Monday 2 December 2013

Subida al cerro, bajada a la playa


Hace mil que no escribo. ¿Pereza? ¡No! Nuevos proyectos. Sí, ahora estoy en serio con un doctorado (madre mía en los pantanos en que me meto), y entre medias ha habido elecciones en Chile y también me he metido a empollarlas para poder escribir sobre el tema. Así que mi pequeño diario ha pagado el pato. Me quedé en la super semana que tuve con vida social a tope, y el viernes pagué las consecuencias. Me levanté con ansias y dolor de cabeza. Esa noche había quedado con mis chilenas de la India a una fiesta y no pude ir. Cómo estaría Sevilla cuando no quería ni trigo. Y al día siguiente había quedado con Helen, otra au pair cuyos “padres” son mejores amigos de los míos y cuyos niños son de la edad de los míos. Vamos, que íbamos a pasar muuucho tiempo juntas. El plan era subir al cerro San Cristóbal, y yo me volví a levantar con ansias, ¿qué mierda de virus era ése? Fui, por no quedarme en casa que ya me daba depresión, nos bajamos en Bellavista (¡mi barrio!) y empezamos a andar dirección cerro. OMG la subida que nos esperaba, quiero creer que era el smog por lo que estaba tan cansada porque si no qué bajón. A ver, era un cerro plantado en medio de la ciudad, de repente subir 800m así a pelo, con campo cuando todavía había rascacielos por encima de nuestras cabezas, y aún así qué maravilla esa ilusión de aire puro. Tuvimos que parar dos veces a recuperarnos, mientras niños de poco más de metro de altura pasaban a nuestro lado al trote, gritando y riendo. Malditos. Yo entre el cansancio, las ganas de potar y el smog, estaba en una forma estupenda. Menos mal que con la muchacha no había silencios incómodos y no paramos de parlotear (ella más, que yo iba asfixiada), si no me hubiera tirado colina abajo. Y cuando por fin llegamos, era muy raro estar ahí rodeada de edificios, joder qué grande es Santiago, hasta donde nos llegaba la vista sólo era gris de puro construido, y también es verdad que la vista no llegaba muy lejos, que el smog lo diluía todo. Helen se empeñó en tomarse un mote con huesillos, mis alemanas me habían explicado que parecía un cerebro y a veces sabía como tal, así que en atención a mi delicado estado tripero me abstuve. Eso sí, no le hice ascos a unas palomitas que vendían dos puestos más allá y que olían de maravilla. ¿Qué? Eso ya sabía yo que no me iba a hacer daño...

Para bajar decidimos hacer la gracia y tomar caminos nuevos, senderos que fueran pintorescos, para estar más en contacto con la naturaleza, el medio ambiente, el canto de los pájaros y, como vimos 50m más adelante, el suelo. El sendero pintoresco se tornó traicionero, con arena muy muy finita, un poco hijoputesca diría yo, ideal para romperte la crisma mientras ruedas en caída libre por un caminito prácticamente vertical que, para acabar de arreglarlo todo, terminaba justito en la carretera. Pero ya no podíamos volver, qué pereza subir a cuatro patas, y qué palo a nuestro orgullo desandar lo andado, así que agarrándonos a las ramas de cuanto arbusto o árbol pillábamos fuimos bajando. Cuando llegamos abajo no nos habíamos caído ni una vez, pero las piernas me temblaban y me tenía que sentar. El plan era ir directamente a una fiesta en un sitio a tomar por Cleta, una fiesta de la primavera, con exposiciones alternativas, música... el plan ideal si estás en forma, claro. Lo que no era el caso. Me reuní con Helen y una amiga suya en Quinta Normal (ya hablaré de ella, qué excelente sitio!) y tuvimos que pillar taxi porque aquello no había quien lo encontrara. Al llegar era un evento pequeño pero muy lindo (y barato, algo raro en Santiago). No pude quedarme a la música porque me estaba muriendo. La vuelta la hice en el 503, el mismo bus que podía coger desde Bellavista hasta mi casa. Una chilena lo llama el autobús mágico, y tiene razón, dondequiera que me encuentre lo puedo pillar y me deja en la puerta de casa. Nótese que ya estoy dejando de utilizar el verbo “coger”, de insidiosas connotaciones por estas tierras.

Al día siguiente había planazo: ¡Algarrobo! Que, fuera de lo cateto del nombre, es una playa super chula, y yo me moría de ganas de tocar el Pacífico y ver si era verdad que había cubitos de hielo flotando -toda la gente decía que el agua estaba helada y no había quien se metiera. El viaje no lo podía hacer con mi familia porque como venía una prima también nuestro coche iba lleno, así que acabé en el auto de una amiga, que yo conocía por la fiesta de cumpleaños; ese día me enseñó a hacer el pino sin apoyarme en la pared (es profe de capoeira). Durante el viaje fuimos contando batallitas y las suyas se llevaron la palma: por lo visto hace poco se enteró de que su abuelo japonés, instalado en Méjico, había sido espía nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo visto Japón, optimistas ellos, pretendía invadir Estados Unidos a través de Méjico si la guerra le iba bien. Y esto lo descubrieron sólo porque un primo lo leyó por casualidad en un libro, donde había un capítulo entero dedicado al abuelo, quien tenía un rancho justo en la frontera con USA. Muy estratégico todo.

Una vez en la playa no esperé por nadie; me quité los zapatos y eché a correr hacia el océano como un ratón, dando mal ejemplo porque los niños corrían detrás de mí dando tropezones en la arena, en el agua, casi se ahogan... maldita sea, qué mal llevo lo de dar ejemplo. El agua tampoco estaba tan mal, ni siquiera vi pingüinos, que en ese lugar a veces se avistan. Y de repente ya era la hora de comer y aproveché para tomar los ostiones, esa especie de ostras que quise probar nada más por la gracia que me hacía el nombre, y daba un poco de aprensión, sobre todo al tacto. Jugué con los niños, ola arriba ola abajo, después de que casi se los llevaran un golpe de mar un par de veces inventé nueva regla: si la ola te toca, pierdes, así que CORRE. La peque se me quedó dormida en los brazos en un paseo que di por la playa, y a la vuelta pensé que yo me quedaría dormida en el coche de puro cansancio, pero entre la conversación y el CD de música que había puesto no pude. Eran canciones infantiles, y salió una que me cantaba mi abuelo cuando yo era niña. Me emocioné muchísimo. Por cierto, ¿sabíais que la canción “Ay ay ayayyyy, canta y no llores...”, viene de la Península, del s. XVI, y que se exportó entonces tanto a Brasil como el resto de Latinoamérica? Lo que no se sabe es de dónde viene, si de España o Portugal, pero mira que es vieja...

A partir de esa semana empecé a ir al parque de niños por las tardes, y acabé formando parte de un grupito, que al fin y al cabo siempre estamos las mismas. Las nanas se suelen poner por un lado, peruanas, y las mamás, chilenas o gringas, por otro. Yo me suelo poner con las gringas, desde que encontré una española allí con su niñita (qué aspavientos, qué alegría, como si nunca hubiéramos visto un español antes), menos cuando viene Rosa, nuestra nana que también viene a veces con los niños que cuida a otra familia; todas la queremos tanto que siempre vamos a buscarla. Rosa no es una nana común. Cuando acabó el primer curso de Administración decidió venirse a Chile, aunque fuera de nana, porque ganaría más dinero. Ya se ha casado aquí así que aquí se queda, y me encanta porque tenemos conversaciones muy interesantes, como cuando me pregunta irónicamente que qué aprendemos nosotros de la conquista de América, porque por lo menos ella aprendió que fuimos unos cabroncetes en Perú, y yo le digo que sí, que somos conscientes, pero que ya qué le vamos a hacer. “Y si se llevaron tanta plata de allí, ¿cómo es que ahora están en crisis?” “Puf, dónde andará esa plata ya, Rosa...”.

El viernes aún no había hecho nada de turismo y quise ir al museo de la Memoria. Salí del metro desorientada y le pregunté a dos mujeres dónde estaba. Y ahí me quedé una hora hablando con una de ellas, Marilita. Qué personaje. Es pastelera y comunista. Su padre a veces colaboraba con los militares y ellas misma se casó con uno, y dice que, aunque las cosas nunca se dijeran aquí, ella aprendió a mirar. Del museo aprendí que efectivamente en el régimen eran unos ases a la hora de ocultar información. Pero ya hablaré de eso en otra ocasión.

