El australiano (Shannon) ya estaba en
Jaisalmer, y habíamos quedado en encontrarnos en el hotel en el que
yo pensaba alojarme. Pero como nos había abordado aquel hombre en el
autobús, y viendo que sin el australiano no íbamos a quedarnos en
su hotel, mandó a su hermano a buscarlo. Me lo encontré en el
roof-top , la terraza del hotel, sentado en una especie de mesa-cama
gigante recubierta de cojines y con una tabla en el medio. Aquí
comeríamos, jugaríamos a las cartas o desvariaríamos. Junto al
australiano, un belga y un holandés.
Todos queríamos hacer el safari a
camello. En Jaisalmer es una de las dos cosas que hay que hacer sí o
sí. La otra es recorrer el fuerte. No queríamos que el paseo fuera
el típico que le hacen a todos los turistas, y además nuestra
intención era pasar la noche en el desierto. Según el tío, nos
llevaría a ochenta kilómetros, al desierto verdadero, cogeríamos
allí los camellos y andaríamos en dirección a la frontera de
Pakistán (Jaisalmer es de los últimos pueblos al oeste de India).
Veríamos un pueblo destruido de cuando los conflictos entre ambos
países, una especie de Guernika indio, y también los puestos
militares fronterizos. Regateamos bien porque amenazamos con irnos
con el del hotel de al lado, y quedamos en salir al día siguiente
tempranito. Iríamos nueve: dos alemanas, un belga, un suizo, dos
holandeses, Shannon, Sheila y yo.
Mientras, aprovechamos para conocer la
ciudad. Qué calor hacía, cómo se notaba que estábamos al ladito
del desierto. Por lo visto, en junio, justo antes del monzón, allí
llegan a los cincuenta y pico grados. Menos mal que todavía era
primavera.
En Jaisalmer se da una especial
circunstancia: la marihuana es legal. Hay una tienda que vende el
famoso Especial Lassi, y sólo ahí está autorizado por el
gobierno... pero no era ésta. Antes de vendernos nada, se empeñaron
en explicarnos que legítimamente ellos eran los que tenían el
derecho a venderlo, como llevaban haciendo muchos años, pero justo
éste otra tienda había untado al gobierno para que sólo ellos
tuvieran la autorización para la venta, y además les habían robado
el nombre. Incluso nos enseñaron un vídeo en youtube en el que
algunos artistas famosos que habían estado allí denunciaban lo que
ellos consideraban un atraco.
La tienda “original” del
Especial Lassi
También hacían galletas. Pero
nosotros estábamos llenos de curiosidad por el lassi, y allá que
fuimos a probarlo. Sheila se pilló un baby lassi, para
principiantes, y Shannon y yo compartimos uno fuerte. El belga se
pilló uno intermedio. Ahora sí estábamos preparados para visitar
la villa.
El fuerte de Jaisalmer
A la media hora nos empezaron a dar
ataques de risa. Cualquier tontería nos parecía la mar de graciosa,
y el australiano y el belga decían pero que muchas, así que fue una
buena tarde. Me empeñé en ver el templo Jain, otra religión que
hay en la India, porque al final me vuelvo sin ver ninguno, pero nos
señalaban para un lado, nos lo pasábamos, nos indicaban de nuevo,
lo volvíamos a pasar, y así recorrimos la calle arriba y abajo del
orden de cinco veces sin descubrirlo. Al final nos pusimos en plan
práctico y decidimos que tampoco valdría tanto la pena si no éramos
capaces de distinguirlo del resto de casas y alegremente pasamos a
otra cosa. El fuerte estaba construido en piedra caliza marrón,
traída del desierto, así como todo lo que había dentro. Se nota
mucho la diferencia con una ciudad como Kolkata, porque allí no hay
piedras, y sólo pueden construir con barro o ladrillo. Jaisalmer era
muy rica y muy limpia. Había otro festival, pero ese día no había
ninguna celebración, sólo el siguiente. Qué pena, porque no
podríamos verlo. Volvimos al hotel, echamos unas cartas y a dormir.
A las ocho al día siguiente once
personas, contando con el dueño del hotel y un ayudante, nos
montamos en el jeep que nos llevaría al desierto. Estábamos por
sacar las piernas por las ventanas, de lo apretados que íbamos.
