Por
fin llegó el viernes y como había hecho tantas horas en la semana
tenía derecho a tres días libres. ¿Qué hacer cuando no hay nada
ni nadie en Santiago? Grit, mi host-mother, me dio la idea:
Valparaíso. A sólo 100km de Santiago, siempre hay autobuses,
Patrimonio de la Humanidad... Todo ventajas, vaya. Pillé un hotel
por Internet y allá me fui. Tenía pensado ir haciendo fotos por el
camino, pero a quién quería engañar. Nada más montarme me dormí
y me tuvieron que sacudir cuando llegamos para avisarme.
En
la oficina de turismo me recomendaron coger un trolebús, un autobús
super antiguo también protegido por la UNESCO y que funciona con
electricidad. Decadente, como toda la ciudad, y muy pintoresco. Me
bajé donde una torre con reloj, justo donde se coge el ascensor que
sube al cerro de la Concepción. Muy prácticos estos ascensores en
una ciudad que está situada en plena montaña. Éste en cuestión
sonaba como si las maderas estuvieran resquebrajándose de arriba a
abajo y no inspiraba mucha confianza, pero ya era demasiado tarde
para dar marcha atrás. Llegué sin incidentes, por lo visto jamás
ha habido ningún problema con estos bichos.
Ejemplo muy gráfico de por qué se prefiere tomar el ascensor
Cuando
me asignaron el dormitorio en el hostal, justo llegaban una japonesa
y tres alemanas, y más tarde otro chileno de Santiago. Ya tenía
amigos para las vacaciones. Primero me fui yo sola a pasearme por los
cerros. Dos de ellos, el de Concepción y el Alegre, son Patrimonio,
y es una gozada pasear por ellos y ver los grafitis (algunos
geniales, otros... no
comments)
en las paredes, las vistas a otras partes de la ciudad, y por
supuesto el océano.
Grafiti "no comments". Pobre quien viva ahí.
Tanto me abstraje en hacer fotos y en tomar las
calles que más bonitas me parecían que por supuesto a la media hora
no tenía ni idea de dónde estaba y llegaba tarde para el tour que
me habían aconsejado hacer (el típico tip tour, tres horas en las
que un guía te explica la ciudad a base de anécdotas la mar de
interesantes y al final tú le das la propina que te parece). Después
de dar unas dos mil vueltas, subir y bajar no sé cuántos peldaños,
por una carambola llegué. Allí me encontré con la japonesa.
Calle típica de cerro, con el Pacífico al fondo
Menos
mal que hice el tour, porque si no no habría podido comprender nunca
todo lo que significó Valparaíso, y eso que yo ya conocía algo por
los libros de Isabel Allende.
La
ciudad nació como un puerto (de hecho, a su gente se la conoce como
“porteños”), y se hizo muy importante a partir de la fiebre de
oro en California de 1848, cuando era paso obligado de todos los
europeos que acababan de pasar el temible Cabo de Hornos para
descansar y reponer fuerzas antes de liarse con el pico y la pala en
las minas. Llegó a ser tan rica que ahí se creó el primer banco
chileno, y tenía una calle, la actual calle Serrano, que era la más
pija de toda América Latina. Pero todo eso se acabó de sopetón
cuando se construyó el Canal de Panamá en 1914, haciendo
innecesario bajar hasta el Cabo de Hornos. Y Valparaíso empezó su
decadencia. Desde que es UNESCO es aún peor, porque para restaurar
los edificios tiene que hacerse según ciertas condiciones que lo
hacen la mar de caro. Por ejemplo, el que iba a ser un hotel de todo
lujo que jamás llegó a acabarse, sigue en plena Plaza Sotomayor y
nadie lo retoma, porque no es rentable restaurarlo(lo cuida una
viejecita de 80 años que lo mantiene lo más limpio posible, no
comments de nuevo). Pero claro, sin la UNESCO se habría perdido
el encanto de la ciudad. Ejemplo, hay un edificio en esa misma plaza
(la más céntrica) que pertenece a una naviera. El edificio en
tiempos debió de ser precioso, pero a la compañía no se le ocurrió
otra cosa que coronarlo con un cubo de cristal ultramoderno y
ultrahorroroso. Para evitar que atrocidades como ésta volvieran a
ocurrir, la UNESCO intervino.
Edificio mitad clásico mitad...cristal, con banderitas para mejorar el conjunto
Toda
esa zona, la inmediatamente cercana al puerto, es zona ganada al
océano. Se fueron arrojando todo tipo de materiales hasta realizar
la plataforma en la que se encuentra la plaza y los edificios
colindantes. Una línea de ladrillos rojos indica hasta dónde
llegaba el océano antiguamente. Los pesimistas dicen que algún día
el océano recuperará lo que era suyo. Mientras, lo que sí es
cierto es que la zona está plagada de carteles que alertan sobre el
peligro de tsunamis e indican las vías de evacuación más cercanas.
