Monday 14 May 2012

A través del desierto


El australiano (Shannon) ya estaba en Jaisalmer, y habíamos quedado en encontrarnos en el hotel en el que yo pensaba alojarme. Pero como nos había abordado aquel hombre en el autobús, y viendo que sin el australiano no íbamos a quedarnos en su hotel, mandó a su hermano a buscarlo. Me lo encontré en el roof-top , la terraza del hotel, sentado en una especie de mesa-cama gigante recubierta de cojines y con una tabla en el medio. Aquí comeríamos, jugaríamos a las cartas o desvariaríamos. Junto al australiano, un belga y un holandés.
Todos queríamos hacer el safari a camello. En Jaisalmer es una de las dos cosas que hay que hacer sí o sí. La otra es recorrer el fuerte. No queríamos que el paseo fuera el típico que le hacen a todos los turistas, y además nuestra intención era pasar la noche en el desierto. Según el tío, nos llevaría a ochenta kilómetros, al desierto verdadero, cogeríamos allí los camellos y andaríamos en dirección a la frontera de Pakistán (Jaisalmer es de los últimos pueblos al oeste de India). Veríamos un pueblo destruido de cuando los conflictos entre ambos países, una especie de Guernika indio, y también los puestos militares fronterizos. Regateamos bien porque amenazamos con irnos con el del hotel de al lado, y quedamos en salir al día siguiente tempranito. Iríamos nueve: dos alemanas, un belga, un suizo, dos holandeses, Shannon, Sheila y yo.
Mientras, aprovechamos para conocer la ciudad. Qué calor hacía, cómo se notaba que estábamos al ladito del desierto. Por lo visto, en junio, justo antes del monzón, allí llegan a los cincuenta y pico grados. Menos mal que todavía era primavera.
En Jaisalmer se da una especial circunstancia: la marihuana es legal. Hay una tienda que vende el famoso Especial Lassi, y sólo ahí está autorizado por el gobierno... pero no era ésta. Antes de vendernos nada, se empeñaron en explicarnos que legítimamente ellos eran los que tenían el derecho a venderlo, como llevaban haciendo muchos años, pero justo éste otra tienda había untado al gobierno para que sólo ellos tuvieran la autorización para la venta, y además les habían robado el nombre. Incluso nos enseñaron un vídeo en youtube en el que algunos artistas famosos que habían estado allí denunciaban lo que ellos consideraban un atraco.

La tienda “original” del Especial Lassi

También hacían galletas. Pero nosotros estábamos llenos de curiosidad por el lassi, y allá que fuimos a probarlo. Sheila se pilló un baby lassi, para principiantes, y Shannon y yo compartimos uno fuerte. El belga se pilló uno intermedio. Ahora sí estábamos preparados para visitar la villa.

El fuerte de Jaisalmer

A la media hora nos empezaron a dar ataques de risa. Cualquier tontería nos parecía la mar de graciosa, y el australiano y el belga decían pero que muchas, así que fue una buena tarde. Me empeñé en ver el templo Jain, otra religión que hay en la India, porque al final me vuelvo sin ver ninguno, pero nos señalaban para un lado, nos lo pasábamos, nos indicaban de nuevo, lo volvíamos a pasar, y así recorrimos la calle arriba y abajo del orden de cinco veces sin descubrirlo. Al final nos pusimos en plan práctico y decidimos que tampoco valdría tanto la pena si no éramos capaces de distinguirlo del resto de casas y alegremente pasamos a otra cosa. El fuerte estaba construido en piedra caliza marrón, traída del desierto, así como todo lo que había dentro. Se nota mucho la diferencia con una ciudad como Kolkata, porque allí no hay piedras, y sólo pueden construir con barro o ladrillo. Jaisalmer era muy rica y muy limpia. Había otro festival, pero ese día no había ninguna celebración, sólo el siguiente. Qué pena, porque no podríamos verlo. Volvimos al hotel, echamos unas cartas y a dormir.
A las ocho al día siguiente once personas, contando con el dueño del hotel y un ayudante, nos montamos en el jeep que nos llevaría al desierto. Estábamos por sacar las piernas por las ventanas, de lo apretados que íbamos. Hicimos una parada en una aldea típica, sin mayor interés que el de ver cómo vivían allí, y esa gente debía de estar muy acostumbrada a los turistas porque según nos vieron llegar, una horda de niños bajó corriendo.


Olían a sudor y a cabras, y nos pedían chips, cookies, rupias, querían meter la mano en nuestros bolsos... Casi pierdo la paciencia, porque eran abrumadores. Pero al final hice migas con algunos y con una incluso intercambié una especie de especia para mascar por un pedazo de galleta. El pueblo, por cierto, de aspecto desolador.

