Monday 21 October 2013

Curiosidades de Santiago


Acudí como convenido al tour, pero no apareció mi amiga de Valparaíso. Se habría quedado atascada en el monumental taco (atasco) que se forma a la vuelta de los puentes aquí. Qué pena, qué se le iba a hacer. Todavía no habíamos empezado cuando escuchamos unas sirenas desgañitándose y vimos avanzar furgonetas de la policía seguidos de coches repletos de gente, con las ventanillas bajadas y el reggaetón a todo trapo. En casi todos los coches había pintados grafitis. Tuvimos que esperar a que pasaran todos para cruzar. Le pregunté al guía qué pasaba. Un funeral, me dijo. ¿Qué? ¿Con regaetón? Y me fijé mejor en los grafitis, y todos decían cosas como “hasta siempre Casimiro”, o “te queremos”. Vaya. Concluí que aquí había que celebrarlo todo. Perfecto.

Comenzamos el recorrido por el Gabriela Mistral, un edificio que Salvador Allende consiguió levantar en tiempo récord (270 días) con ayuda sólo de voluntarios, que venían en turnos de mañana, tarde y noche. Sin embargo ahora es considerado un edificio de Pinochet, pues él se instaló aquí mientras restauraba el Palacio de la Moneda, la sede presidencial que el dictador mismo había bombardeado (con Allende dentro, claro). Ahora es un centro de artes. De ahí pasamos al cerro de Santa Lucía, un antiguo fuerte desde el que se puede ver toda la ciudad, con una fuente a lo Trevi en la entrada, de lo más bonito que he visto hasta ahora en la capital. Es alucinante que te puedas subir a una montaña y estar casi en naturaleza de esa manera en medio de una city como Santiago, tan llena de rascacielos...
Entrada al Fuerte de Santa Lucía

Cuando estoy en una ciudad nueva me gusta pensar en lo que pasó en esas calles, en esos edificios que ahora veo. Pasamos por una iglesia un poco curiosa, con una pared de piedra, otra de ladrillo, un poco de mármol, el techo de madera. El guía nos explicó que cada vez que la finalizaban venía un terremoto (aquí hay uno chungo cada veinte años o así) y la destruía. Así que acabaron renunciando al viejo estilo de hacerlo todo igual y se limitaron a mantener lo que se salvaba de cada vez. Y de repente el circuito se tornó más interesante, porque llegamos al número 38 de la calle Londres. Aquí la Junta de Pinochet torturaba a todo sospechoso de comunista o un poco socialista. Había algunos nombres en el suelo, en la acera, inscritos en placas. Entre los baldosines había también adoquines blancos y negros, imitando los del interior del recinto, lo último que los desgraciados veían antes de entrar a la sala del dolor. Todos los de las placas eran hombres de entre 20 y 25 años. Recuerdo una conversación que tuve de sobremesa aquí con la Grit y Fred. Solamente a esa edad, y si todavía no se ha fundado su propia familia, es que te atreves a arriesgarlo todo por un ideal. Si tienes que proteger a tu familia, a la mierda los ideales, agachas la cabeza y punto.
MIR: Movimiento de Izquierda Revolucionaria

Y de ahí al Palacio de la Moneda, ahora sí reconstruido, y el guía nos explicó cómo fue ese día de 1973, el aviso a Allende, vamos a bombardear, tienes hasta mediodía para entregarte y te sacaremos a otro país, y Allende que se presenta igualmente en el palacio, Allende suicida, porque de ésa estaba claro que no iba a salir vivo. Los aviones sobrevolando la plaza, el ejército rodeándola. No había escapatoria. Se sigue sin saber si se suicidó o lo mataron. Pasó mucho tiempo hasta que se puedo hacer una autopsia al cuerpo (2007). Hay dos agujeros de bala, pero no se puede determinar cuál fue primero. Lo que sí se sabe es que se lo llevaron por una puerta lateral, envuelto en una alfombra o una manta. 
El palacio de La Moneda