Hoy he soñado que un tsunami barría mi casa por cierto. Otra cosa curiosa es... los bomberos. Hay 16 compañías diferentes, cada una perteneciente a un país: EE.UU, Alemania, hasta Arabia Saudí. Cada colonia que se instalaba no quería ser menos que los otros extranjeros y fundaba la suya propia. Cuando hay un incendio se coordinan todos (debe de ser un maremagnum estupendo) y por cierto, lo hacen por amor al arte, o sea que después de estar todo el día de guardia, no ven ni un peso. Eso es voluntariado y lo demás boberías.
Vista de 360º de la plaza Sotomayor, donde está la estatua de Arturo Prat y los edificios principales
Desde
el puerto se podía ver el barco insignia de la marina chilena y
otros tres buques de guerra. Impresionantes. Nada que ver con el
barquito de madera del pobre Arturo Prat (hay una calle/avenida suya
con estatua de propina en cada pueblo chileno). Es el héroe
nacional, aunque él de por sí no ganó nada. En la guerra de 1879,
Chile se enfrentaba a la vez a Perú y Bolivia, y llevaba las de
perder. Sobre todo en lo naval. Perú tenía un poderoso navío de
hierro y a vapor fabricado en Inglaterra, la crème de la crème de
los barcos, y Chile sólo barcos de madera con propulsión de...
velas. Y en uno de estos, el Esmeralda, se fue a enfrentar el capitán
Prat contra el otro monstruo. Visto que las posibilidades eran nulas,
la solución que Prat escogió fue abordar el barco. Total, estaban
muertos ya. Entró en cubierta el primero y según las versiones, o
fue el único que saltó al otro barco, o le siguieron sólo diez
marineros. Sea como sea, enseguida se lo cargaron de un tiro en la
cabeza, pero el capitán peruano se quedó tan conmovido por su
heroicidad que contó la proeza, y la proeza llegó a oídos del
resto de chilenos, y seguro que el pobre capitán peruano si lo sabe
se calla, porque se supone que fue lo que dio brío y fuerza a los
chilenos para seguir el ejemplo de su héroe y darle la vuelta al
curso de la guerra para acabar ganándola. Por eso Prat no fue un
héroe de los normales.
Siguiendo
el recorrido subimos a los cerros y empezamos a ver grafitis y tags
por todas partes en una furiosa competición. Y lo es. Por lo visto
hay una ley no escrita entre bandas, según la cual si hay un grafiti
en una pared, un tagger no puede dibujar su firma. Y viceversa. Por
eso algunos propietarios hablan con grafiteros para que les decoren
las paredes, antes de acabar con un tag horrible en la fachada. Lo
que pasa es que no todos son precisamente obras de arte, y a veces yo
no tenía muy claro qué era peor. Otros eran geniales: una réplica
de los Girasoles
de Van Gogh, un retrato de Allende... espectaculares, en serio.
"Freestyle Girasoles". Autor, desconocido.
El
tour acabó con un pisco sauer, bebida típica la mar de rica, y de
ahí partí a por empanadas y cerveza. Cada noche en el hostal la
gente se reúne y a veces se sale de fiesta juntos. Esa noche todavía
había fondas en un parque (se festejan los cinco días de feriado
seguido), así que decidimos ir todos juntos. El chileno lideraba el
grupo, y nos guió hasta la parada de autobuses. El conductor que nos
tocó se debía de pensar que estaba en Fórmula 1, porque nos llevó
cerro arriba y abajo a una velocidad de espanto (irónico que en
todas las ventanas hubiera cartelitos de “máxima velocidad, 50,
por su seguridad”). Una montaña rusa me hubiera resultado mucho
más apacible. Salimos medio mareados de los tumbos y nos encontramos
con un parque precioso, lleno de carpas y atracciones de ferias, todo
lleno de colorines. En las carpas se podía beber terremoto, bailar
cueca, jugar a derribar tarros, comer... Paraíso, vaya. Nos fuimos
pronto y sin probar a bailar la cueca, porque las alemanas todavía
se recuperaban del jet-lag.
Al
día siguiente, como ya habíamos recorrido lo más importante, nos
dedicamos a pasear por el puerto y por los cerros que daban a él.
Tomamos el ascensor más bonito, vimos el museo naval, volvimos a
comer empanada, nos sentamos en el puerto rodeadas de perros
callejeros mientras las comíamos.
En un mercado de antigüedades
compré el “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de
Pablo Neruda, otro de los importantes. Me quedan por conocer sus tres
casas, auténticas atracciones turísticas aquí. Pero antes, ya
tenía un nuevo plan: hacer los dos tours de tres horas de Santiago,
que era una vergüenza haber conocido antes Valparaíso. La japonesa
iba al día siguiente a Santiago y quedarnos en hacerlo de nuevo
juntas. Y para rematar, volví en coche a Santiago, porque el chileno
también se venía ese día. Qué bien me salió el finde en Valpo.
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