La niña con la que hice el trato

En la siguiente parada nos esperaba un nutrido grupo de personas y camellos. Nos pusieron un discreto turbante color naranja fosforescente y sin más preámbulo nos subieron cada uno a un camello. Cada guía llevaba tres camellos; con una cuerda llevaba al primero, el segundo iba atado a éste, y el tercero al segundo.
Casi nos caímos todos cuando los animales se levantaron. Lo hacen en tres tiempos, y si no estás preparado, te viertes sin remedio de la silla para abajo. Y qué altos eran los bichos. Daba vértigo. Encima, su paso era muy difícil y a los dos minutos vi claro y cristalino que la siguiente mañana me iba a morir por las agujetas. No quería imaginar lo que sería trotar con ese animalito.
A los diez minutos lo vi en directo. De repente, oí ese ruido que para mí es el anticipo de una desgracia: animales asustados corriendo. Un camello se había puesto a trotar y a los otros dos que iban atados a él no les quedó más remedio que hacer lo mismo. El último, en el que iba la alemana con la que compartí el autobús, se espantó y empezó a botarse. La vi resbalar de la silla, quedarse un momento suspendida en el camello, y finalmente caer al suelo. El animal le pasó por encima, pegándole una patada en la cabeza.
Los guías se quedaron como petrificados. No reaccionaban, y nosotros nos pusimos a gritar que nos bajaran. Pasaron segundos preciosos y ella seguía inmóvil y nosotros arriba en nuestros camellos, impotentes. Volví a chillar que me bajaran y mi guía salió de su estupor e hizo inclinarse al animal. Salté al suelo, sorteé camellos a la carrera y llegué donde estaba la muchacha. Justo se estaba incorporando. La sangre le chorreaba por la cara, y vi que tenía una brecha en la cabeza. Tenía los ojos abiertos pero los ponía en blanco. Le di cachetadas porque no respondía a mis preguntas, pero no reaccionó. Entonces llegó el resto y todo el mundo empezó a hacer recomendaciones, y sólo le estábamos agobiando más. Al final, decidimos tumbarla de lado, hacerle espacio, y dos indios, todavía confusos, se pusieron a abanicarla con una toalla, con el ímpetu del que no sabe qué mejor cosa hacer.
Les dijimos que llamaran a un médico. Llamamos y dijeron que tardaría veinte minutos. Al rato preguntamos qué tal era el hospital de Jaisalmer, y ellos dijeron que por qué, si el médico le atendería allí mismo. Seguramente le pondría un vendaje en la cabeza y sin perder más tiempo seguiríamos con el safari.
A todo esto, la muchacha ni nos reconocía, ni recordaba lo que había pasado, y de repente se le había olvidado el inglés. Ni lo hablaba ni parecía enterarse de lo que decíamos. Menos mal que estaban allí la otra alemana y el belga, que podían comunicarse con ella. Por eso, casi matamos a los guías cuando nos dijeron tal cosa. Les exigimos que llamaran YA a la ambulancia. Luego nos dijeron que iban a venir los del hotel, pero sin doctor. ¿Tan difícil era que la llevaran al hospital Y viniera un doctor? Pues no, por lo visto tenía que ser una cosa o la otra.
A la chica le preguntamos si podía mover piernas y brazos, y Sheila, que es psicóloga, recomendó que revisáramos si tenía bien la memoria. Y es que preguntaba todo el rato lo mismo, y cuando le dijimos para recordar un par de nombres (Pepe y Juan, propuse en un arrebato de originalidad, quizá no los más indicados para una alemana) al minuto los había olvidado. Estábamos todos temblando todavía. Luego nos dimos cuenta de que ella sólo estaba bajo el shock; tenía el hombro y la mano doloridos por haberse apoyado al caer, y la herida en la cabeza era superficial. Al cabo de un rato ya nos reconocía, y no dejaba de apretar la mano de la otra alemana. Estaba muy asustada y lloraba. Intentamos hacerle bromas, porque el dichoso dueño del hotel se hacía de rogar para llegar.
Al final apareció y la otra alemana la acompañó al hospital. Sheila y los holandeses dijeron que no pensaban seguir después de lo que había pasado. El resto decidimos continuar con el safari, porque nos apetecía mucho. Estábamos el australiano, el belga, el suizo y yo, y estaba segura de que la excursión serían unas risas.
Partimos y pronto llegamos a una aldea, donde hicimos una rápida parada.

Mujeres yendo a buscar agua a un depósito fuera de la aldea

Luego ya era la hora de comer, así que nos detuvimos a la sombra de un árbol, extendimos una manta y ayudamos (o ralentizamos, según se mire) a quitar las sillas a los camellos, atadas mediante un complejo sistema de nudos y cuerdas. Los guías, Shalim y el resto, se pusieron a cocinar verduras y chapati. Este chapati lo aplastaban con las manos, a falta del rodillo que está en toda casa india. Me puse a hacerlos también y si en casa de Raj fue desastroso, aquí fue aún peor. Mientras, estábamos de palique con ellos.