Monday 21 October 2013

Curiosidades de Santiago


Acudí como convenido al tour, pero no apareció mi amiga de Valparaíso. Se habría quedado atascada en el monumental taco (atasco) que se forma a la vuelta de los puentes aquí. Qué pena, qué se le iba a hacer. Todavía no habíamos empezado cuando escuchamos unas sirenas desgañitándose y vimos avanzar furgonetas de la policía seguidos de coches repletos de gente, con las ventanillas bajadas y el reggaetón a todo trapo. En casi todos los coches había pintados grafitis. Tuvimos que esperar a que pasaran todos para cruzar. Le pregunté al guía qué pasaba. Un funeral, me dijo. ¿Qué? ¿Con regaetón? Y me fijé mejor en los grafitis, y todos decían cosas como “hasta siempre Casimiro”, o “te queremos”. Vaya. Concluí que aquí había que celebrarlo todo. Perfecto.

Comenzamos el recorrido por el Gabriela Mistral, un edificio que Salvador Allende consiguió levantar en tiempo récord (270 días) con ayuda sólo de voluntarios, que venían en turnos de mañana, tarde y noche. Sin embargo ahora es considerado un edificio de Pinochet, pues él se instaló aquí mientras restauraba el Palacio de la Moneda, la sede presidencial que el dictador mismo había bombardeado (con Allende dentro, claro). Ahora es un centro de artes. De ahí pasamos al cerro de Santa Lucía, un antiguo fuerte desde el que se puede ver toda la ciudad, con una fuente a lo Trevi en la entrada, de lo más bonito que he visto hasta ahora en la capital. Es alucinante que te puedas subir a una montaña y estar casi en naturaleza de esa manera en medio de una city como Santiago, tan llena de rascacielos...
Entrada al Fuerte de Santa Lucía

Cuando estoy en una ciudad nueva me gusta pensar en lo que pasó en esas calles, en esos edificios que ahora veo. Pasamos por una iglesia un poco curiosa, con una pared de piedra, otra de ladrillo, un poco de mármol, el techo de madera. El guía nos explicó que cada vez que la finalizaban venía un terremoto (aquí hay uno chungo cada veinte años o así) y la destruía. Así que acabaron renunciando al viejo estilo de hacerlo todo igual y se limitaron a mantener lo que se salvaba de cada vez. Y de repente el circuito se tornó más interesante, porque llegamos al número 38 de la calle Londres. Aquí la Junta de Pinochet torturaba a todo sospechoso de comunista o un poco socialista. Había algunos nombres en el suelo, en la acera, inscritos en placas. Entre los baldosines había también adoquines blancos y negros, imitando los del interior del recinto, lo último que los desgraciados veían antes de entrar a la sala del dolor. Todos los de las placas eran hombres de entre 20 y 25 años. Recuerdo una conversación que tuve de sobremesa aquí con la Grit y Fred. Solamente a esa edad, y si todavía no se ha fundado su propia familia, es que te atreves a arriesgarlo todo por un ideal. Si tienes que proteger a tu familia, a la mierda los ideales, agachas la cabeza y punto.
MIR: Movimiento de Izquierda Revolucionaria

Y de ahí al Palacio de la Moneda, ahora sí reconstruido, y el guía nos explicó cómo fue ese día de 1973, el aviso a Allende, vamos a bombardear, tienes hasta mediodía para entregarte y te sacaremos a otro país, y Allende que se presenta igualmente en el palacio, Allende suicida, porque de ésa estaba claro que no iba a salir vivo. Los aviones sobrevolando la plaza, el ejército rodeándola. No había escapatoria. Se sigue sin saber si se suicidó o lo mataron. Pasó mucho tiempo hasta que se puedo hacer una autopsia al cuerpo (2007). Hay dos agujeros de bala, pero no se puede determinar cuál fue primero. Lo que sí se sabe es que se lo llevaron por una puerta lateral, envuelto en una alfombra o una manta. 
El palacio de La Moneda

Una pensaba que todo el mundo veía a Pinochet como el malo de la película, y esto pasa por venir con ideas preconcebidas. Ya me di cuenta con el primer taxista que me encontré. El sentimiento general es que Allende hubiera hecho de Chile otra Cuba, y EE.UU. les tenía ya en un bloqueo económico tal que la comida empezaba a faltar. Así que EE.UU. metió la zarpa como de costumbre y el resto es historia. Lo que contribuye a que no se tenga tanta tirria a Pinochet es el referéndum que hizo para ver si seguía gobernando o no. Como se fue calladito y tranquilo, pues ni tan mal. De EE.UU. también hay otra teoría de conspiración: que Pablo Neruda poeta, premio Nobel, embajador chileno, amigo de Allende (y de Lorca por cierto, que estuvo mucho tiempo en España y de ahí sacó su afición al comunismo) no murió de cáncer justo una semana después del golpe sino envenenado por la CIA en el hospital.

En fin, cuando se sale de la plaza de La Moneda, justo se está al lado ya de la catedral. Pero primero hay que pasar por una zona donde hay varios “Cafés con piernas”. Por lo visto el café no se vendía mucho aquí y a algunos empresarios no se les ocurrió otra que plantar a mujeres macizorras que sirvieran el café en bikini. Clientela asegurada.

Volviendo a la catedral, es enorme, quizá la más grande que nunca haya visto, y está situada en un lugar donde los mapuches ya celebraban sus rituales religiosos hace dos mil años (hay vestigios de esta época ya). Así que los cristianos debieron de decidir matar dos pájaros de un tiro, quitar lo que había y plantar lo suyo. Por la otra puerta se accedía a la Plaza de Armas, lugar de chilenidad acérrima pero que curiosamente ahora es el lugar preferido de los inmigrantes peruanos y bolivianos que están en la ciudad. Ese día había karaoke organizado, y una niñita se desgañitaba cantando los gorilas de la Melody. Un payaso me agarró de la muñeca según pasábamos a su vera, y me ordenó que le diera un beso. No sé que tienen los payasos que no me gustan nada. Y este menos. Cuando me negué e intenté zafarme, me agarró más fuerte y me puso una pistola (de plástico, espero, tenía cara de chungo) en la frente. Me rendí, le di un beso en la mejilla y salí corriendo. Odio los payasos.
Plaza de Armas. Intenté no sacar a la pseudo-Melody

Subimos a un hostal con una vista magnífica de la Plaza y ahí concluimos el recorrido. Todos estábamos deseando degustar los helados de la Emporio de la Rosa, una de las 25 mejores heladerías del mundo. Fuimos unas cuantas. Me las volvería a encontrar al día siguiente de fiesta, por cierto. Qué chico es Santiago a veces.

Entre tanto, al llegar a casa y coger internet, recibo mensaje de las alemanas de Valparaíso. Se habían quedado sin autobuses, se venían a Santiago dos días. ¡Bien! Ahora sí que podía hacer turismo en condiciones. Quedamos al día siguiente en cenar en su hostal. Se iban a instalar en Bellavista, el barrio medio bohemio que distingue el Santiago “cuico” (pijo) del... otro. Reencuentro genial, abrimos botella de vino para celebrar, y mientras cocinamos, aparece un chico inglés. Es su última noche y trae buena compañía: una botella de cachaça para hacer caipirinha. Nos miramos, está decidido. A éste lo reclutamos. Se unen dos danesas más. Me encantan los hostales.

Salimos de cervezas por Bellavista, y es genial y barato. Me declaro fan incondicional del barrio. No nos desemelenamos, mañana hay que reencontrarse para el tour matinal de las tres horas. Hay que estar en forma.