Hicimos una parada en una aldea típica, sin mayor interés que el de
ver cómo vivían allí, y esa gente debía de estar muy acostumbrada
a los turistas porque según nos vieron llegar, una horda de niños
bajó corriendo.
Olían a sudor y a cabras, y nos pedían
chips, cookies, rupias, querían meter la mano en nuestros bolsos...
Casi pierdo la paciencia, porque eran abrumadores. Pero al final hice
migas con algunos y con una incluso intercambié una especie de
especia para mascar por un pedazo de galleta. El pueblo, por cierto,
de aspecto desolador.
La niña con la que hice el trato
En la siguiente parada nos esperaba un
nutrido grupo de personas y camellos. Nos pusieron un discreto
turbante color naranja fosforescente y sin más preámbulo nos
subieron cada uno a un camello. Cada guía llevaba tres camellos; con
una cuerda llevaba al primero, el segundo iba atado a éste, y el
tercero al segundo.
Casi nos caímos todos cuando los
animales se levantaron. Lo hacen en tres tiempos, y si no estás
preparado, te viertes sin remedio de la silla para abajo. Y qué
altos eran los bichos. Daba vértigo. Encima, su paso era muy difícil
y a los dos minutos vi claro y cristalino que la siguiente mañana me
iba a morir por las agujetas. No quería imaginar lo que sería
trotar con ese animalito.
A los diez minutos lo vi en directo. De
repente, oí ese ruido que para mí es el anticipo de una desgracia:
animales asustados corriendo. Un camello se había puesto a trotar y
a los otros dos que iban atados a él no les quedó más remedio que
hacer lo mismo. El último, en el que iba la alemana con la que
compartí el autobús, se espantó y empezó a botarse. La vi
resbalar de la silla, quedarse un momento suspendida en el camello, y
finalmente caer al suelo. El animal le pasó por encima, pegándole
una patada en la cabeza.
Los guías se quedaron como
petrificados. No reaccionaban, y nosotros nos pusimos a gritar que
nos bajaran. Pasaron segundos preciosos y ella seguía inmóvil y
nosotros arriba en nuestros camellos, impotentes. Volví a chillar
que me bajaran y mi guía salió de su estupor e hizo inclinarse al
animal. Salté al suelo, sorteé camellos a la carrera y llegué
donde estaba la muchacha. Justo se estaba incorporando. La sangre le
chorreaba por la cara, y vi que tenía una brecha en la cabeza. Tenía
los ojos abiertos pero los ponía en blanco. Le di cachetadas porque
no respondía a mis preguntas, pero no reaccionó. Entonces llegó el
resto y todo el mundo empezó a hacer recomendaciones, y sólo le
estábamos agobiando más. Al final, decidimos tumbarla de lado,
hacerle espacio, y dos indios, todavía confusos, se pusieron a
abanicarla con una toalla, con el ímpetu del que no sabe qué mejor
cosa hacer.
Les dijimos que llamaran a un médico.
Llamamos y dijeron que tardaría veinte minutos. Al rato preguntamos
qué tal era el hospital de Jaisalmer, y ellos dijeron que por qué,
si el médico le atendería allí mismo. Seguramente le pondría un
vendaje en la cabeza y sin perder más tiempo seguiríamos con el
safari.
A todo esto, la muchacha ni nos
reconocía, ni recordaba lo que había pasado, y de repente se le
había olvidado el inglés. Ni lo hablaba ni parecía enterarse de lo
que decíamos. Menos mal que estaban allí la otra alemana y el
belga, que podían comunicarse con ella. Por eso, casi matamos a los
guías cuando nos dijeron tal cosa. Les exigimos que llamaran YA a la
ambulancia. Luego nos dijeron que iban a venir los del hotel, pero
sin doctor. ¿Tan difícil era que la llevaran al hospital Y viniera
un doctor? Pues no, por lo visto tenía que ser una cosa o la otra.
A la chica le preguntamos si podía
mover piernas y brazos, y Sheila, que es psicóloga, recomendó que
revisáramos si tenía bien la memoria. Y es que preguntaba todo el
rato lo mismo, y cuando le dijimos para recordar un par de nombres
(Pepe y Juan, propuse en un arrebato de originalidad, quizá no los
más indicados para una alemana) al minuto los había olvidado.