Eran musulmanes e hindúes, y Shalim dijo que en el desierto todos eran hermanos, que incluso comían carne juntos. Trabajaban para el mismo jefe, que era el hermano del dueño del hotel. El hombre este tenía 29 camellos, lo que significaba que debía de ser muy rico.
Ellos eran de otra aldea, más en el desierto... desierto, y les pregunté si podrían sobrevivir allá bien. Me dijo que por supuesto. Y sus camellos también. Primero, porque pueden estar hasta tres semanas sin beber. Almacenan el agua en la joroba y si ven que van a conseguir agua antes se ponen a orinar para vaciar la que ya tienen. Fue muy gracioso después, cuando paramos en un pozo; según iban bebiendo, todos a la par iban meando. Shalim explicó que ellos también eran un poco como los camellos; podía beber una sola vez y aguantar todo el día.
Emocionada por tener delante mía a un verdadero tuareg del desierto, le pregunté una duda que me corroía desde hacía mucho: ¿es verdad que se puede dormir encima de un camello cuando esté andando? ¿Lo había hecho él? Me miró raro, como con desconfianza, y me dijo, pues claro, ¿tú no serías capaz? Si me ato con ocho cuerdas para asegurarme que no me rompo la crisma, entonces quizás, pensé yo.
Después de la comida nos echamos una siesta mientras ellos reagrupaban y cargaban los camellos (estábamos en plan señoritingo, lo admito, pero con el calor que hacía, y todo lo que habíamos comido, nos parecía imposible movernos). Cuando partimos, en vez de ir a horcajadas, me puse de lado en la montura, a lo amazonas, para cambiar de posición y así no tener tantas agujetas luego. Pero no podía hacer fuerza con las piernas y me tenía que agarrar todo el rato, así que preferí ahorrarme el estrés y volver a la posición normal, sin pensar mucho en los dolores posteriores.
En la siguiente parada, unas mujeres sacaban agua a cubos de un pozo con varios metros de hondo y daban de beber así a sus vacas, que venían corriendo según las veían cuerda en mano.

Una mujer dando de beber a uno de nuestros guías tras haber saciado a su rebaño

No había mucha agua y el proceso era muy lento. Yo me moría de la sed. Mi agua embotellada estaba a temperatura ambiente, unos 40º; y por mucho que bebiera (iba ya por los cinco litros ese día, y os juro que no exagero), mi sensación de sed no se mitigaba. Vi a Shalim beber del cubo y le pedí que me diera a mí también. Total, si puedo beber un par de buches de agua del grifo india, puedo beber con más razón de un pozo que está en medio del desierto, lejos de toda contaminación. Ésta estaba fresquísima y me supo a gloria. Los de mi grupo se escandalizaron al verme. Bah. ¡Envidiosos!

Unos niños aparecieron en el pozo y nuestros guías los montaron en sus camellos

Y justo al lado empezaron las verdaderas dunas. Vi unas camas apiladas unas encima de otras y le pregunté a Shalim que quién vivía ahí, porque por la zona había muchos campamentos de gitanos y ése tenía toda la pinta de ser uno de ellos.

Shalim

Me contestó que era nuestro camping. Ah. Esta vez no nos dejaron desensillar y nos mandaron a hacer la croqueta por las dunas, o sea, a tirarnos duna abajo. Quisimos también ver el atardecer, pero está claro que el sol indio nunca está disponible cuando yo lo necesito, porque palideció hasta desaparecer antes de esconderse detrás de las dunas. Menos mal que hicimos esta foto antes de que eso pasara.


Así que, con mucho entusiasmo, nos tiramos de cabeza duna abajo. Tuvimos arena hasta en los sitios más intrincados de nuestros cuerpos y salimos mareados, pero fue muy divertido. Cenamos verduras hervidas en masala con arroz y chapati, que era el mejor que jamás había probado, quizás por ser más ancho y estar cocinado al fuego. De repente apareció un señor cargando un saco, y pensé con fastidio que no era posible que incluso en medio del desierto nos vinieran también a vender cosas. Sonó un tintineo de botellas. No podía ser... pero... ¡si! ¡Cerveza! Quizá no del todo fresca, pero era justo lo que necesitábamos en ese momento. Con ellas en mano, nos pusimos alrededor de la hoguera para cantar cada uno lo que supiera.

