Acudí como convenido al
tour, pero no apareció mi amiga de Valparaíso. Se habría quedado
atascada en el monumental taco (atasco) que se forma a la vuelta de
los puentes aquí. Qué pena, qué se le iba a hacer. Todavía no
habíamos empezado cuando escuchamos unas sirenas desgañitándose y
vimos avanzar furgonetas de la policía seguidos de coches repletos
de gente, con las ventanillas bajadas y el reggaetón a todo trapo.
En casi todos los coches había pintados grafitis. Tuvimos que
esperar a que pasaran todos para cruzar. Le pregunté al guía qué
pasaba. Un funeral, me dijo. ¿Qué? ¿Con regaetón? Y me fijé
mejor en los grafitis, y todos decían cosas como “hasta siempre
Casimiro”, o “te queremos”. Vaya. Concluí que aquí había que
celebrarlo todo. Perfecto.
Comenzamos el recorrido por
el Gabriela Mistral, un edificio que Salvador Allende consiguió
levantar en tiempo récord (270 días) con ayuda sólo de
voluntarios, que venían en turnos de mañana, tarde y noche. Sin
embargo ahora es considerado un edificio de Pinochet, pues él se
instaló aquí mientras restauraba el Palacio de la Moneda, la sede
presidencial que el dictador mismo había bombardeado (con Allende
dentro, claro). Ahora es un centro de artes. De ahí pasamos al cerro
de Santa Lucía, un antiguo fuerte desde el que se puede ver toda la
ciudad, con una fuente a lo Trevi en la entrada, de lo más bonito
que he visto hasta ahora en la capital. Es alucinante que te puedas
subir a una montaña y estar casi en naturaleza de esa manera en
medio de una city como Santiago, tan llena de rascacielos...
Entrada al Fuerte de Santa Lucía
Cuando estoy en una ciudad
nueva me gusta pensar en lo que pasó en esas calles, en esos
edificios que ahora veo. Pasamos por una iglesia un poco curiosa, con
una pared de piedra, otra de ladrillo, un poco de mármol, el techo
de madera. El guía nos explicó que cada vez que la finalizaban
venía un terremoto (aquí hay uno chungo cada veinte años o así) y
la destruía. Así que acabaron renunciando al viejo estilo de
hacerlo todo igual y se limitaron a mantener lo que se salvaba de
cada vez. Y de repente el circuito se tornó más interesante, porque
llegamos al número 38 de la calle Londres. Aquí la Junta de
Pinochet torturaba a todo sospechoso de comunista o un poco
socialista. Había algunos nombres en el suelo, en la acera,
inscritos en placas. Entre los baldosines había también adoquines
blancos y negros, imitando los del interior del recinto, lo último
que los desgraciados veían antes de entrar a la sala del dolor.
Todos los de las placas eran hombres de entre 20 y 25 años. Recuerdo
una conversación que tuve de sobremesa aquí con la Grit y Fred.
Solamente a esa edad, y si todavía no se ha fundado su propia
familia, es que te atreves a arriesgarlo todo por un ideal. Si tienes
que proteger a tu familia, a la mierda los ideales, agachas la cabeza
y punto.
MIR: Movimiento de Izquierda Revolucionaria
Y de ahí al Palacio de la
Moneda, ahora sí reconstruido, y el guía nos explicó cómo fue ese
día de 1973, el aviso a Allende, vamos a bombardear, tienes hasta
mediodía para entregarte y te sacaremos a otro país, y Allende que
se presenta igualmente en el palacio, Allende suicida, porque de ésa
estaba claro que no iba a salir vivo. Los aviones sobrevolando la
plaza, el ejército rodeándola. No había escapatoria. Se sigue sin
saber si se suicidó o lo mataron. Pasó mucho tiempo hasta que se
puedo hacer una autopsia al cuerpo (2007). Hay dos agujeros de bala,
pero no se puede determinar cuál fue primero. Lo que sí se sabe es
que se lo llevaron por una puerta lateral, envuelto en una alfombra o una manta.