Esta vez el guía es diferente, más de anécdotas. Me gusta. El recorrido es por el Santiago típico, el de la gente normal, no los monumentos. Empezamos por la plaza que lleva el nombre de un corregidor de hace y pico años. Al tipo le encargaron que hiciera un puente para cruzar el Mapocho, uno de los ríos que cruza la ciudad. Pero el hombre no era capaz de acabarlo, porque en cuanto llovía el río de repente venía en crecida y le ahogaba al personal. Empezó a poner a trabajar a los prisioneros de la cárcel, pero pronto se le acabaron estos también. Así que decidió que había que encarcelar a todo quisqui, porque el puente había que acabarlo. Creó la ley seca, prohibido beber en las calles. Pero la gente estaba por lo visto demasiado acostumbrada y siguió haciéndolo, de tal manera que al final consiguió reclutar al personal que le hacía falta. De material de puente, vistos sus escrúpulos, probablemente se utilizaran los propios cuerpos de los ahogados. No se puede comprobar, porque el puente fue destruido después (con lo que costó acabarlo...).

Tras atravesar el río por el puente (el que lo sustituyó, que espero diera menos problemas y que esté constituido íntegramente por materia inorgánica) llegamos a la zona de mercados. Se puede encontrar de todo allí. El guía nos dice que le preguntemos sobre lo que no conozcamos, pero no nos garantiza que él mismo lo vaya a saber. Empezamos por los puestos peruanos, todos iguales, con los mismos productos, lo mismo una cebolla que un quitamanchas. Veo patatas y maíces de todos los colores, y mil productos que ni sospecho lo que pueda ser. A la tercera pregunta desisto. Mi guía no me puede explicar lo que es porque no me lo puede comparar a nada que yo conozca. Me tendré que poner a ahorrar para ir probando todo...
¿Maíz negro? ¿Cebollines? ¿Hmmm?
En los mismos mercados hay bares y restaurantes de todas las clases, desde antros donde se sirve comida para llevar hasta restaurantes super elegantes en un mercado todo precioso cuyo techo tiene una historia particular. Los chilenos querían uno de hierro forjado, y lo encargaron a Glasgow. En Montevideo se enteraron y ellos también quisieron el suyo, culo-veo-culo-quiero (potoveopotoquiero aquí en Chile, que culo suena fatal por lo visto). Los escoceses emocionados. Tanto, que en el momento del envío se equivocaron y ahora en Santiago tienen un techo con ventanales enormes, apropiados al clima soleado y cálido de Montevideo, y en la capital uruguaya una cubierta que no deja pasar ni gota de luz, previsto para contener el fuerte viento santiaguino. Cosas que pasan.
A la salida probamos un sopaipilla, una torta mapuche, con una salsa que hubiera podido poner a arder media ciudad. Madre mía. La siguiente y última parada era el...cementerio. El General. Sí señor, ése era el colofón del tour. Qué cenizos son estos santiaguinos, pensé yo.
Pues a día de hoy es lo que más me gusta de la ciudad. ¡Impresionante! Se calcula que mide lo que 117 campos de fútbol, que no sé lo que será en hectáreas pero debe de ser un mogollón. Las calles están hechas para que quepan dos coches, y son larguísimas. Si llego a ir sola no encuentro la salida fijo. Me pegué bien al guía. Pa' por si.
Lo primero que vimos fue el nicho de un tal Romualdito, que tenía varias placas agradeciéndole los favores prestados. Alguien que fue bien majo en vida, pensé. Pero no tenía sentido, porque había placas tanto de 1970 como de 2013. Raro. El guía nos explicó su historia.
Romualdito sigue haciendo furor 70 años después 
Por lo visto Romualdito murió en 1933. No se sabe a lo cierto de qué, él tenía un retraso mental y estaba siempre rondando por la estación de tren, y un día apareció muerto. Ahora bien, hay muchos chilenos que creen en las animitas, personas a las que Dios se ha llevado de manera prematura. Cuanto más inocente fueran en vida (niños, o personas discapacitadas), o más violenta fuera su muerte, más cerca las pone Dios de Él, para compensar. Y este chico cumplía todos los requisitos. Además debía de ser muy efectivo, porque pronto empezó a tener mucha fama. Tanta, que en el lugar donde había muerto, las placas de agradecimiento ocupaban ya siete metros de pared, y había velas ardiendo allí día y noche. Para liberar un poco el espacio, la policía ordenó a un agente que fuera (con nocturnidad y alevosía, para no generar alboroto) y retirara todo. Y esto está probado, que el pobre guardia fue de noche, y no se sabe si el caballo resbaló con la cera de las velas o qué, pero el caso es que se cayó y en la caída aplastó a su jinete y lo mató. Ahí se redobló la fe de los santiaguinos. Romualdito debía de ser poderoso pero de verdad.
Más adelante encontramos otra animita, Carmencita. La historia popular dice que era una muchacha de 15 años llegada de las provincias que se puso a trabajar de camarera en Santiago, y que una noche al volver del trabajo unos maleantes la violaron y la mataron. Durante mucho tiempo se buscó a los agresores, pero nunca se encontraron. Y tiene su explicación. La verdadera historia es que esta chica, sí que vino de provincias, pero se quedó otros 15 años más en Santiago, y en este tiempo se metió en líos de prostitución y al final murió en el hospital de una enfermedad venérea. No se sabe cómo en la historia pasó de ser prostituta a angelito. El caso es que la gente acude a ella cuando quiere pedir algo sobre un menor, sobre todo si se ha extraviado.
En el cementerio el guía me hizo llorar (menos mal que llevaba las gafas de sol puestas) delante de la tumba de un niño que vivió sólo cinco días. Tenía puestas las banderas del 18 (el día de Chile), y es que, según nos explicó, la familia viene a celebrar todos los feriados con él: Navidad, el 18, y por supuesto, su cumpleaños. Y en este día, traen invitaciones para los otros niños “vecinos” (los niños pequeños están enterrados todos juntos en una calle especial) y le dan regalos y eran tan triste lo que tenían escrito en su lápida que tenías que llorar. Muchas de las lápidas tenían juguetes; es un poco como los egipcios, darles algo que les puede ser útil en el Más Allá. Y los niños no son los únicos con los que se celebran los eventos. El cementerio permanece abierto todo el año, incluso en Año Nuevo, por eso precisamente. Más adelante vimos la tumba de un señor repleta de botellas vacías de cerveza. Son de su mujer, que cada vez que viene a verlo se toma una mientras le cuenta las últimas novedades. Tiene una colección espectacular ya, y eso que despejan la lápida de vez en cuando.
Su cerveza favorita es claramente Corona
Más cosas que llaman la atención: hay mausoleos conjuntos, por ejemplo para los carabineros (policías), el ejército, y luego hay sectores dedicados a cada profesión: carpinteros, o zapateros... Y luego llegamos a la parte “chic” del cementerio, porque en Chile hasta aquí son flagrantes las diferencias sociales, y era como una competición para ver quién era el más extravagante o estrafalario. Vi pirámides mayas, iglesias góticas, templos griegos, un Taj Mahal... Todo, a ver quién se hacía el mausoleo más grande o más … eso, raro. Les sobraba el dinero, se veía. Hubo una época en que algunas familias eran absurdamente ricas debido a que exportaban no sé qué material con el que se hacía la pólvora en Europa (con tanta guerra, estaban lógicamente forrados). Pero cuando se descubrió no sé qué material más barato y que los chilenos no tenían, se les jodió el invento y se vieron en la bancarrota de la noche a la mañana. Por eso había muchas construcciones a medio hacer, o mausoleos derruidos por los terremotos, pero la familia actual no puede permitirse gastarse el dinero en eso.
Y por fin llegamos a la tumba de Salvador Allende, dos columnas sobre una base. Entre ellas se ve justo la columna con el Cristo que alguien, probablemente a mala leche, colocó en medio de la avenida (él era ateo). También vi la tumba de otro presi, Aníbal Pinto. El cementerio empezó siendo únicamente católico, pero al final se le unió también el protestante, así que los católicos ahora prefieren enterrarse en otro nuevo, construido para la ocasión.
Acabamos el recorrido en el Quitapenas, bar parecido a casa de rancho donde los familiares matan las penas a base de terremotos, cervezas micheladas, piscos, o cualquiera de las mil bebidas que se pueden tomar aquí.
Esa noche en el hostal me despedí de las alemanas, con pena en el corazón porque cuando estás de viaje parece que los días cuentan como semanas, y las veré en dos meses cuando vuelvan de su periplo por Sudamérica. En el hostal había una fiesta de argentinos, que nos convidaron a un par de litronas. ¿He dicho ya lo que me gustan los hostales?