Una pensaba que todo el mundo veía a Pinochet como el malo de la película, y esto pasa por venir con ideas preconcebidas. Ya me di cuenta con el primer taxista que me encontré. El sentimiento general es que Allende hubiera hecho de Chile otra Cuba, y EE.UU. les tenía ya en un bloqueo económico tal que la comida empezaba a faltar. Así que EE.UU. metió la zarpa como de costumbre y el resto es historia. Lo que contribuye a que no se tenga tanta tirria a Pinochet es el referéndum que hizo para ver si seguía gobernando o no. Como se fue calladito y tranquilo, pues ni tan mal. De EE.UU. también hay otra teoría de conspiración: que Pablo Neruda poeta, premio Nobel, embajador chileno, amigo de Allende (y de Lorca por cierto, que estuvo mucho tiempo en España y de ahí sacó su afición al comunismo) no murió de cáncer justo una semana después del golpe sino envenenado por la CIA en el hospital.

En fin, cuando se sale de la plaza de La Moneda, justo se está al lado ya de la catedral. Pero primero hay que pasar por una zona donde hay varios “Cafés con piernas”. Por lo visto el café no se vendía mucho aquí y a algunos empresarios no se les ocurrió otra que plantar a mujeres macizorras que sirvieran el café en bikini. Clientela asegurada.

Volviendo a la catedral, es enorme, quizá la más grande que nunca haya visto, y está situada en un lugar donde los mapuches ya celebraban sus rituales religiosos hace dos mil años (hay vestigios de esta época ya). Así que los cristianos debieron de decidir matar dos pájaros de un tiro, quitar lo que había y plantar lo suyo. Por la otra puerta se accedía a la Plaza de Armas, lugar de chilenidad acérrima pero que curiosamente ahora es el lugar preferido de los inmigrantes peruanos y bolivianos que están en la ciudad. Ese día había karaoke organizado, y una niñita se desgañitaba cantando los gorilas de la Melody. Un payaso me agarró de la muñeca según pasábamos a su vera, y me ordenó que le diera un beso. No sé que tienen los payasos que no me gustan nada. Y este menos. Cuando me negué e intenté zafarme, me agarró más fuerte y me puso una pistola (de plástico, espero, tenía cara de chungo) en la frente. Me rendí, le di un beso en la mejilla y salí corriendo. Odio los payasos.
Plaza de Armas. Intenté no sacar a la pseudo-Melody

Subimos a un hostal con una vista magnífica de la Plaza y ahí concluimos el recorrido. Todos estábamos deseando degustar los helados de la Emporio de la Rosa, una de las 25 mejores heladerías del mundo. Fuimos unas cuantas. Me las volvería a encontrar al día siguiente de fiesta, por cierto. Qué chico es Santiago a veces.

Entre tanto, al llegar a casa y coger internet, recibo mensaje de las alemanas de Valparaíso. Se habían quedado sin autobuses, se venían a Santiago dos días. ¡Bien! Ahora sí que podía hacer turismo en condiciones. Quedamos al día siguiente en cenar en su hostal. Se iban a instalar en Bellavista, el barrio medio bohemio que distingue el Santiago “cuico” (pijo) del... otro. Reencuentro genial, abrimos botella de vino para celebrar, y mientras cocinamos, aparece un chico inglés. Es su última noche y trae buena compañía: una botella de cachaça para hacer caipirinha. Nos miramos, está decidido. A éste lo reclutamos. Se unen dos danesas más. Me encantan los hostales.

Salimos de cervezas por Bellavista, y es genial y barato. Me declaro fan incondicional del barrio. No nos desemelenamos, mañana hay que reencontrarse para el tour matinal de las tres horas. Hay que estar en forma.

Esta vez el guía es diferente, más de anécdotas. Me gusta. El recorrido es por el Santiago típico, el de la gente normal, no los monumentos. Empezamos por la plaza que lleva el nombre de un corregidor de hace y pico años. Al tipo le encargaron que hiciera un puente para cruzar el Mapocho, uno de los ríos que cruza la ciudad. Pero el hombre no era capaz de acabarlo, porque en cuanto llovía el río de repente venía en crecida y le ahogaba al personal. Empezó a poner a trabajar a los prisioneros de la cárcel, pero pronto se le acabaron estos también. Así que decidió que había que encarcelar a todo quisqui, porque el puente había que acabarlo. Creó la ley seca, prohibido beber en las calles. Pero la gente estaba por lo visto demasiado acostumbrada y siguió haciéndolo, de tal manera que al final consiguió reclutar al personal que le hacía falta. De material de puente, vistos sus escrúpulos, probablemente se utilizaran los propios cuerpos de los ahogados. No se puede comprobar, porque el puente fue destruido después (con lo que costó acabarlo...).