Preparando la candela para cocinar la cena

Nuestros tres guías se pusieron a entonar canciones musulmanas, como las de la llamada de la mezquita (Allaaaaaaaaaaaaaaaah... Akbar!!!), así, a tres voces, cada uno a su bola y a ver quién cantaba más alto, con lo que nosotros no podíamos contener la risa. El australiano nos sorprendió cantando composiciones de rap de su propia cosecha, que sonaban muy bien, y el belga hacía la batería golpeando con un palo un bidón de plástico y una botella de cristal de cerveza.
De repente nos dimos cuenta de que en realidad estábamos muertos y queríamos irnos a la cama. A mí me hacía mucha ilusión dormir en un colchón sobre la arena y bajo las estrellas, la mar de bucólico todo, así que pregunté a Shalim si me picarían escorpiones o serpientes. Depende de la suerte que tengas, me dice tan pancho. Pero... ¿es muy peligroso?, insistí, aunque interiormente ya había decidido lo que iba a hacer, y él contestó que los escorpiones no, que a él ya le habían picado varios, pero las serpientes eran MUY venenosas. Bueno, esa mañana había quedado clarísimo que si algo pasaba íbamos apañados, primero por puro estar en medio del desierto y segundo por los reflejos especialmente lentos de los que esta gente disfrutaba. Así que me resigné a dormir en la cama, mucho más seguro, y las juntamos Shannon, Mukti (el belga) y yo, y el suizo no, porque en todo el viaje siempre estuvo un poco aparte, según yo por ser mayor, según Mukti por puro ser suizo.
Toda la noche estuvimos escuchando a los camellos rumiar su comida. Empezó como un ruidito constante a lo lejos, pero poco a poco se fue acercando y cuando me quise dan cuenta tenía uno prácticamente al lado de mi cama. Y toda la noche erre que erre, que el bolo digestivo o como se llame para cuando llegara al estómago ya tenía que estar más que destrozado.
Fue muy agradable dormir con la brisa del desierto dándonos en la cara, lo único que no habíamos tapado con las mantas, porque por fin, después de una jornada de calor asfixiante, hacía fresquito.


Amanecí con mi trasero a escasos centímetros de la arena, porque había un agujero en el somier de plastiquete de la cama. Apareció un niño conduciendo un par de camellos -menudo tráfico había aquí, esto parecía el centro de Manhattan- y trajo una botella de leche, así que Shalim se puso a hervirnos chai. El desayuno, soberbio. Unas treinta tostadas para nosotros cuatro y de repente lo veo cocinando una especie de pasta al fuego. ¿Qué leches era eso? Porridge, me aclaró, y yo me emocioné muchísimo. Siempre lo había visto en todos los menús de restaurantes indios y sabía que era algo típico inglés porque una compañera mía de piso lo tomaba, y siempre quise probarlo, pero no me atrevía. Mira tú por dónde, mi primera vez iba a ser en el desierto. Fantástico. Le echaron plátano, le dieron un par de vueltas más en la cazuela y me lo sirvieron.
Asqueroso. Insulso pero aún así de mal sabor, no sé cómo explicarlo. Entonces, me concentré en las tostadas. Teníamos incluso mermelada. Qué apañados eran estos guías nuestros.
A ver, a todo esto, era muy raro que ellos estuvieran continuamente yendo y viniendo, que no dejaran de aparecer lugareños y mil cosas más. Según Shalim, estábamos a 23km de la frontera pakistaní, pero a mí me extrañaba porque en vez de ir al oeste habíamos estado yendo más bien hacia el sur. La cámara del australiano tenía GPS, pero justo en ese lugar no funcionaba. Pues qué bien. Nunca está cuando se la necesita. Por la noche habíamos visto dos luces como de pueblos. Shalim (líder de los guías y el que mejor hablaba inglés, por eso hablo de él todo el rato) dijo que uno era una aldea gipsy, gitana (hay que recordar que los gitanos son oriundos del norte de India y que de ahí partieron hacia el resto del mundo; de hecho, para mí la música y la manera de cantar que hay aquí me recuerda un poco al sur de España), y las otras luces, una base militar india.
Volvimos a montar y fuimos a ver de lejos la supuesta base. Yo tenía la sensación de que estábamos dando vueltas por el mismo sitio. De hecho, en un par de ocasiones volvimos a ver dos guías de los que ya nos habíamos despedido, pero cuando se lo preguntamos a Shalim, se nos ofendió muchísimo.
A todo esto, yo quería trotar, porque todo el rato al paso con los camellos, con el calor, atonta al más avispado; Shalim ya me había llevado el día anterior y había visto que no había problema. Ahora también se apuntaron el australiano y el suizo. Mukti se abstuvo, después de lo que había pasado con la alemana. Así que trotamos y de repente mi camello, que iba atado al de Shannon, se soltó, y la cuerda fue a golpear al animal, que empezó a encabritarse y a punto estuvo de tirarlo, pero Shannon se agarró bien y el guía tuvo tiempo de llegar y calmarlo.


Cogió la cuerda y bajó al mío para volver a colocarla. Para bajar al camello emitían un sonidito, ye, ye, y el camello doblaba primero las patas de delante y luego las de detrás en dos tiempos, primero flexionándolas hacia dentro y después hacia fuera. Son animales muy flexibles estos bichos. Y qué cara tan graciosa tienen. Sobre todo Kalu, mi camello el segundo día (el primero era Álex, que emitía un olor pero que muy fuerte -y nada agradable- a tres kilómetros a la redonda). Kalu tenía la nariz torcida y media dentadura al aire, y yo tengo una teoría de por qué había acabado así.