Monday 30 September 2013

VALPARAÍSO

Por fin llegó el viernes y como había hecho tantas horas en la semana tenía derecho a tres días libres. ¿Qué hacer cuando no hay nada ni nadie en Santiago? Grit, mi host-mother, me dio la idea: Valparaíso. A sólo 100km de Santiago, siempre hay autobuses, Patrimonio de la Humanidad... Todo ventajas, vaya. Pillé un hotel por Internet y allá me fui. Tenía pensado ir haciendo fotos por el camino, pero a quién quería engañar. Nada más montarme me dormí y me tuvieron que sacudir cuando llegamos para avisarme.
En la oficina de turismo me recomendaron coger un trolebús, un autobús super antiguo también protegido por la UNESCO y que funciona con electricidad. Decadente, como toda la ciudad, y muy pintoresco. Me bajé donde una torre con reloj, justo donde se coge el ascensor que sube al cerro de la Concepción. Muy prácticos estos ascensores en una ciudad que está situada en plena montaña. Éste en cuestión sonaba como si las maderas estuvieran resquebrajándose de arriba a abajo y no inspiraba mucha confianza, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Llegué sin incidentes, por lo visto jamás ha habido ningún problema con estos bichos.

Ejemplo muy gráfico de por qué se prefiere tomar el ascensor 
Cuando me asignaron el dormitorio en el hostal, justo llegaban una japonesa y tres alemanas, y más tarde otro chileno de Santiago. Ya tenía amigos para las vacaciones. Primero me fui yo sola a pasearme por los cerros. Dos de ellos, el de Concepción y el Alegre, son Patrimonio, y es una gozada pasear por ellos y ver los grafitis (algunos geniales, otros... no comments) en las paredes, las vistas a otras partes de la ciudad, y por supuesto el océano. 

Grafiti "no comments". Pobre quien viva ahí.
Tanto me abstraje en hacer fotos y en tomar las calles que más bonitas me parecían que por supuesto a la media hora no tenía ni idea de dónde estaba y llegaba tarde para el tour que me habían aconsejado hacer (el típico tip tour, tres horas en las que un guía te explica la ciudad a base de anécdotas la mar de interesantes y al final tú le das la propina que te parece). Después de dar unas dos mil vueltas, subir y bajar no sé cuántos peldaños, por una carambola llegué. Allí me encontré con la japonesa.

 Calle típica de cerro, con el Pacífico al fondo
 Menos mal que hice el tour, porque si no no habría podido comprender nunca todo lo que significó Valparaíso, y eso que yo ya conocía algo por los libros de Isabel Allende.
La ciudad nació como un puerto (de hecho, a su gente se la conoce como “porteños”), y se hizo muy importante a partir de la fiebre de oro en California de 1848, cuando era paso obligado de todos los europeos que acababan de pasar el temible Cabo de Hornos para descansar y reponer fuerzas antes de liarse con el pico y la pala en las minas. Llegó a ser tan rica que ahí se creó el primer banco chileno, y tenía una calle, la actual calle Serrano, que era la más pija de toda América Latina. Pero todo eso se acabó de sopetón cuando se construyó el Canal de Panamá en 1914, haciendo innecesario bajar hasta el Cabo de Hornos. Y Valparaíso empezó su decadencia. Desde que es UNESCO es aún peor, porque para restaurar los edificios tiene que hacerse según ciertas condiciones que lo hacen la mar de caro. Por ejemplo, el que iba a ser un hotel de todo lujo que jamás llegó a acabarse, sigue en plena Plaza Sotomayor y nadie lo retoma, porque no es rentable restaurarlo(lo cuida una viejecita de 80 años que lo mantiene lo más limpio posible, no comments de nuevo). Pero claro, sin la UNESCO se habría perdido el encanto de la ciudad. Ejemplo, hay un edificio en esa misma plaza (la más céntrica) que pertenece a una naviera. El edificio en tiempos debió de ser precioso, pero a la compañía no se le ocurrió otra cosa que coronarlo con un cubo de cristal ultramoderno y ultrahorroroso. Para evitar que atrocidades como ésta volvieran a ocurrir, la UNESCO intervino.
Edificio mitad clásico mitad...cristal, con banderitas para mejorar el conjunto
Toda esa zona, la inmediatamente cercana al puerto, es zona ganada al océano. Se fueron arrojando todo tipo de materiales hasta realizar la plataforma en la que se encuentra la plaza y los edificios colindantes. Una línea de ladrillos rojos indica hasta dónde llegaba el océano antiguamente. Los pesimistas dicen que algún día el océano recuperará lo que era suyo. Mientras, lo que sí es cierto es que la zona está plagada de carteles que alertan sobre el peligro de tsunamis e indican las vías de evacuación más cercanas. Hoy he soñado que un tsunami barría mi casa por cierto. Otra cosa curiosa es... los bomberos. Hay 16 compañías diferentes, cada una perteneciente a un país: EE.UU, Alemania, hasta Arabia Saudí. Cada colonia que se instalaba no quería ser menos que los otros extranjeros y fundaba la suya propia. Cuando hay un incendio se coordinan todos (debe de ser un maremagnum estupendo) y por cierto, lo hacen por amor al arte, o sea que después de estar todo el día de guardia, no ven ni un peso. Eso es voluntariado y lo demás boberías.

Vista de 360º de la plaza Sotomayor, donde está la estatua de Arturo Prat y los edificios principales
Desde el puerto se podía ver el barco insignia de la marina chilena y otros tres buques de guerra. Impresionantes. Nada que ver con el barquito de madera del pobre Arturo Prat (hay una calle/avenida suya con estatua de propina en cada pueblo chileno). Es el héroe nacional, aunque él de por sí no ganó nada. En la guerra de 1879, Chile se enfrentaba a la vez a Perú y Bolivia, y llevaba las de perder. Sobre todo en lo naval. Perú tenía un poderoso navío de hierro y a vapor fabricado en Inglaterra, la crème de la crème de los barcos, y Chile sólo barcos de madera con propulsión de... velas. Y en uno de estos, el Esmeralda, se fue a enfrentar el capitán Prat contra el otro monstruo. Visto que las posibilidades eran nulas, la solución que Prat escogió fue abordar el barco. Total, estaban muertos ya. Entró en cubierta el primero y según las versiones, o fue el único que saltó al otro barco, o le siguieron sólo diez marineros. Sea como sea, enseguida se lo cargaron de un tiro en la cabeza, pero el capitán peruano se quedó tan conmovido por su heroicidad que contó la proeza, y la proeza llegó a oídos del resto de chilenos, y seguro que el pobre capitán peruano si lo sabe se calla, porque se supone que fue lo que dio brío y fuerza a los chilenos para seguir el ejemplo de su héroe y darle la vuelta al curso de la guerra para acabar ganándola. Por eso Prat no fue un héroe de los normales.
Siguiendo el recorrido subimos a los cerros y empezamos a ver grafitis y tags por todas partes en una furiosa competición. Y lo es. Por lo visto hay una ley no escrita entre bandas, según la cual si hay un grafiti en una pared, un tagger no puede dibujar su firma. Y viceversa. Por eso algunos propietarios hablan con grafiteros para que les decoren las paredes, antes de acabar con un tag horrible en la fachada. Lo que pasa es que no todos son precisamente obras de arte, y a veces yo no tenía muy claro qué era peor. Otros eran geniales: una réplica de los Girasoles de Van Gogh, un retrato de Allende... espectaculares, en serio.

"Freestyle Girasoles". Autor, desconocido.
El tour acabó con un pisco sauer, bebida típica la mar de rica, y de ahí partí a por empanadas y cerveza. Cada noche en el hostal la gente se reúne y a veces se sale de fiesta juntos. Esa noche todavía había fondas en un parque (se festejan los cinco días de feriado seguido), así que decidimos ir todos juntos. El chileno lideraba el grupo, y nos guió hasta la parada de autobuses. El conductor que nos tocó se debía de pensar que estaba en Fórmula 1, porque nos llevó cerro arriba y abajo a una velocidad de espanto (irónico que en todas las ventanas hubiera cartelitos de “máxima velocidad, 50, por su seguridad”). Una montaña rusa me hubiera resultado mucho más apacible. Salimos medio mareados de los tumbos y nos encontramos con un parque precioso, lleno de carpas y atracciones de ferias, todo lleno de colorines. En las carpas se podía beber terremoto, bailar cueca, jugar a derribar tarros, comer... Paraíso, vaya. Nos fuimos pronto y sin probar a bailar la cueca, porque las alemanas todavía se recuperaban del jet-lag.

