamente a una fiesta en un sitio a
tomar por Cleta, una fiesta de la primavera, con exposiciones
alternativas, música... el plan ideal si estás en forma, claro. Lo
que no era el caso. Me reuní con Helen y una amiga suya en Quinta
Normal (ya hablaré de ella, qué excelente sitio!) y tuvimos que
pillar taxi porque aquello no había quien lo encontrara. Al llegar
era un evento pequeño pero muy lindo (y barato, algo raro en
Santiago). No pude quedarme a la música porque me estaba muriendo.
La vuelta la hice en el 503, el mismo bus que podía coger desde
Bellavista hasta mi casa. Una chilena lo llama el autobús mágico, y
tiene razón, dondequiera que me encuentre lo puedo pillar y me deja
en la puerta de casa. Nótese que ya estoy dejando de utilizar el
verbo “coger”, de insidiosas connotaciones por estas tierras.
Al
día siguiente había planazo: ¡Algarrobo! Que, fuera de lo cateto
del nombre, es una playa super chula, y yo me moría de ganas de
tocar el Pacífico y ver si era verdad que había cubitos de hielo
flotando -toda la gente decía que el agua estaba helada y no había
quien se metiera. El viaje no lo podía hacer con mi familia porque
como venía una prima también nuestro coche iba lleno, así que
acabé en el auto de una amiga, que yo conocía por la fiesta de
cumpleaños; ese día me enseñó a hacer el pino sin apoyarme en la
pared (es profe de capoeira). Durante el viaje fuimos contando
batallitas y las suyas se llevaron la palma: por lo visto hace poco
se enteró de que su abuelo japonés, instalado en Méjico, había
sido espía nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo visto
Japón, optimistas ellos, pretendía invadir Estados Unidos a través
de Méjico si la guerra le iba bien. Y esto lo descubrieron sólo
porque un primo lo leyó por casualidad en un libro, donde había un
capítulo entero dedicado al abuelo, quien tenía un rancho justo en
la frontera con USA. Muy estratégico todo.
Una
vez en la playa no esperé por nadie; me quité los zapatos y eché a
correr hacia el océano como un ratón, dando mal ejemplo porque los
niños corrían detrás de mí dando tropezones en la arena, en el
agua, casi se ahogan... maldita sea, qué mal llevo lo de dar
ejemplo. El agua tampoco estaba tan mal, ni siquiera vi pingüinos,
que en ese lugar a veces se avistan. Y de repente ya era la hora de
comer y aproveché para tomar los ostiones, esa especie de ostras que
quise probar nada más por la gracia que me hacía el nombre, y daba
un poco de aprensión, sobre todo al tacto. Jugué con los niños,
ola arriba ola abajo, después de que casi se los llevaran un golpe
de mar un par de veces inventé nueva regla: si la ola te toca,
pierdes, así que CORRE. La peque se me quedó dormida en los brazos
en un paseo que di por la playa, y a la vuelta pensé que yo me
quedaría dormida en el coche de puro cansancio, pero entre la
conversación y el CD de música que había puesto no pude. Eran
canciones infantiles, y salió una que me cantaba mi abuelo cuando yo
era niña. Me emocioné muchísimo. Por cierto, ¿sabíais que la
canción “Ay ay ayayyyy, canta y no llores...”, viene de la
Península, del s. XVI, y que se exportó entonces tanto a Brasil
como el resto de Latinoamérica? Lo que no se sabe es de dónde
viene, si de España o Portugal, pero mira que es vieja...
A
partir de esa semana empecé a ir al parque de niños por las tardes,
y acabé formando parte de un grupito, que al fin y al cabo siempre
estamos las mismas. Las nanas se suelen poner por un lado, peruanas,
y las mamás, chilenas o gringas, por otro. Yo me suelo poner con las
gringas, desde que encontré una española allí con su niñita (qué
aspavientos, qué alegría, como si nunca hubiéramos visto un
español antes), menos cuando viene Rosa, nuestra nana que también
viene a veces con los niños que cuida a otra familia; todas la
queremos tanto que siempre vamos a buscarla. Rosa no es una nana
común. Cuando acabó el primer curso de Administración decidió
venirse a Chile, aunque fuera de nana, porque ganaría más dinero.
Ya se ha casado aquí así que aquí se queda, y me encanta porque
tenemos conversaciones muy interesantes, como cuando me pregunta
irónicamente que qué aprendemos nosotros de la conquista de
América, porque por lo menos ella aprendió que fuimos unos
cabroncetes en Perú, y yo le digo que sí, que somos conscientes,
pero que ya qué le vamos a hacer. “Y si se llevaron tanta plata de
allí, ¿cómo es que ahora están en crisis?” “Puf, dónde
andará esa plata ya, Rosa...”.
El
viernes aún no había hecho nada de turismo y quise ir al museo de
la Memoria. Salí del metro desorientada y le pregunté a dos mujeres
dónde estaba. Y ahí me quedé una hora hablando con una de ellas,
Marilita. Qué personaje. Es pastelera y comunista. Su padre a veces
colaboraba con los militares y ellas misma se casó con uno, y dice
que, aunque las cosas nunca se dijeran aquí, ella aprendió a mirar.
Del museo aprendí que efectivamente en el régimen eran unos ases a
la hora de ocultar información. Pero ya hablaré de eso en otra
ocasión.