Kalu

Cuando son pequeñitos, nos contaron los guías, les hacen sendos agujeros en plan piercing al lado de los orificios nasales, para colocar ahí dos clavos a los que atar las riendas. No llevan cabezada como los caballos. Creo que a Kalu no le pincharon bien y le fastidiaron algún nervio, por eso tenía la boca caída. Otra cosa, los camellos que hacen marchas en el desierto son todos machos. Por lo visto, las hembras son mucho menos resistentes, así que solo las quieren para la reproducción.
El sistema este del clavo y la cuerda a veces no es muy fiable, porque ésta es tan fina que si se tira fuerte de ella se rompe, o se desata. Y mi camello se volvió a soltar una segunda vez, y ahora sí que decidió seguir por su cuenta, y yo, que iba sin riendas y no podía saltar desde una altura de casi tres metros, intenté poner en práctica lo que hubiera hecho con un caballo, es decir, echarme hacia atrás con las piernas hacia adelante e intentar pararlo con la voz (ya me tenéis ahí desgañitándome a base de decirle ¡soooooooooooo, soooooooooooo!). Bueno, al menos algo ablandó el paso y así el guía tuvo tiempo de llegar y detenerlo.
Un poco más adelante nos cruzamos con la alemana (la no accidentada), que iba por fin a hacer su safari. Definitivamente, teníamos la sensación de ser lugareños ya, conocíamos a todo el mundo allí.

Restos de la vaca

Buitres

Llegamos a un pueblo que estaba en construcción. Había bloques macizos de piedras por todas partes, y una máquina abría un surco en la tierra. A la entrada vimos grandes pájaros volando en círculo. En España como en India, eso sólo puede significar una cosa: algo muerto había por ahí. Nos acercamos para descubrir lo poco que quedaba de una vaca, sobre la que una enorme pandilla de buitres se estaba dando el festín del año. Qué emocionante. Cuántas cosas estaba viendo en este safari. Nunca había visto un carroñero de esos tan cerca, y desde luego no en acción tan al natural.
El pueblo parecía un Guernika versión india, porque sólo había dos o tres acabadas; el resto estaba en construcción, pero con tanta piedra de por medio, el aspecto general era desolador.

El Guernika indio

Las futuras casas

Eso sí, cuando acaben será un gran pueblo, porque las acabadas eran casas que no envidiaban a las occidentales, es más, conozco a más de uno que la cambiaría por la suya: eran grandes, con amplias ventanas y puertas,y todo de una piedra caliza color arena. Allí quisimos dar de beber a los camellos, pero fue imposible porque todo el agua estaba siendo utilizada por pastores lugareños para bañar por la fuerza a un espantado rebaño de cabras, que berreaba del susto cada vez que un hombre las metía en la charca. Al día siguiente las iban a esquilar, (sí, a las cabras), de ahí el forzoso chapuzón. Los camellos cortaron el pipí cuando se dieron cuenta de que no iban a beber y nosotros acampamos un poco más lejos para hacer la última comida. Nos tumbamos para jugar a las cartas. Qué útil había sido esa baraja que compré en Jaisalmer con los monumentos más importantes de la India. Y qué poco conozco de este país. Habré estado en seis o siete de unos cuarenta. Anda que no me queda por descubrir...
Después de comer era la hora del galope. Monté en un camello -sola- y Shannon se montó en otro -con el guía, lo que le tenía abochornado-. Nos alejamos y Shalim me gritó que tuviera cuidado. Creo que estaba pensando en lo ocurrido el día anterior. Delante de mí, el guía se puso al trote borriquero, ése que te quiebra todos los huesos y te hace castañetear los dientes sin por eso ir muy deprisa. Yo le hinqué los talones en los flancos a mi camello, le di con las riendas a uno y otro lado a lo John Wayne pero ni por esas logré coger el galope. Qué decepción.
Llegó el del hotel, y en media hora estábamos en Jaisalmer. Cuando llegamos, todo fue muy rápido. El australiano y Shei tenían que coger un tren, por lo que nos despedimos a la carrera. A Shannon quizá lo vería en Varanasi, a tiempo para celebrar su cumpleaños, pero a Sheila, que había sido mi compañera de viaje durante mes y medio, no, y se me iba a hacer raro seguir en la India sin ella.
Yo quería descansar esa noche en Jaisalmer, porque venía hecha polvo del desierto, y al día siguiente tirar para Amritsar o Varanasi, aún no lo tenía claro. Amritsar, la capital Sikh en Punjab, me llamaba mucho, pero también Varanasi, la ciudad sagrada donde los hindúes iban a morir para luego ser cremados en el Ganges. 

Saturday 28 April 2012

El mercado de las especias


Total, que subimos por el mirador y la vista era preciosa. Como me había quedado sin espacio en la cámara y se me ha quedado tan changada con este viaje que ni hace zoom ni deja borrar fotos, me adueñé de la cámara de mi amiga alemana y me puse a hacer fotos como una descosida. De repente me fijé en el sol. Dos fotos después, estaba mucho más abajo. Me emocioné y grité, ¡vamos a grabar el atardecer como en los documentales! Las otras no entendían, “¿qué dices?” “Sí, lo dejamos grabando, luego lo aceleramos, y tenemos cómo se esconde el sol”.
Jo, es que era muy bonito, el lago rojizo, el sol bajando casi a ojos vista para meterse detrás de la montaña... Afortunadamente iba rápido, porque luego he reflexionado que no tengo programa para acelerarlo.