Al día siguiente, como ya habíamos recorrido lo más importante, nos dedicamos a pasear por el puerto y por los cerros que daban a él. Tomamos el ascensor más bonito, vimos el museo naval, volvimos a comer empanada, nos sentamos en el puerto rodeadas de perros callejeros mientras las comíamos. 

En un mercado de antigüedades compré el “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda, otro de los importantes. Me quedan por conocer sus tres casas, auténticas atracciones turísticas aquí. Pero antes, ya tenía un nuevo plan: hacer los dos tours de tres horas de Santiago, que era una vergüenza haber conocido antes Valparaíso. La japonesa iba al día siguiente a Santiago y quedarnos en hacerlo de nuevo juntas. Y para rematar, volví en coche a Santiago, porque el chileno también se venía ese día. Qué bien me salió el finde en Valpo.

Sunday 22 September 2013

DIARIOS DE SANTIAGO

Y aquí estoy en un nuevo viaje. En América del Sur. ¡Por fin! Tenía unas ganas de locas de visitar un lugar que estuviera bien lejos, algo que fuera totalmente nuevo. Pero necesitaba también algo de back-up en caso de que algo fuera mal. Por eso Chile era perfecto. Tengo unos cuantos amigos que había conocido en la India viviendo aquí. De hecho, la gran mayoría son prácticamente mis vecinos, a unas pocas cuadras (medida chilena) de mi casa. Ironías de la vida.
Viajo ahora en una nueva modalidad. Se llama au pair y es super práctico. Tengo mi refugio del guerrero en pleno Santiago, en el barrio pijo, y desde aquí me moveré todo lo que pueda. La parte que era arriesgada era la familia, pero ya estoy tranquilizada. Mi familia es de lo más maja. Mis monstruitas son lo más tierno y terremoto que he conocido. Noemi tiene tres años y le lleva una cabeza al resto de sus compañeros de clase, herencia alemana sin duda. Habla español (chileno), alemán y francés, y a veces los mezcla los tres en la misma frase, y se pilla un berrinche si no la entiendo. La pequeña, Anaelle, hará un año mañana y sus padres la llaman Godzilla, no digo más. Destruye todo lo que pilla y cuando la oigo llegar gateando a todo trapo me pongo a temblar. Cuando come parece que ha pasado un tornado por su silla. Se empeña en comer sola utilizando cuchillo y tenedor y los resultados son catastróficos. A veces se pegan porrazos y se chillan la una a la otra, pero cuando Noemi le da la mitad de su galleta a la peque o juegan juntas se me cae la baba. Al padre aún no lo conozco, trabaja en el observatorio internacional del desierto de Atacama (he de ir!!), y la madre es lo más dulce del mundo, preocupada de que esté cansada cuando lleva el día entero con las niñas y la han despertado seis veces a lo largo de la noche, ¿seré una buena madre? se pregunta siempre, y yo pienso que sí. Cuando las niñas se acuestan cenamos solas y vemos Big Bang Theory, y nos tomamos una (o más) copa de buen vino chileno diciéndonos que nos lo hemos merecido.
Llegar aquí no fue fácil, me pillé el viaje más barato que por supuesto incluía unas 27 horas de viaje y dos paradas, una en Nueva York y otra en Miami. En Nueva York yo estaba temiendo la aduana, porque era 11 de septiembre y no era buen día para entrar. Mis temores se vieron confirmados cuando veo que la gente va pasando los controles y a mí el guardia me dice...que le siga a otra sala. Mierda, pienso. Ahora es cuando se ponen a registrarme y me hacen fotografías con un pijama a rayas. Pero no. Resulta que tengo apellido de traficante mejicano (Rodríguez) y por eso tengo que contestar un par de preguntas más (¿soy terrorista? ¿llevo algún AK47 en la maleta?). Cuando acabo, la mitad de los pasajeros españoles también están en la sala. Maldita sea, qué poco originales somos con los apellidos.
A trancas y barrancas y como una perfecta zombi aterrizo en Santiago. El piloto nos recomienda que admiremos por la ventana izquierda del avión (por supuesto yo voy en la derecha): el espectáculo de las cumbres de los Andes, sobrepasando las nubes. Precioso.

  Costanera Center
La primera semana se me fue en cuidar a las niñas y dar pequeñas vueltas por el barrio. Vivo en Las Condes, el barrio pijo, y se nota enseguida, con sus rascacielos acristalados, las avenidas enormes y bien cuidadas, y el Costanera Center ahí plantado en medio, el edificio más grande de Santiago, en el que sólo funciona el Mall de momento, porque se sigue disputando qué hotel se quedará con la parte de arriba y sus fantásticas vistas.
Al ser las fiestas nacionales, es obligatorio poner la bandera en todo edificio público y de apartamentos. Si no, multa. Es difícil no ser patriótico aquí.
Lo que me gusta de Santiago es que, estés donde estés, ves montañas enormes, blancas las de los Andes, verdes las de los cerros, que para eso son más modestas en altura. Lo peor, es que al estar para todos los efectos en un agujero, y con toda la contaminación que hay, siempre hay smog, una neblina que puede hacer parecer según el día que la nieve de las montañas es de color gris. Eso, y que la primera semana tuvimos una ola de frío polar, fue mi bienvenida a Santiago.
También eran las fiestas nacionales, con lo que de repente Santiago se vació. Todas mis amigas se fueron al sur o a la playa, y yo tenía el cumpleaños del padre y de la peque. El cumple, con todos los colegas astrónomos, parecía que estábamos en plena Big Bang Theory. Yo, acomplejada, porque todos los niños eran perfectos trilingües y algunos además expertos en dar saltos mortales. Un chico de 7 años me habló muy serio sobre la reencarnación, me recomendó un par de películas de terror (porque el resto son insulsas y no dan miedo) y me comentó cómo Bob Marley había llegado a ser su cantante favorito. Estos niños son de otro planeta.
El domingo Grit nos llevó a visitar la viña Casas del Bosque. Probamos el Tanino Sauer, una bebida con limón la mar de rica, nos hicieron un mini tour para explicarnos cómo fabricaban un vino que lleva dos años consecutivos ganando el premio al mejor tinto chileno, y nos tumbamos en unas hamacas al lado de unos americanos copa de vino en una mano y puro en la otra a disfrutar del sol. Sentaba bien salir de Santiago.
Viña “Casas del bosque”
A todo esto, me había perdido cómo celebran los chilenos las fiestas nacionales, así que me dispuse a ir a un parque y ver las famosas fondas que todo el mundo me había aconsejado visitar. Sólo entrar al parque costaba 4 lucas (1 luca = 1000 pesos = 1'5€). En Santiago se paga por todo. Ya podía ser buena la fiesta. Me incrusté a un par de catalanes que me había encontrado en el autobús y que me dieron esquinazo en cuanto pudieron. Para mí que eran pareja y yo no era una presencia bienvenida. Para olvidar me fui a comer una empanada de esas típicas y beber un terremoto, vino dulce con helado flotando (de ahí el nombre), con granadina y Fernat, un licor de 40º. Eso lo descubrí después. Sólo una maceta y ya andaba como flotando.
En la fonda había un escenario y una especia de mega tablao para bailar la cueca, la danza nacional. Se hace con un pañuelo y el principio es que los hombres tienen que moverse como si fueran gallos conquistando a una gallina, y las mujeres, cual aves, dejarse querer. Así que tienen una serie de vueltas, zapateos y flirteos con pañuelos que a mí me parecieron la mar de complicados. Era muy tierno porque allí se sacaba a bailar a todo el mundo, mayores con peques, daba igual si se conocían o no, y la gente lo daba todo. Después vi caballos a lo lejos y automáticamente fui a ver qué pasaba.
Niños vestidos típicamente bailan cueca
Había una demostración de caballos puros chilenos. Participaba el ejército, indios mapuches, bailarines clásicos y también otros procedentes de la isla de Pascua. El efecto total era fascinante y allí me quedé más de una hora viendo cómo los soldados hacían bailar sus caballos junto con los danzarines de a pie de tierra y todo al ritmo de la música, cómo los indios salían a galope a pelo y tiraban lanzas a monigotes, o los conducían de pie, o daban volteretas. Era precioso. El caballo chileno no tanto, la verdad es que si fueran un poco más grandes el efecto hubiera sido aún mayor, pero no se puede tener todo.
Mapuche a lomos de un caballo

Me fui temprano a casa. Al día siguiente empezaban mis días libres, y al fin y al cabo tampoco era plan de quedarme de fiesta a lo Massiel yo conmigo misma. Así que a las nueve en casa, a tiempo para una cena sibarita con los padres. Perfecto. 