Estábamos todos temblando todavía. Luego nos dimos cuenta de que
ella sólo estaba bajo el shock; tenía el hombro y la mano doloridos
por haberse apoyado al caer, y la herida en la cabeza era
superficial. Al cabo de un rato ya nos reconocía, y no dejaba de
apretar la mano de la otra alemana. Estaba muy asustada y lloraba.
Intentamos hacerle bromas, porque el dichoso dueño del hotel se
hacía de rogar para llegar.
Al final apareció y la otra alemana la
acompañó al hospital. Sheila y los holandeses dijeron que no
pensaban seguir después de lo que había pasado. El resto decidimos
continuar con el safari, porque nos apetecía mucho. Estábamos el
australiano, el belga, el suizo y yo, y estaba segura de que la
excursión serían unas risas.
Partimos y pronto llegamos a una aldea,
donde hicimos una rápida parada.
Mujeres yendo a buscar agua a un
depósito fuera de la aldea
Luego ya era la hora de comer, así que
nos detuvimos a la sombra de un árbol, extendimos una manta y
ayudamos (o ralentizamos, según se mire) a quitar las sillas a los
camellos, atadas mediante un complejo sistema de nudos y cuerdas. Los
guías, Shalim y el resto, se pusieron a cocinar verduras y chapati.
Este chapati lo aplastaban con las manos, a falta del rodillo que
está en toda casa india. Me puse a hacerlos también y si en casa de
Raj fue desastroso, aquí fue aún peor. Mientras, estábamos de
palique con ellos.
Eran musulmanes e hindúes, y Shalim
dijo que en el desierto todos eran hermanos, que incluso comían
carne juntos. Trabajaban para el mismo jefe, que era el hermano del
dueño del hotel. El hombre este tenía 29 camellos, lo que
significaba que debía de ser muy rico.
Ellos eran de otra aldea, más en el
desierto... desierto, y les pregunté si podrían sobrevivir allá
bien. Me dijo que por supuesto. Y sus camellos también. Primero,
porque pueden estar hasta tres semanas sin beber. Almacenan el agua
en la joroba y si ven que van a conseguir agua antes se ponen a
orinar para vaciar la que ya tienen. Fue muy gracioso después,
cuando paramos en un pozo; según iban bebiendo, todos a la par iban
meando. Shalim explicó que ellos también eran un poco como los
camellos; podía beber una sola vez y aguantar todo el día.
Emocionada por tener delante mía a un
verdadero tuareg del desierto, le pregunté una duda que me corroía
desde hacía mucho: ¿es verdad que se puede dormir encima de un
camello cuando esté andando? ¿Lo había hecho él? Me miró raro,
como con desconfianza, y me dijo, pues claro, ¿tú no serías capaz?
Si me ato con ocho cuerdas para asegurarme que no me rompo la crisma,
entonces quizás, pensé yo.
Después de la comida nos echamos una
siesta mientras ellos reagrupaban y cargaban los camellos (estábamos
en plan señoritingo, lo admito, pero con el calor que hacía, y todo
lo que habíamos comido, nos parecía imposible movernos). Cuando
partimos, en vez de ir a horcajadas, me puse de lado en la montura, a
lo amazonas, para cambiar de posición y así no tener tantas
agujetas luego. Pero no podía hacer fuerza con las piernas y me
tenía que agarrar todo el rato, así que preferí ahorrarme el
estrés y volver a la posición normal, sin pensar mucho en los
dolores posteriores.
En la siguiente parada, unas mujeres
sacaban agua a cubos de un pozo con varios metros de hondo y daban de
beber así a sus vacas, que venían corriendo según las veían
cuerda en mano.
Una mujer dando de beber a uno de
nuestros guías tras haber saciado a su rebaño
No había mucha agua y el proceso era
muy lento. Yo me moría de la sed. Mi agua embotellada estaba a
temperatura ambiente, unos 40º; y por mucho que bebiera (iba ya por
los cinco litros ese día, y os juro que no exagero), mi sensación
de sed no se mitigaba. Vi a Shalim beber del cubo y le pedí que me
diera a mí también. Total, si puedo beber un par de buches de agua
del grifo india, puedo beber con más razón de un pozo que está en
medio del desierto, lejos de toda contaminación. Ésta estaba
fresquísima y me supo a gloria. Los de mi grupo se escandalizaron al
verme. Bah. ¡Envidiosos!