Un par de indios me pidieron que les echara una foto y luego aprovecharon la coyuntura para pedirnos una foto con ellos. Luego se acercó otro indio y pensé que quería lo mismo, pero enseguida lo reconocí. Era Rana. “¿Qué haces aquí? Te fuimos a buscar”, le acusé. Se disculpó; había salido más tarde. Y los fuegos no empezarían a las seis como me había dicho sino a las ocho, así que mientras podríamos subir a ese templo que teníamos a nuestras espaldas y ver lo que quedaba del atardecer desde allí.
Lo miré con desconfianza. Tenía todavía reciente el recuerdo de Raj y su subida de los quince minutos al templo, y ya nos habíamos metido para el cuerpo un día entero de visita. Llamadme rara, pero no me veía con fuerzas para trepar por las rocas ahora cual cabra montesa. Encima había un teleférico, con lo que seguro que la subida era ardua. Pero el precio que tenía también era arduo de pagar, así que pudo más mi sentido del ahorro y con un suspiro de resignación me dispuse a subir la dichosa montaña.
Y no, no era tan mala. Al menos, había un caminito hecho de manera regular. Incluso podíamos permitirnos ir hablando. Rana me contó entonces algo raro. Supuestamente, la policía les había hecho una redada y se los había llevado porque sólo tenían permiso para trabajar en Udaipur, pero no para vivir. Luego, me dijo que en realidad no se había presentado porque no tenía permiso para ser guía de Udaipur, entonces no podía ser visto por las calles con turistas. Ya habíamos llegado arriba, así que no insistí más y volví a apropiarme de la cámara. Ya se había hecho de noche. Habían iluminado el lago, y desde allí se veía todo Udaipur:de un lado, la ciudad, enorme; de otro, la parte veneciana, con sus lagos, sus palacios flotando en medio, el city palace... La foto está en mi post “Udaipur, la Venecia del Rajastán”.
Nos quedamos un buen rato arriba tratando de grabar la vista en nuestras retinas y luego bajamos. Antes de salir del parque, Rana se empeñó en despedirse. Aquí tampoco podía ser visto con nosotras. Ya nos escamamos, le dijimos que siempre íbamos por ahí con amigos indios y no pasaba nada, que no nos creíamos su historia, pero tampoco insistimos porque se le veía dolido por nuestra incredulidad. Tiene guasa. Y por eso nos había esperado en el mirador, un sitio tan apartado. En fin. Vimos los fuegos sentadas en una colonia de hormigas, que se estuvieron entreteniendo subiendo y bajando por nuestro cuerpo hasta que por fin nos dimos cuenta de a qué se debía esos curiosos picotazos. Luego volvimos. Había fuegos artificiales durante un minuto y luego seguía un cuarto de hora de discursos en hindi. Los interlocutores luchaban por el micrófono, hablaban de dos en dos y aquello era un caos. Lo que les gusta a esta gente hablar en público...

Al día siguiente, el último allí, tocaba compras en el local market, y cómo se notaba la diferencia de precios. Nos interesaba el mercado de especias. El producto estrella, el azafrán. El grano del bueno en España cuesta unos ocho o nueve euros; aquí no llega a los dos. En un puestecito un señor se ofreció a explicarnos los secretos de unas cuantas especias y allá nos sentamos. Había seis clases de masala: la del chai, la del tandoori (para asar carne), dos de curry y otras dos más que no recuerdo. Nos enseñó una especie de piedrecita que lo parecía del todo porque era durísima (cual pedrusco, efectivamente) y no sabía a nada, pero que cocida por lo visto era mano de santo para que las recién mamás recuperaran fuerzas. Probamos la sal de lima (deliciosa), el azúcar de caña puro, el coco dulce, olisqueamos cilantro, y al final, lógicamente, acabamos comprándole media tienda. Con cada producto nos regalaba una receta. Pienso cocinar como una loca cuando vuelva a España, si consigo descifrar la letra de este hombre.
Por la tarde me fui a escribir al lago, pero la gente no te deja tranquila. El concepto de privacidad y espacio vital propio no es comprensible para los indios; simplemente, no lo conciben. Así que me fui al Ghat. Allí había un señor tocando un instrumento raro y cuando me vio hacerle una foto, me ofreció ir a tocarlo.
 Era una especie de violín hecho con una muy ancha caña de bambú, cuerdas de cola de caballo, y un tambor adjunto de coco recubierto de piel de cabra. Él mismo había confeccionado el instrumento. Me dispuse a probarlo y mientras a él le salía una melodía suave y deliciosa, lo mío parecía más bien un aullido que te ponía los pelos de punta. Sheila me hizo un vídeo. He decidido ahorrároslo. Luego fui a ver el templo Jagdish, dedicado al dios Vishnu (se sabe porque se le representa con dos pies envueltos en un círculo, y yo creo que eso es porque Krishna, una de sus encarnaciones, sólo podía morir si alguien le disparaba a los pies, como ocurrió cuando un cazador le disparó una flecha en el talón. ¿Os suena la historia?). Era un templo enorme, construido por los Mewar. A él se accedía por unas escaleras flanqueadas por dos elefantes. 
El templo era precioso y emanaba paz y tranquilidad. Me senté dentro en una esquina, hasta que la gente empezó a mirarme y me fui. Ni en el fervor religioso pueden evitarlo.
Salí al patio. Había ardillas recorriendo las cenefas esculpidas a mano en el mármol. Representaban guerreros, luchas de elefantes, caballos, mujeres... un trabajo de chinos, vaya.