Monday 14 May 2012

A través del desierto


El australiano (Shannon) ya estaba en Jaisalmer, y habíamos quedado en encontrarnos en el hotel en el que yo pensaba alojarme. Pero como nos había abordado aquel hombre en el autobús, y viendo que sin el australiano no íbamos a quedarnos en su hotel, mandó a su hermano a buscarlo. Me lo encontré en el roof-top , la terraza del hotel, sentado en una especie de mesa-cama gigante recubierta de cojines y con una tabla en el medio. Aquí comeríamos, jugaríamos a las cartas o desvariaríamos. Junto al australiano, un belga y un holandés.
Todos queríamos hacer el safari a camello. En Jaisalmer es una de las dos cosas que hay que hacer sí o sí. La otra es recorrer el fuerte. No queríamos que el paseo fuera el típico que le hacen a todos los turistas, y además nuestra intención era pasar la noche en el desierto. Según el tío, nos llevaría a ochenta kilómetros, al desierto verdadero, cogeríamos allí los camellos y andaríamos en dirección a la frontera de Pakistán (Jaisalmer es de los últimos pueblos al oeste de India). Veríamos un pueblo destruido de cuando los conflictos entre ambos países, una especie de Guernika indio, y también los puestos militares fronterizos. Regateamos bien porque amenazamos con irnos con el del hotel de al lado, y quedamos en salir al día siguiente tempranito. Iríamos nueve: dos alemanas, un belga, un suizo, dos holandeses, Shannon, Sheila y yo.
Mientras, aprovechamos para conocer la ciudad. Qué calor hacía, cómo se notaba que estábamos al ladito del desierto. Por lo visto, en junio, justo antes del monzón, allí llegan a los cincuenta y pico grados. Menos mal que todavía era primavera.
En Jaisalmer se da una especial circunstancia: la marihuana es legal. Hay una tienda que vende el famoso Especial Lassi, y sólo ahí está autorizado por el gobierno... pero no era ésta. Antes de vendernos nada, se empeñaron en explicarnos que legítimamente ellos eran los que tenían el derecho a venderlo, como llevaban haciendo muchos años, pero justo éste otra tienda había untado al gobierno para que sólo ellos tuvieran la autorización para la venta, y además les habían robado el nombre. Incluso nos enseñaron un vídeo en youtube en el que algunos artistas famosos que habían estado allí denunciaban lo que ellos consideraban un atraco.

La tienda “original” del Especial Lassi

También hacían galletas. Pero nosotros estábamos llenos de curiosidad por el lassi, y allá que fuimos a probarlo. Sheila se pilló un baby lassi, para principiantes, y Shannon y yo compartimos uno fuerte. El belga se pilló uno intermedio. Ahora sí estábamos preparados para visitar la villa.

El fuerte de Jaisalmer

A la media hora nos empezaron a dar ataques de risa. Cualquier tontería nos parecía la mar de graciosa, y el australiano y el belga decían pero que muchas, así que fue una buena tarde. Me empeñé en ver el templo Jain, otra religión que hay en la India, porque al final me vuelvo sin ver ninguno, pero nos señalaban para un lado, nos lo pasábamos, nos indicaban de nuevo, lo volvíamos a pasar, y así recorrimos la calle arriba y abajo del orden de cinco veces sin descubrirlo. Al final nos pusimos en plan práctico y decidimos que tampoco valdría tanto la pena si no éramos capaces de distinguirlo del resto de casas y alegremente pasamos a otra cosa. El fuerte estaba construido en piedra caliza marrón, traída del desierto, así como todo lo que había dentro. Se nota mucho la diferencia con una ciudad como Kolkata, porque allí no hay piedras, y sólo pueden construir con barro o ladrillo. Jaisalmer era muy rica y muy limpia. Había otro festival, pero ese día no había ninguna celebración, sólo el siguiente. Qué pena, porque no podríamos verlo. Volvimos al hotel, echamos unas cartas y a dormir.
A las ocho al día siguiente once personas, contando con el dueño del hotel y un ayudante, nos montamos en el jeep que nos llevaría al desierto. Estábamos por sacar las piernas por las ventanas, de lo apretados que íbamos. Hicimos una parada en una aldea típica, sin mayor interés que el de ver cómo vivían allí, y esa gente debía de estar muy acostumbrada a los turistas porque según nos vieron llegar, una horda de niños bajó corriendo.


Olían a sudor y a cabras, y nos pedían chips, cookies, rupias, querían meter la mano en nuestros bolsos... Casi pierdo la paciencia, porque eran abrumadores. Pero al final hice migas con algunos y con una incluso intercambié una especie de especia para mascar por un pedazo de galleta. El pueblo, por cierto, de aspecto desolador.

La niña con la que hice el trato

En la siguiente parada nos esperaba un nutrido grupo de personas y camellos. Nos pusieron un discreto turbante color naranja fosforescente y sin más preámbulo nos subieron cada uno a un camello. Cada guía llevaba tres camellos; con una cuerda llevaba al primero, el segundo iba atado a éste, y el tercero al segundo.
Casi nos caímos todos cuando los animales se levantaron. Lo hacen en tres tiempos, y si no estás preparado, te viertes sin remedio de la silla para abajo. Y qué altos eran los bichos. Daba vértigo. Encima, su paso era muy difícil y a los dos minutos vi claro y cristalino que la siguiente mañana me iba a morir por las agujetas. No quería imaginar lo que sería trotar con ese animalito.
A los diez minutos lo vi en directo. De repente, oí ese ruido que para mí es el anticipo de una desgracia: animales asustados corriendo. Un camello se había puesto a trotar y a los otros dos que iban atados a él no les quedó más remedio que hacer lo mismo. El último, en el que iba la alemana con la que compartí el autobús, se espantó y empezó a botarse. La vi resbalar de la silla, quedarse un momento suspendida en el camello, y finalmente caer al suelo. El animal le pasó por encima, pegándole una patada en la cabeza.
Los guías se quedaron como petrificados. No reaccionaban, y nosotros nos pusimos a gritar que nos bajaran. Pasaron segundos preciosos y ella seguía inmóvil y nosotros arriba en nuestros camellos, impotentes. Volví a chillar que me bajaran y mi guía salió de su estupor e hizo inclinarse al animal. Salté al suelo, sorteé camellos a la carrera y llegué donde estaba la muchacha. Justo se estaba incorporando. La sangre le chorreaba por la cara, y vi que tenía una brecha en la cabeza. Tenía los ojos abiertos pero los ponía en blanco. Le di cachetadas porque no respondía a mis preguntas, pero no reaccionó. Entonces llegó el resto y todo el mundo empezó a hacer recomendaciones, y sólo le estábamos agobiando más. Al final, decidimos tumbarla de lado, hacerle espacio, y dos indios, todavía confusos, se pusieron a abanicarla con una toalla, con el ímpetu del que no sabe qué mejor cosa hacer.
Les dijimos que llamaran a un médico. Llamamos y dijeron que tardaría veinte minutos. Al rato preguntamos qué tal era el hospital de Jaisalmer, y ellos dijeron que por qué, si el médico le atendería allí mismo. Seguramente le pondría un vendaje en la cabeza y sin perder más tiempo seguiríamos con el safari.
A todo esto, la muchacha ni nos reconocía, ni recordaba lo que había pasado, y de repente se le había olvidado el inglés. Ni lo hablaba ni parecía enterarse de lo que decíamos. Menos mal que estaban allí la otra alemana y el belga, que podían comunicarse con ella. Por eso, casi matamos a los guías cuando nos dijeron tal cosa. Les exigimos que llamaran YA a la ambulancia. Luego nos dijeron que iban a venir los del hotel, pero sin doctor. ¿Tan difícil era que la llevaran al hospital Y viniera un doctor? Pues no, por lo visto tenía que ser una cosa o la otra.
A la chica le preguntamos si podía mover piernas y brazos, y Sheila, que es psicóloga, recomendó que revisáramos si tenía bien la memoria. Y es que preguntaba todo el rato lo mismo, y cuando le dijimos para recordar un par de nombres (Pepe y Juan, propuse en un arrebato de originalidad, quizá no los más indicados para una alemana) al minuto los había olvidado. Estábamos todos temblando todavía. Luego nos dimos cuenta de que ella sólo estaba bajo el shock; tenía el hombro y la mano doloridos por haberse apoyado al caer, y la herida en la cabeza era superficial. Al cabo de un rato ya nos reconocía, y no dejaba de apretar la mano de la otra alemana. Estaba muy asustada y lloraba. Intentamos hacerle bromas, porque el dichoso dueño del hotel se hacía de rogar para llegar.
Al final apareció y la otra alemana la acompañó al hospital. Sheila y los holandeses dijeron que no pensaban seguir después de lo que había pasado. El resto decidimos continuar con el safari, porque nos apetecía mucho. Estábamos el australiano, el belga, el suizo y yo, y estaba segura de que la excursión serían unas risas.
Partimos y pronto llegamos a una aldea, donde hicimos una rápida parada.