Tras atravesar el río por el puente (el que lo sustituyó, que espero diera menos problemas y que esté constituido íntegramente por materia inorgánica) llegamos a la zona de mercados. Se puede encontrar de todo allí. El guía nos dice que le preguntemos sobre lo que no conozcamos, pero no nos garantiza que él mismo lo vaya a saber. Empezamos por los puestos peruanos, todos iguales, con los mismos productos, lo mismo una cebolla que un quitamanchas. Veo patatas y maíces de todos los colores, y mil productos que ni sospecho lo que pueda ser. A la tercera pregunta desisto. Mi guía no me puede explicar lo que es porque no me lo puede comparar a nada que yo conozca. Me tendré que poner a ahorrar para ir probando todo...
¿Maíz negro? ¿Cebollines? ¿Hmmm?
En los mismos mercados hay bares y restaurantes de todas las clases, desde antros donde se sirve comida para llevar hasta restaurantes super elegantes en un mercado todo precioso cuyo techo tiene una historia particular. Los chilenos querían uno de hierro forjado, y lo encargaron a Glasgow. En Montevideo se enteraron y ellos también quisieron el suyo, culo-veo-culo-quiero (potoveopotoquiero aquí en Chile, que culo suena fatal por lo visto). Los escoceses emocionados. Tanto, que en el momento del envío se equivocaron y ahora en Santiago tienen un techo con ventanales enormes, apropiados al clima soleado y cálido de Montevideo, y en la capital uruguaya una cubierta que no deja pasar ni gota de luz, previsto para contener el fuerte viento santiaguino. Cosas que pasan.
A la salida probamos un sopaipilla, una torta mapuche, con una salsa que hubiera podido poner a arder media ciudad. Madre mía. La siguiente y última parada era el...cementerio. El General. Sí señor, ése era el colofón del tour. Qué cenizos son estos santiaguinos, pensé yo.
Pues a día de hoy es lo que más me gusta de la ciudad. ¡Impresionante! Se calcula que mide lo que 117 campos de fútbol, que no sé lo que será en hectáreas pero debe de ser un mogollón. Las calles están hechas para que quepan dos coches, y son larguísimas. Si llego a ir sola no encuentro la salida fijo. Me pegué bien al guía. Pa' por si.
Lo primero que vimos fue el nicho de un tal Romualdito, que tenía varias placas agradeciéndole los favores prestados. Alguien que fue bien majo en vida, pensé. Pero no tenía sentido, porque había placas tanto de 1970 como de 2013. Raro. El guía nos explicó su historia.
Romualdito sigue haciendo furor 70 años después 
Por lo visto Romualdito murió en 1933. No se sabe a lo cierto de qué, él tenía un retraso mental y estaba siempre rondando por la estación de tren, y un día apareció muerto. Ahora bien, hay muchos chilenos que creen en las animitas, personas a las que Dios se ha llevado de manera prematura. Cuanto más inocente fueran en vida (niños, o personas discapacitadas), o más violenta fuera su muerte, más cerca las pone Dios de Él, para compensar. Y este chico cumplía todos los requisitos. Además debía de ser muy efectivo, porque pronto empezó a tener mucha fama. Tanta, que en el lugar donde había muerto, las placas de agradecimiento ocupaban ya siete metros de pared, y había velas ardiendo allí día y noche. Para liberar un poco el espacio, la policía ordenó a un agente que fuera (con nocturnidad y alevosía, para no generar alboroto) y retirara todo. Y esto está probado, que el pobre guardia fue de noche, y no se sabe si el caballo resbaló con la cera de las velas o qué, pero el caso es que se cayó y en la caída aplastó a su jinete y lo mató. Ahí se redobló la fe de los santiaguinos. Romualdito debía de ser poderoso pero de verdad.