Esa noche cogimos el bus para Jaisalmer. Se suponía que era privado, pero a las seis de la mañana iba ya a tope. Sheila se había cogido una litera y yo, recordando los brincos de mi anterior viaje en autobús, opté por un asiento normal. Iba al lado de una alemana. Cuando comprobamos que ninguna de las 253 posturas que habíamos intentado servían para dormir, decidimos subirnos a una litera doble que había libre. El problema es que la gente tuvo la misma idea que nosotros poco después y empezaron a subirse a las literas de cuatro en cuatro. Aunque ya hubiera alguien dentro, les daba igual. A nosotras nos tocó un señor con mostacho encaracolado a los lados que no dejaba de escupir por la ventana. Con tanto recoger a gente, al final, en vez de tardar doce horas tardamos dieciséis. Y encima casi nos dejan en el camino, que bajamos al baño una vez y cuando nos dimos cuenta el autobús había arrancado e iba ya calle abajo. Menos mal que alguien nos oyó gritar y lo paró.
En el autobús nos abordó un señor. Tenía un hotel que estaba al lado del que las portuguesas me habían recomendado. Las pobres. Al final, no sé ni para qué se molestaron. Y me arrepentiría de no haberles hecho caso al final. Pero eso ya os lo cuento en el siguiente post. Mientras, aquí os dejo un mini diccionario de israelí. Ya que me confunden con una de allí, quise aprender un par de palabras para que el efecto fuera completo...
shalom: hola
mashlomeg: qué tal (si te diriges a una chica; para un chico, mashlom-ha)
beseder: bien
yallah: vamos
Y también aprendí una palabrota que ellos utilizan mucho pero que no me parece apropiado transmitir aquí. 

Monday 23 April 2012

¡¡Feliz año nuevo!! (2069 por el calendario Samvat)


Ese día por la noche había un festival. He observado que en India cada semana hay un par de ellos. En éste, estaba en la terraza de un hotel (con unas vistas preciosas al lago) cuando oí jaleo. Me asomé y al lado del agua había un escenario, gente sentada, adornos de feria y música. Un camarero me dijo que había danzas típicas rajastaníes. Perfecto. Bajé corriendo y me senté en el suelo, en frente al escenario. Cuando levanté la cabeza, vi una pandilla de niños encima.
Yo no sé qué tengo, que nunca podré ver a gente mayor bailando. El año pasado en Kolkata, igual. Siempre acabo en funciones de escuelas en las que sólo una se sabe el baile, ha convencido a las amigas y éstas, que no tienen ni idea, se están quedando bizcas de concentración para no perderse los pasos que da la líder. Creo que debían de estar criando tortícolis también, por tener siempre la cabeza girada hacia ella. Bailar una danza que no sabes puede ser muy peligroso para la salud.
Aunque tengo que reconocer que las que sabían bailar, sabían hacerlo muy bien. La danza rajastaní es muy diferente de la bengalí. Mientras que en ésta la gracia está en pisar fuerte para hacer sonar los tropecientos cascabeles (más de sesenta, creo yo que son) sin perder el ritmo, aquí los movimientos eran más insinuantes, aunque sin dejar de ser un poco convulsivos, por eso no tienen la sensualidad de la danza del vientre.
A mi lado se sentó un australiano y estuvimos jugando a ver quién identificaba antes a las que sabían bailar, y nos tuvimos que reír de los ceños concentrados de las otras. Había cámaras filmando el festival, y cuando nos dimos cuenta nos estaban grabando directamente a nosotros, de espaldas al escenario. Al día siguiente, Sheila nos vio en la tele. Ya es la segunda vez que salgo en las noticias en lo que va de estancia en India.
De repente se corrió la voz de que estábamos casados (¿qué otra cosa si no podía ser para estar un chico y una chica juntos y... solos?) y de que éramos majos, así que enseguida estuvimos rodeados de niños que nos pedían chicles y usaban nuestros móviles para jugar o para hacer fotos de todo lo que se moviera. El australiano guarda en la memoria de su teléfono impactantes primeros planos de mi nariz y de la cabeza del que se sentaba delante.
Fuimos a cenar y en el restaurante coincidimos por casualidad con una alemana con la que se había encontrado en Kerala, al sur de la India, a más de dos mil kilómetros de donde estábamos. La India es así: un continente con mil millones de personas, pero los turistas nos reencontramos cada dos por tres. Sheila en Calcuta coincidió con una amiga del colegio, a la que no había vuelto a ver desde primaria en una mini ciudad como Burgos, pero se la encuentra en la Kolkata de veinte millones de habitantes.
Como el australiano se iba (quedamos en encontrarnos en Jaisalmer, mi próxima parada), la alemana quedó como mi compañera de visita de Udaipur. Al día siguiente iríamos a ver juntas el palacio de los Mewar.
Y allí estábamos por la mañana, a las puertas de un palacio gigantesco, con una avenida ajardinada a la entrada, y una arquitectura muy delicada, con incontables finas columnas y arcos y torretas. Aquí va una foto.