Unos niños aparecieron en el pozo y
nuestros guías los montaron en sus camellos
Y justo al lado empezaron las
verdaderas dunas. Vi unas camas apiladas unas encima de otras y le
pregunté a Shalim que quién vivía ahí, porque por la zona había
muchos campamentos de gitanos y ése tenía toda la pinta de ser uno
de ellos.
Shalim
Me contestó que era nuestro camping.
Ah. Esta vez no nos dejaron desensillar y nos mandaron a hacer la
croqueta por las dunas, o sea, a tirarnos duna abajo. Quisimos
también ver el atardecer, pero está claro que el sol indio nunca
está disponible cuando yo lo necesito, porque palideció hasta
desaparecer antes de esconderse detrás de las dunas. Menos mal que
hicimos esta foto antes de que eso pasara.
Así que, con mucho entusiasmo, nos
tiramos de cabeza duna abajo. Tuvimos arena hasta en los sitios más
intrincados de nuestros cuerpos y salimos mareados, pero fue muy
divertido. Cenamos verduras hervidas en masala con arroz y chapati,
que era el mejor que jamás había probado, quizás por ser más
ancho y estar cocinado al fuego. De repente apareció un señor
cargando un saco, y pensé con fastidio que no era posible que
incluso en medio del desierto nos vinieran también a vender cosas.
Sonó un tintineo de botellas. No podía ser... pero... ¡si!
¡Cerveza! Quizá no del todo fresca, pero era justo lo que
necesitábamos en ese momento. Con ellas en mano, nos pusimos
alrededor de la hoguera para cantar cada uno lo que supiera.
Preparando la candela para cocinar
la cena
Nuestros tres guías se pusieron a
entonar canciones musulmanas, como las de la llamada de la mezquita
(Allaaaaaaaaaaaaaaaah... Akbar!!!), así, a tres voces, cada uno a su
bola y a ver quién cantaba más alto, con lo que nosotros no
podíamos contener la risa. El australiano nos sorprendió cantando
composiciones de rap de su propia cosecha, que sonaban muy bien, y el
belga hacía la batería golpeando con un palo un bidón de plástico
y una botella de cristal de cerveza.
De repente nos dimos cuenta de que en
realidad estábamos muertos y queríamos irnos a la cama. A mí me
hacía mucha ilusión dormir en un colchón sobre la arena y bajo las
estrellas, la mar de bucólico todo, así que pregunté a Shalim si
me picarían escorpiones o serpientes. Depende de la suerte que
tengas, me dice tan pancho. Pero... ¿es muy peligroso?, insistí,
aunque interiormente ya había decidido lo que iba a hacer, y él
contestó que los escorpiones no, que a él ya le habían picado
varios, pero las serpientes eran MUY venenosas. Bueno, esa mañana
había quedado clarísimo que si algo pasaba íbamos apañados,
primero por puro estar en medio del desierto y segundo por los
reflejos especialmente lentos de los que esta gente disfrutaba. Así
que me resigné a dormir en la cama, mucho más seguro, y las
juntamos Shannon, Mukti (el belga) y yo, y el suizo no, porque en
todo el viaje siempre estuvo un poco aparte, según yo por ser mayor,
según Mukti por puro ser suizo.
Toda la noche estuvimos escuchando a
los camellos rumiar su comida. Empezó como un ruidito constante a lo
lejos, pero poco a poco se fue acercando y cuando me quise dan cuenta
tenía uno prácticamente al lado de mi cama. Y toda la noche erre
que erre, que el bolo digestivo o como se llame para cuando llegara
al estómago ya tenía que estar más que destrozado.
Fue muy agradable dormir con la brisa
del desierto dándonos en la cara, lo único que no habíamos tapado
con las mantas, porque por fin, después de una jornada de calor
asfixiante, hacía fresquito.