Mujeres yendo a buscar agua a un depósito fuera de la aldea

Luego ya era la hora de comer, así que nos detuvimos a la sombra de un árbol, extendimos una manta y ayudamos (o ralentizamos, según se mire) a quitar las sillas a los camellos, atadas mediante un complejo sistema de nudos y cuerdas. Los guías, Shalim y el resto, se pusieron a cocinar verduras y chapati. Este chapati lo aplastaban con las manos, a falta del rodillo que está en toda casa india. Me puse a hacerlos también y si en casa de Raj fue desastroso, aquí fue aún peor. Mientras, estábamos de palique con ellos.


Eran musulmanes e hindúes, y Shalim dijo que en el desierto todos eran hermanos, que incluso comían carne juntos. Trabajaban para el mismo jefe, que era el hermano del dueño del hotel. El hombre este tenía 29 camellos, lo que significaba que debía de ser muy rico.
Ellos eran de otra aldea, más en el desierto... desierto, y les pregunté si podrían sobrevivir allá bien. Me dijo que por supuesto. Y sus camellos también. Primero, porque pueden estar hasta tres semanas sin beber. Almacenan el agua en la joroba y si ven que van a conseguir agua antes se ponen a orinar para vaciar la que ya tienen. Fue muy gracioso después, cuando paramos en un pozo; según iban bebiendo, todos a la par iban meando. Shalim explicó que ellos también eran un poco como los camellos; podía beber una sola vez y aguantar todo el día.
Emocionada por tener delante mía a un verdadero tuareg del desierto, le pregunté una duda que me corroía desde hacía mucho: ¿es verdad que se puede dormir encima de un camello cuando esté andando? ¿Lo había hecho él? Me miró raro, como con desconfianza, y me dijo, pues claro, ¿tú no serías capaz? Si me ato con ocho cuerdas para asegurarme que no me rompo la crisma, entonces quizás, pensé yo.
Después de la comida nos echamos una siesta mientras ellos reagrupaban y cargaban los camellos (estábamos en plan señoritingo, lo admito, pero con el calor que hacía, y todo lo que habíamos comido, nos parecía imposible movernos). Cuando partimos, en vez de ir a horcajadas, me puse de lado en la montura, a lo amazonas, para cambiar de posición y así no tener tantas agujetas luego. Pero no podía hacer fuerza con las piernas y me tenía que agarrar todo el rato, así que preferí ahorrarme el estrés y volver a la posición normal, sin pensar mucho en los dolores posteriores.
En la siguiente parada, unas mujeres sacaban agua a cubos de un pozo con varios metros de hondo y daban de beber así a sus vacas, que venían corriendo según las veían cuerda en mano.

Una mujer dando de beber a uno de nuestros guías tras haber saciado a su rebaño

No había mucha agua y el proceso era muy lento. Yo me moría de la sed. Mi agua embotellada estaba a temperatura ambiente, unos 40º; y por mucho que bebiera (iba ya por los cinco litros ese día, y os juro que no exagero), mi sensación de sed no se mitigaba. Vi a Shalim beber del cubo y le pedí que me diera a mí también. Total, si puedo beber un par de buches de agua del grifo india, puedo beber con más razón de un pozo que está en medio del desierto, lejos de toda contaminación. Ésta estaba fresquísima y me supo a gloria. Los de mi grupo se escandalizaron al verme. Bah. ¡Envidiosos!

Unos niños aparecieron en el pozo y nuestros guías los montaron en sus camellos

Y justo al lado empezaron las verdaderas dunas. Vi unas camas apiladas unas encima de otras y le pregunté a Shalim que quién vivía ahí, porque por la zona había muchos campamentos de gitanos y ése tenía toda la pinta de ser uno de ellos.

Shalim

Me contestó que era nuestro camping. Ah. Esta vez no nos dejaron desensillar y nos mandaron a hacer la croqueta por las dunas, o sea, a tirarnos duna abajo. Quisimos también ver el atardecer, pero está claro que el sol indio nunca está disponible cuando yo lo necesito, porque palideció hasta desaparecer antes de esconderse detrás de las dunas. Menos mal que hicimos esta foto antes de que eso pasara.


Así que, con mucho entusiasmo, nos tiramos de cabeza duna abajo. Tuvimos arena hasta en los sitios más intrincados de nuestros cuerpos y salimos mareados, pero fue muy divertido. Cenamos verduras hervidas en masala con arroz y chapati, que era el mejor que jamás había probado, quizás por ser más ancho y estar cocinado al fuego. De repente apareció un señor cargando un saco, y pensé con fastidio que no era posible que incluso en medio del desierto nos vinieran también a vender cosas. Sonó un tintineo de botellas. No podía ser... pero... ¡si! ¡Cerveza! Quizá no del todo fresca, pero era justo lo que necesitábamos en ese momento. Con ellas en mano, nos pusimos alrededor de la hoguera para cantar cada uno lo que supiera.

Preparando la candela para cocinar la cena

Nuestros tres guías se pusieron a entonar canciones musulmanas, como las de la llamada de la mezquita (Allaaaaaaaaaaaaaaaah... Akbar!!!), así, a tres voces, cada uno a su bola y a ver quién cantaba más alto, con lo que nosotros no podíamos contener la risa. El australiano nos sorprendió cantando composiciones de rap de su propia cosecha, que sonaban muy bien, y el belga hacía la batería golpeando con un palo un bidón de plástico y una botella de cristal de cerveza.
De repente nos dimos cuenta de que en realidad estábamos muertos y queríamos irnos a la cama. A mí me hacía mucha ilusión dormir en un colchón sobre la arena y bajo las estrellas, la mar de bucólico todo, así que pregunté a Shalim si me picarían escorpiones o serpientes. Depende de la suerte que tengas, me dice tan pancho. Pero... ¿es muy peligroso?, insistí, aunque interiormente ya había decidido lo que iba a hacer, y él contestó que los escorpiones no, que a él ya le habían picado varios, pero las serpientes eran MUY venenosas. Bueno, esa mañana había quedado clarísimo que si algo pasaba íbamos apañados, primero por puro estar en medio del desierto y segundo por los reflejos especialmente lentos de los que esta gente disfrutaba. Así que me resigné a dormir en la cama, mucho más seguro, y las juntamos Shannon, Mukti (el belga) y yo, y el suizo no, porque en todo el viaje siempre estuvo un poco aparte, según yo por ser mayor, según Mukti por puro ser suizo.
Toda la noche estuvimos escuchando a los camellos rumiar su comida. Empezó como un ruidito constante a lo lejos, pero poco a poco se fue acercando y cuando me quise dan cuenta tenía uno prácticamente al lado de mi cama. Y toda la noche erre que erre, que el bolo digestivo o como se llame para cuando llegara al estómago ya tenía que estar más que destrozado.
Fue muy agradable dormir con la brisa del desierto dándonos en la cara, lo único que no habíamos tapado con las mantas, porque por fin, después de una jornada de calor asfixiante, hacía fresquito.