El palacio de La Moneda
Una pensaba que todo el
mundo veía a Pinochet como el malo de la película, y esto pasa por
venir con ideas preconcebidas. Ya me di cuenta con el primer taxista
que me encontré. El sentimiento general es que Allende hubiera hecho
de Chile otra Cuba, y EE.UU. les tenía ya en un bloqueo económico
tal que la comida empezaba a faltar. Así que EE.UU. metió la zarpa
como de costumbre y el resto es historia. Lo que contribuye a que no
se tenga tanta tirria a Pinochet es el referéndum que hizo para ver
si seguía gobernando o no. Como se fue calladito y tranquilo, pues
ni tan mal. De EE.UU. también hay otra teoría de conspiración:
que Pablo Neruda poeta, premio Nobel, embajador chileno, amigo de
Allende (y de Lorca por cierto, que estuvo mucho tiempo en España y
de ahí sacó su afición al comunismo) no murió de cáncer justo
una semana después del golpe sino envenenado por la CIA en el
hospital.
En fin, cuando se sale de la
plaza de La Moneda, justo se está al lado ya de la catedral. Pero
primero hay que pasar por una zona donde hay varios “Cafés con
piernas”. Por lo visto el café no se vendía mucho aquí y a
algunos empresarios no se les ocurrió otra que plantar a mujeres
macizorras que sirvieran el café en bikini. Clientela asegurada.
Volviendo a la catedral, es
enorme, quizá la más grande que nunca haya visto, y está situada
en un lugar donde los mapuches ya celebraban sus rituales religiosos
hace dos mil años (hay vestigios de esta época ya). Así que los
cristianos debieron de decidir matar dos pájaros de un tiro, quitar
lo que había y plantar lo suyo. Por la otra puerta se accedía a la
Plaza de Armas, lugar de chilenidad acérrima pero que curiosamente
ahora es el lugar preferido de los inmigrantes peruanos y bolivianos
que están en la ciudad. Ese día había karaoke organizado, y una niñita
se desgañitaba cantando los gorilas de la Melody. Un payaso me
agarró de la muñeca según pasábamos a su vera, y me ordenó que
le diera un beso. No sé que tienen los payasos que no me gustan
nada. Y este menos. Cuando me negué e intenté zafarme, me agarró
más fuerte y me puso una pistola (de plástico, espero, tenía cara
de chungo) en la frente. Me rendí, le di un beso en la mejilla y
salí corriendo. Odio los payasos.
Plaza de Armas. Intenté no sacar a la pseudo-Melody
Subimos a un hostal con una
vista magnífica de la Plaza y ahí concluimos el recorrido. Todos
estábamos deseando degustar los helados de la Emporio de la Rosa,
una de las 25 mejores heladerías del mundo. Fuimos unas cuantas. Me
las volvería a encontrar al día siguiente de fiesta, por cierto.
Qué chico es Santiago a veces.
Entre tanto, al llegar a
casa y coger internet, recibo mensaje de las alemanas de Valparaíso.
Se habían quedado sin autobuses, se venían a Santiago dos días.
¡Bien! Ahora sí que podía hacer turismo en condiciones. Quedamos
al día siguiente en cenar en su hostal. Se iban a instalar en
Bellavista, el barrio medio bohemio que distingue el Santiago “cuico”
(pijo) del... otro. Reencuentro genial, abrimos botella de vino para
celebrar, y mientras cocinamos, aparece un chico inglés. Es su
última noche y trae buena compañía: una botella de cachaça para
hacer caipirinha. Nos miramos, está decidido. A éste lo reclutamos.
Se unen dos danesas más. Me encantan los hostales.
Salimos de cervezas por
Bellavista, y es genial y barato. Me declaro fan incondicional del
barrio. No nos desemelenamos, mañana hay que reencontrarse para el
tour matinal de las tres horas. Hay que estar en forma.
Esta vez el guía es
diferente, más de anécdotas. Me gusta. El recorrido es por el
Santiago típico, el de la gente normal, no los monumentos. Empezamos
por la plaza que lleva el nombre de un corregidor de hace y pico
años. Al tipo le encargaron que hiciera un puente para cruzar el
Mapocho, uno de los ríos que cruza la ciudad. Pero el hombre no era
capaz de acabarlo, porque en cuanto llovía el río de repente venía
en crecida y le ahogaba al personal. Empezó a poner a trabajar a los
prisioneros de la cárcel, pero pronto se le acabaron estos también.