Amanecí con mi trasero a escasos
centímetros de la arena, porque había un agujero en el somier de
plastiquete de la cama. Apareció un niño conduciendo un par de
camellos -menudo tráfico había aquí, esto parecía el centro de
Manhattan- y trajo una botella de leche, así que Shalim se puso a
hervirnos chai. El desayuno, soberbio. Unas treinta tostadas para
nosotros cuatro y de repente lo veo cocinando una especie de pasta al
fuego. ¿Qué leches era eso? Porridge, me aclaró, y yo me emocioné
muchísimo. Siempre lo había visto en todos los menús de
restaurantes indios y sabía que era algo típico inglés porque una
compañera mía de piso lo tomaba, y siempre quise probarlo, pero no
me atrevía. Mira tú por dónde, mi primera vez iba a ser en el
desierto. Fantástico. Le echaron plátano, le dieron un par de
vueltas más en la cazuela y me lo sirvieron.
Asqueroso. Insulso pero aún así de
mal sabor, no sé cómo explicarlo. Entonces, me concentré en las
tostadas. Teníamos incluso mermelada. Qué apañados eran estos
guías nuestros.
A ver, a todo esto, era muy raro que
ellos estuvieran continuamente yendo y viniendo, que no dejaran de
aparecer lugareños y mil cosas más. Según Shalim, estábamos a
23km de la frontera pakistaní, pero a mí me extrañaba porque en
vez de ir al oeste habíamos estado yendo más bien hacia el sur. La
cámara del australiano tenía GPS, pero justo en ese lugar no
funcionaba. Pues qué bien. Nunca está cuando se la necesita. Por la
noche habíamos visto dos luces como de pueblos. Shalim (líder de
los guías y el que mejor hablaba inglés, por eso hablo de él todo
el rato) dijo que uno era una aldea gipsy, gitana (hay que recordar
que los gitanos son oriundos del norte de India y que de ahí
partieron hacia el resto del mundo; de hecho, para mí la música y
la manera de cantar que hay aquí me recuerda un poco al sur de
España), y las otras luces, una base militar india.
Volvimos a montar y fuimos a ver de
lejos la supuesta base. Yo tenía la sensación de que estábamos
dando vueltas por el mismo sitio. De hecho, en un par de ocasiones
volvimos a ver dos guías de los que ya nos habíamos despedido, pero
cuando se lo preguntamos a Shalim, se nos ofendió muchísimo.
A todo esto, yo quería trotar, porque
todo el rato al paso con los camellos, con el calor, atonta al más
avispado; Shalim ya me había llevado el día anterior y había visto
que no había problema. Ahora también se apuntaron el australiano y
el suizo. Mukti se abstuvo, después de lo que había pasado con la
alemana. Así que trotamos y de repente mi camello, que iba atado al
de Shannon, se soltó, y la cuerda fue a golpear al animal, que
empezó a encabritarse y a punto estuvo de tirarlo, pero Shannon se
agarró bien y el guía tuvo tiempo de llegar y calmarlo.
Cogió la cuerda y bajó al mío para
volver a colocarla. Para bajar al camello emitían un sonidito, ye,
ye, y el camello doblaba primero
las patas de delante y luego las de detrás en dos tiempos, primero
flexionándolas hacia dentro y después hacia fuera. Son animales muy
flexibles estos bichos. Y qué cara tan graciosa tienen. Sobre todo
Kalu, mi camello el segundo día (el primero era Álex, que emitía
un olor pero que muy fuerte -y nada agradable- a tres kilómetros a
la redonda). Kalu tenía la nariz torcida y media dentadura al aire,
y yo tengo una teoría de por qué había acabado así.
Kalu
Cuando
son pequeñitos, nos contaron los guías, les hacen sendos agujeros
en plan piercing al lado de los orificios nasales, para colocar ahí
dos clavos a los que atar las riendas. No llevan cabezada como los
caballos. Creo que a Kalu no le pincharon bien y le fastidiaron algún
nervio, por eso tenía la boca caída. Otra cosa, los camellos que
hacen marchas en el desierto son todos machos. Por lo visto, las
hembras son mucho menos resistentes, así que solo las quieren para
la reproducción.