Más adelante encontramos otra animita, Carmencita. La historia popular dice que era una muchacha de 15 años llegada de las provincias que se puso a trabajar de camarera en Santiago, y que una noche al volver del trabajo unos maleantes la violaron y la mataron. Durante mucho tiempo se buscó a los agresores, pero nunca se encontraron. Y tiene su explicación. La verdadera historia es que esta chica, sí que vino de provincias, pero se quedó otros 15 años más en Santiago, y en este tiempo se metió en líos de prostitución y al final murió en el hospital de una enfermedad venérea. No se sabe cómo en la historia pasó de ser prostituta a angelito. El caso es que la gente acude a ella cuando quiere pedir algo sobre un menor, sobre todo si se ha extraviado.
En el cementerio el guía me hizo llorar (menos mal que llevaba las gafas de sol puestas) delante de la tumba de un niño que vivió sólo cinco días. Tenía puestas las banderas del 18 (el día de Chile), y es que, según nos explicó, la familia viene a celebrar todos los feriados con él: Navidad, el 18, y por supuesto, su cumpleaños. Y en este día, traen invitaciones para los otros niños “vecinos” (los niños pequeños están enterrados todos juntos en una calle especial) y le dan regalos y eran tan triste lo que tenían escrito en su lápida que tenías que llorar. Muchas de las lápidas tenían juguetes; es un poco como los egipcios, darles algo que les puede ser útil en el Más Allá. Y los niños no son los únicos con los que se celebran los eventos. El cementerio permanece abierto todo el año, incluso en Año Nuevo, por eso precisamente. Más adelante vimos la tumba de un señor repleta de botellas vacías de cerveza. Son de su mujer, que cada vez que viene a verlo se toma una mientras le cuenta las últimas novedades. Tiene una colección espectacular ya, y eso que despejan la lápida de vez en cuando.
Su cerveza favorita es claramente Corona
Más cosas que llaman la atención: hay mausoleos conjuntos, por ejemplo para los carabineros (policías), el ejército, y luego hay sectores dedicados a cada profesión: carpinteros, o zapateros... Y luego llegamos a la parte “chic” del cementerio, porque en Chile hasta aquí son flagrantes las diferencias sociales, y era como una competición para ver quién era el más extravagante o estrafalario. Vi pirámides mayas, iglesias góticas, templos griegos, un Taj Mahal... Todo, a ver quién se hacía el mausoleo más grande o más … eso, raro. Les sobraba el dinero, se veía. Hubo una época en que algunas familias eran absurdamente ricas debido a que exportaban no sé qué material con el que se hacía la pólvora en Europa (con tanta guerra, estaban lógicamente forrados). Pero cuando se descubrió no sé qué material más barato y que los chilenos no tenían, se les jodió el invento y se vieron en la bancarrota de la noche a la mañana. Por eso había muchas construcciones a medio hacer, o mausoleos derruidos por los terremotos, pero la familia actual no puede permitirse gastarse el dinero en eso.
Y por fin llegamos a la tumba de Salvador Allende, dos columnas sobre una base. Entre ellas se ve justo la columna con el Cristo que alguien, probablemente a mala leche, colocó en medio de la avenida (él era ateo). También vi la tumba de otro presi, Aníbal Pinto. El cementerio empezó siendo únicamente católico, pero al final se le unió también el protestante, así que los católicos ahora prefieren enterrarse en otro nuevo, construido para la ocasión.
Acabamos el recorrido en el Quitapenas, bar parecido a casa de rancho donde los familiares matan las penas a base de terremotos, cervezas micheladas, piscos, o cualquiera de las mil bebidas que se pueden tomar aquí.
Esa noche en el hostal me despedí de las alemanas, con pena en el corazón porque cuando estás de viaje parece que los días cuentan como semanas, y las veré en dos meses cuando vuelvan de su periplo por Sudamérica. En el hostal había una fiesta de argentinos, que nos convidaron a un par de litronas. ¿He dicho ya lo que me gustan los hostales?


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