Así que decidió que había que encarcelar a todo quisqui, porque el puente había
que acabarlo. Creó la ley seca, prohibido beber en las calles. Pero
la gente estaba por lo visto demasiado acostumbrada y siguió
haciéndolo, de tal manera que al final consiguió reclutar al
personal que le hacía falta. De material de puente, vistos sus
escrúpulos, probablemente se utilizaran los propios cuerpos de los
ahogados. No se puede comprobar, porque el puente fue destruido después (con
lo que costó acabarlo...).
Tras atravesar el río por
el puente (el que lo sustituyó, que espero diera menos problemas y
que esté constituido íntegramente por materia inorgánica) llegamos
a la zona de mercados. Se puede encontrar de todo allí. El guía nos
dice que le preguntemos sobre lo que no conozcamos, pero no nos
garantiza que él mismo lo vaya a saber. Empezamos por los puestos
peruanos, todos iguales, con los mismos productos, lo mismo una
cebolla que un quitamanchas. Veo patatas y maíces de todos los
colores, y mil productos que ni sospecho lo que pueda ser. A la
tercera pregunta desisto. Mi guía no me puede explicar lo que es
porque no me lo puede comparar a nada que yo conozca. Me tendré que
poner a ahorrar para ir probando todo...
¿Maíz negro? ¿Cebollines? ¿Hmmm?
En los mismos mercados hay
bares y restaurantes de todas las clases, desde antros donde se sirve
comida para llevar hasta restaurantes super elegantes en un mercado
todo precioso cuyo techo tiene una historia particular. Los chilenos
querían uno de hierro forjado, y lo encargaron a Glasgow. En
Montevideo se enteraron y ellos también quisieron el suyo,
culo-veo-culo-quiero (potoveopotoquiero aquí en Chile, que culo suena fatal por lo visto). Los escoceses emocionados. Tanto, que en el momento del envío se equivocaron y ahora en Santiago
tienen un techo con ventanales enormes, apropiados al clima soleado y
cálido de Montevideo, y en la capital uruguaya una cubierta que no
deja pasar ni gota de luz, previsto para contener el fuerte viento
santiaguino. Cosas que pasan.
A la salida probamos un
sopaipilla, una torta mapuche, con una salsa que hubiera podido poner
a arder media ciudad. Madre mía. La siguiente y última parada era
el...cementerio. El General. Sí señor, ése era el colofón del
tour. Qué cenizos son estos santiaguinos, pensé yo.
Pues a día de hoy es lo que
más me gusta de la ciudad. ¡Impresionante! Se calcula que mide lo
que 117 campos de fútbol, que no sé lo que será en hectáreas pero
debe de ser un mogollón. Las calles están hechas para que quepan
dos coches, y son larguísimas. Si llego a ir sola no encuentro la
salida fijo. Me pegué bien al guía. Pa' por si.
Lo primero que vimos fue el
nicho de un tal Romualdito, que tenía varias placas agradeciéndole
los favores prestados. Alguien que fue bien majo en vida, pensé.
Pero no tenía sentido, porque había placas tanto de 1970 como de
2013. Raro. El guía nos explicó su historia.
Romualdito sigue haciendo furor 70 años después
Por
lo visto Romualdito murió en 1933. No se sabe a lo cierto de qué,
él tenía un retraso mental y estaba siempre rondando por la
estación de tren, y un día apareció muerto. Ahora bien, hay muchos
chilenos que creen en las animitas,
personas a las que Dios se ha llevado de manera prematura. Cuanto más
inocente fueran en vida (niños, o personas discapacitadas), o más
violenta fuera su muerte, más cerca las pone Dios de Él, para
compensar. Y este chico cumplía todos los requisitos. Además debía
de ser muy efectivo, porque pronto empezó a tener mucha fama. Tanta,
que en el lugar donde había muerto, las placas de agradecimiento
ocupaban ya siete metros de pared, y había velas ardiendo allí día
y noche. Para liberar un poco el espacio, la policía ordenó a un
agente que fuera (con nocturnidad y alevosía, para no generar
alboroto) y retirara todo. Y esto está probado, que el pobre guardia
fue de noche, y no se sabe si el caballo resbaló con la cera de las
velas o qué, pero el caso es que se cayó y en la caída aplastó a
su jinete y lo mató. Ahí se redobló la fe de los santiaguinos.