El
sistema este del clavo y la cuerda a veces no es muy fiable, porque
ésta es tan fina que si se tira fuerte de ella se rompe, o se
desata. Y mi camello se volvió a soltar una segunda vez, y ahora sí
que decidió seguir por su cuenta, y yo, que iba sin riendas y no
podía saltar desde una altura de casi tres metros, intenté poner en
práctica lo que hubiera hecho con un caballo, es decir, echarme
hacia atrás con las piernas hacia adelante e intentar pararlo con la
voz (ya me tenéis ahí desgañitándome a base de decirle
¡soooooooooooo, soooooooooooo!). Bueno, al menos algo ablandó el
paso y así el guía tuvo tiempo de llegar y detenerlo.
Un
poco más adelante nos cruzamos con la alemana (la no accidentada),
que iba por fin a hacer su safari. Definitivamente, teníamos la
sensación de ser lugareños ya, conocíamos a todo el mundo allí.
Restos de la vaca
Buitres
Llegamos
a un pueblo que estaba en construcción. Había bloques macizos de
piedras por todas partes, y una máquina abría un surco en la
tierra. A la entrada vimos grandes pájaros volando en círculo. En
España como en India, eso sólo puede significar una cosa: algo
muerto había por ahí. Nos acercamos para descubrir lo poco que
quedaba de una vaca, sobre la que una enorme pandilla de buitres se
estaba dando el festín del año. Qué emocionante. Cuántas cosas
estaba viendo en este safari. Nunca había visto un carroñero de
esos tan cerca, y desde luego no en acción tan al natural.
El
pueblo parecía un Guernika versión india, porque sólo había dos o
tres acabadas; el resto estaba en construcción, pero con tanta
piedra de por medio, el aspecto general era desolador.
El Guernika indio
Las futuras casas
Eso
sí, cuando acaben será un gran pueblo, porque las acabadas eran
casas que no envidiaban a las occidentales, es más, conozco a más
de uno que la cambiaría por la suya: eran grandes, con amplias
ventanas y puertas,y todo de una piedra caliza color arena. Allí
quisimos dar de beber a los camellos, pero fue imposible porque todo
el agua estaba siendo utilizada por pastores lugareños para bañar
por la fuerza a un espantado rebaño de cabras, que berreaba del
susto cada vez que un hombre las metía en la charca. Al día
siguiente las iban a esquilar, (sí, a las cabras), de ahí el
forzoso chapuzón. Los camellos cortaron el pipí cuando se dieron
cuenta de que no iban a beber y nosotros acampamos un poco más lejos
para hacer la última comida. Nos tumbamos para jugar a las cartas.
Qué útil había sido esa baraja que compré en Jaisalmer con los
monumentos más importantes de la India. Y qué poco conozco de este
país. Habré estado en seis o siete de unos cuarenta. Anda que no me
queda por descubrir...
Después
de comer era la hora del galope. Monté en un camello -sola- y
Shannon se montó en otro -con el guía, lo que le tenía
abochornado-. Nos alejamos y Shalim me gritó que tuviera cuidado.
Creo que estaba pensando en lo ocurrido el día anterior. Delante de
mí, el guía se puso al trote borriquero, ése que te quiebra todos
los huesos y te hace castañetear los dientes sin por eso ir muy
deprisa. Yo le hinqué los talones en los flancos a mi camello, le di
con las riendas a uno y otro lado a lo John Wayne pero ni por esas
logré coger el galope. Qué decepción.
Llegó
el del hotel, y en media hora estábamos en Jaisalmer. Cuando
llegamos, todo fue muy rápido. El australiano y Shei tenían que
coger un tren, por lo que nos despedimos a la carrera. A Shannon
quizá lo vería en Varanasi, a tiempo para celebrar su cumpleaños,
pero a Sheila, que había sido mi compañera de viaje durante mes y
medio, no, y se me iba a hacer raro seguir en la India sin ella.
Yo
quería descansar esa noche en Jaisalmer, porque venía hecha polvo
del desierto, y al día siguiente tirar para Amritsar o Varanasi, aún
no lo tenía claro. Amritsar, la capital Sikh en Punjab, me llamaba
mucho, pero también Varanasi, la ciudad sagrada donde los hindúes
iban a morir para luego ser cremados en el Ganges.