Amanecí con mi trasero a escasos centímetros de la arena, porque había un agujero en el somier de plastiquete de la cama. Apareció un niño conduciendo un par de camellos -menudo tráfico había aquí, esto parecía el centro de Manhattan- y trajo una botella de leche, así que Shalim se puso a hervirnos chai. El desayuno, soberbio. Unas treinta tostadas para nosotros cuatro y de repente lo veo cocinando una especie de pasta al fuego. ¿Qué leches era eso? Porridge, me aclaró, y yo me emocioné muchísimo. Siempre lo había visto en todos los menús de restaurantes indios y sabía que era algo típico inglés porque una compañera mía de piso lo tomaba, y siempre quise probarlo, pero no me atrevía. Mira tú por dónde, mi primera vez iba a ser en el desierto. Fantástico. Le echaron plátano, le dieron un par de vueltas más en la cazuela y me lo sirvieron.
Asqueroso. Insulso pero aún así de mal sabor, no sé cómo explicarlo. Entonces, me concentré en las tostadas. Teníamos incluso mermelada. Qué apañados eran estos guías nuestros.
A ver, a todo esto, era muy raro que ellos estuvieran continuamente yendo y viniendo, que no dejaran de aparecer lugareños y mil cosas más. Según Shalim, estábamos a 23km de la frontera pakistaní, pero a mí me extrañaba porque en vez de ir al oeste habíamos estado yendo más bien hacia el sur. La cámara del australiano tenía GPS, pero justo en ese lugar no funcionaba. Pues qué bien. Nunca está cuando se la necesita. Por la noche habíamos visto dos luces como de pueblos. Shalim (líder de los guías y el que mejor hablaba inglés, por eso hablo de él todo el rato) dijo que uno era una aldea gipsy, gitana (hay que recordar que los gitanos son oriundos del norte de India y que de ahí partieron hacia el resto del mundo; de hecho, para mí la música y la manera de cantar que hay aquí me recuerda un poco al sur de España), y las otras luces, una base militar india.
Volvimos a montar y fuimos a ver de lejos la supuesta base. Yo tenía la sensación de que estábamos dando vueltas por el mismo sitio. De hecho, en un par de ocasiones volvimos a ver dos guías de los que ya nos habíamos despedido, pero cuando se lo preguntamos a Shalim, se nos ofendió muchísimo.
A todo esto, yo quería trotar, porque todo el rato al paso con los camellos, con el calor, atonta al más avispado; Shalim ya me había llevado el día anterior y había visto que no había problema. Ahora también se apuntaron el australiano y el suizo. Mukti se abstuvo, después de lo que había pasado con la alemana. Así que trotamos y de repente mi camello, que iba atado al de Shannon, se soltó, y la cuerda fue a golpear al animal, que empezó a encabritarse y a punto estuvo de tirarlo, pero Shannon se agarró bien y el guía tuvo tiempo de llegar y calmarlo.


Cogió la cuerda y bajó al mío para volver a colocarla. Para bajar al camello emitían un sonidito, ye, ye, y el camello doblaba primero las patas de delante y luego las de detrás en dos tiempos, primero flexionándolas hacia dentro y después hacia fuera. Son animales muy flexibles estos bichos. Y qué cara tan graciosa tienen. Sobre todo Kalu, mi camello el segundo día (el primero era Álex, que emitía un olor pero que muy fuerte -y nada agradable- a tres kilómetros a la redonda). Kalu tenía la nariz torcida y media dentadura al aire, y yo tengo una teoría de por qué había acabado así.

Kalu

Cuando son pequeñitos, nos contaron los guías, les hacen sendos agujeros en plan piercing al lado de los orificios nasales, para colocar ahí dos clavos a los que atar las riendas. No llevan cabezada como los caballos. Creo que a Kalu no le pincharon bien y le fastidiaron algún nervio, por eso tenía la boca caída. Otra cosa, los camellos que hacen marchas en el desierto son todos machos. Por lo visto, las hembras son mucho menos resistentes, así que solo las quieren para la reproducción.
El sistema este del clavo y la cuerda a veces no es muy fiable, porque ésta es tan fina que si se tira fuerte de ella se rompe, o se desata. Y mi camello se volvió a soltar una segunda vez, y ahora sí que decidió seguir por su cuenta, y yo, que iba sin riendas y no podía saltar desde una altura de casi tres metros, intenté poner en práctica lo que hubiera hecho con un caballo, es decir, echarme hacia atrás con las piernas hacia adelante e intentar pararlo con la voz (ya me tenéis ahí desgañitándome a base de decirle ¡soooooooooooo, soooooooooooo!). Bueno, al menos algo ablandó el paso y así el guía tuvo tiempo de llegar y detenerlo.
Un poco más adelante nos cruzamos con la alemana (la no accidentada), que iba por fin a hacer su safari. Definitivamente, teníamos la sensación de ser lugareños ya, conocíamos a todo el mundo allí.

Restos de la vaca

Buitres

Llegamos a un pueblo que estaba en construcción. Había bloques macizos de piedras por todas partes, y una máquina abría un surco en la tierra. A la entrada vimos grandes pájaros volando en círculo. En España como en India, eso sólo puede significar una cosa: algo muerto había por ahí. Nos acercamos para descubrir lo poco que quedaba de una vaca, sobre la que una enorme pandilla de buitres se estaba dando el festín del año. Qué emocionante. Cuántas cosas estaba viendo en este safari. Nunca había visto un carroñero de esos tan cerca, y desde luego no en acción tan al natural.
El pueblo parecía un Guernika versión india, porque sólo había dos o tres acabadas; el resto estaba en construcción, pero con tanta piedra de por medio, el aspecto general era desolador.

El Guernika indio

Las futuras casas

Eso sí, cuando acaben será un gran pueblo, porque las acabadas eran casas que no envidiaban a las occidentales, es más, conozco a más de uno que la cambiaría por la suya: eran grandes, con amplias ventanas y puertas,y todo de una piedra caliza color arena. Allí quisimos dar de beber a los camellos, pero fue imposible porque todo el agua estaba siendo utilizada por pastores lugareños para bañar por la fuerza a un espantado rebaño de cabras, que berreaba del susto cada vez que un hombre las metía en la charca. Al día siguiente las iban a esquilar, (sí, a las cabras), de ahí el forzoso chapuzón. Los camellos cortaron el pipí cuando se dieron cuenta de que no iban a beber y nosotros acampamos un poco más lejos para hacer la última comida. Nos tumbamos para jugar a las cartas. Qué útil había sido esa baraja que compré en Jaisalmer con los monumentos más importantes de la India. Y qué poco conozco de este país. Habré estado en seis o siete de unos cuarenta. Anda que no me queda por descubrir...
Después de comer era la hora del galope. Monté en un camello -sola- y Shannon se montó en otro -con el guía, lo que le tenía abochornado-. Nos alejamos y Shalim me gritó que tuviera cuidado. Creo que estaba pensando en lo ocurrido el día anterior. Delante de mí, el guía se puso al trote borriquero, ése que te quiebra todos los huesos y te hace castañetear los dientes sin por eso ir muy deprisa. Yo le hinqué los talones en los flancos a mi camello, le di con las riendas a uno y otro lado a lo John Wayne pero ni por esas logré coger el galope. Qué decepción.
Llegó el del hotel, y en media hora estábamos en Jaisalmer. Cuando llegamos, todo fue muy rápido. El australiano y Shei tenían que coger un tren, por lo que nos despedimos a la carrera. A Shannon quizá lo vería en Varanasi, a tiempo para celebrar su cumpleaños, pero a Sheila, que había sido mi compañera de viaje durante mes y medio, no, y se me iba a hacer raro seguir en la India sin ella.
Yo quería descansar esa noche en Jaisalmer, porque venía hecha polvo del desierto, y al día siguiente tirar para Amritsar o Varanasi, aún no lo tenía claro. Amritsar, la capital Sikh en Punjab, me llamaba mucho, pero también Varanasi, la ciudad sagrada donde los hindúes iban a morir para luego ser cremados en el Ganges.