Romualdito debía de ser poderoso pero de verdad.
Más
adelante encontramos otra animita,
Carmencita. La historia popular dice que era una muchacha de 15 años
llegada de las provincias que se puso a trabajar de camarera en
Santiago, y que una noche al volver del trabajo unos maleantes la
violaron y la mataron. Durante mucho tiempo se buscó a los
agresores, pero nunca se encontraron. Y tiene su explicación. La
verdadera historia es que esta chica, sí que vino de provincias,
pero se quedó otros 15 años más en Santiago, y en este tiempo se
metió en líos de prostitución y al final murió en el hospital de
una enfermedad venérea. No se sabe cómo en la historia pasó de ser
prostituta a angelito. El caso es que la gente acude a ella cuando
quiere pedir algo sobre un menor, sobre todo si se ha extraviado.
En el cementerio el guía me
hizo llorar (menos mal que llevaba las gafas de sol puestas) delante
de la tumba de un niño que vivió sólo cinco días. Tenía puestas
las banderas del 18 (el día de Chile), y es que, según nos explicó, la familia viene
a celebrar todos los feriados con él: Navidad, el 18, y por
supuesto, su cumpleaños. Y en este día, traen invitaciones para los
otros niños “vecinos” (los niños pequeños están enterrados
todos juntos en una calle especial) y le dan regalos y eran tan
triste lo que tenían escrito en su lápida que tenías que llorar.
Muchas de las lápidas tenían juguetes; es un poco como los
egipcios, darles algo que les puede ser útil en el Más Allá. Y los
niños no son los únicos con los que se celebran los eventos. El
cementerio permanece abierto todo el año, incluso en Año Nuevo, por
eso precisamente. Más adelante vimos la tumba de un señor repleta
de botellas vacías de cerveza. Son de su mujer, que cada vez que
viene a verlo se toma una mientras le cuenta las últimas novedades.
Tiene una colección espectacular ya, y eso que despejan la lápida
de vez en cuando.
Su cerveza favorita es claramente Corona
Más cosas que llaman la
atención: hay mausoleos conjuntos, por ejemplo para los carabineros
(policías), el ejército, y luego hay sectores dedicados a cada
profesión: carpinteros, o zapateros... Y luego llegamos a la parte
“chic” del cementerio, porque en Chile hasta aquí son flagrantes
las diferencias sociales, y era como una competición para ver quién
era el más extravagante o estrafalario. Vi pirámides mayas,
iglesias góticas, templos griegos, un Taj Mahal... Todo, a ver quién
se hacía el mausoleo más grande o más … eso, raro. Les sobraba
el dinero, se veía. Hubo una época en que algunas familias eran
absurdamente ricas debido a que exportaban no sé qué material con
el que se hacía la pólvora en Europa (con tanta guerra, estaban
lógicamente forrados). Pero cuando se descubrió no sé qué
material más barato y que los chilenos no tenían, se les jodió el
invento y se vieron en la bancarrota de la noche a la mañana. Por
eso había muchas construcciones a medio hacer, o mausoleos derruidos
por los terremotos, pero la familia actual no puede permitirse
gastarse el dinero en eso.
Y
por fin llegamos a la tumba de Salvador Allende, dos columnas sobre
una base. Entre ellas se ve justo la columna con el Cristo que
alguien, probablemente a mala leche, colocó en medio de la avenida
(él era ateo). También vi la tumba de otro presi, Aníbal Pinto. El
cementerio empezó siendo únicamente católico, pero al final se le
unió también el protestante, así que los católicos ahora
prefieren enterrarse en otro nuevo, construido para la ocasión.
Acabamos
el recorrido en el Quitapenas, bar parecido a casa de rancho donde
los familiares matan las penas a base de terremotos, cervezas micheladas,
piscos, o cualquiera de las mil bebidas que se pueden tomar aquí.
Esa
noche en el hostal me despedí de las alemanas, con pena en el
corazón porque cuando estás de viaje parece que los días cuentan
como semanas, y las veré en dos meses cuando vuelvan de su periplo
por Sudamérica. En el hostal había una fiesta de argentinos, que
nos convidaron a un par de litronas. ¿He dicho ya lo que me gustan
los hostales?
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