 Justo esa mañana mi cámara volvió a la vida; llevaba sin funcionar desde Kolkata y yo me mordía las uñas porque sabía que en breve mis imágenes mentales de todas las ciudades comenzarían a entremezclarse. Pero ya no había peligro.
En la puerta, mientras esperábamos a que abrieran, me puse a hablar con uno de los guías en francés, y me contó que él se llamaba Rana, que significa “guerrero”, y me dijo que él pertenecía a esa casta, y que por eso llevaba pendientes de brillantes a lo Cristiano Ronaldo en sus orejas. Por lo visto, es el símbolo de su casta. Se tomó tantas molestias en explicármelo porque se ofendió cuando le dije lo que significaba su nombre en español, que de digno no tiene nada. Pero al final le caí bien y me dijo que esa tarde había un festival -qué raro- en Duth Talai, otro de los lagos de la ciudad. Me explicó cómo llegar, pero al final decidimos que lo mejor era que a la tarde pasáramos a buscarlo al palacio y así nos enseñaba el camino. ¿Qué se celebra?, le pregunté, y me dijo que el año nuevo. Yo, a cuadros, ¡pero si estábamos a 23 de marzo! Y me dijo que sí, y que además había que desear un feliz 20...69. ¿Eh? 
Y es que, por lo visto, los hindúes se rigen por el calendario Samvat, que es un calendario lunar que instaló hace ahora justo 2069 años un rey que se llamaba Vikram Samvat, y de ahí el nombre. Se utiliza sobre todo en cuestiones religiosas, para el resto, utilizan el nuestro. Qué lío. Yo que muchas veces me olvido en qué año estoy, si tuviera dos calendarios, me daban ocho infartos, así, uno detrás de otro.
Entretanto abrieron el palacio y allí nos metimos. En realidad eran dos, el del rey y el de la reina, estrictamente separados entre sí. En el del rey vimos cuadros narrando las hazañas de los Mewar más ilustres, una armería con todo tipo de espadas, puñales de una, dos y hasta tres hojas, que servían para despedazar las entrañas de los enemigos (y por la pinta, segurísimo que eran la mar de eficaces), con doble mango en plan tenazas que debía de ser super complicado de agarrar, e incluso una maza (la primera que yo veía en mi vida, y nada más mirarla entendía cómo se podía hundir cráneos con eso).
Quitando estas lúgubres reflexiones, qué bonito era el palacio. Estaba lleno de pinturas. Udaipur es la ciudad del arte; por todos lados hay murales y se ofrecen clases de pintura, y todo ello gracias a la Mewar School, que durante siglos ha tenido como mecenas, lógicamente, a los Mewar. Así que normalmente se dedicaban a las escenas religiosas de los templos, pero también a la vida de la corte Mewar.
El palacio me encantó, no se parecía a nada de lo que hubiera visto antes; si acaso, tenía detalles en los que era parecido a la Alhambra, por ejemplo el patio y una fuente tipo la de los leones, pero el resto era completamente diferente. El de la reina era un poco menos espectacular, pero también muy bonito.
Cuando salí, había quedado con Sheila y sus nuevos amigos, una pareja israelí y el dueño del restaurante The Little Prince. Hemos descubierto que la mejor forma de visitar en este país es hacernos amigas de la gente local, y en el Rajastán, como las personas son TAN majas, no hay problemas. Mientras decidíamos dónde ir apareció otro israelí con el que también había estado visitando el palacio. Se unió al grupo.
Decidimos ir a Tiger Lake, a siete kilómetros de allí. 

                          

Parecía uno de esos pantanos que hay al sur de Extremadura. Incluso había un par de columnas al estilo romano, pero más finas. Y qué calor hacía. El israelí y el indio se metieron en el agua, pero aunque por una vez estaba limpia, yo me abstuve porque a) implicaba meterme con TODA la ropa y corría el riesgo de acabar en el fondo del lago haciendo compañía a los diez templetes que os dije estaban ahí abajo y b) la Lonely Planet, la Biblia de todo viajero en India, decía que había cocodrilos. Me quedé con las ganas y con una envidia pero que muy verde cuando los vi a ellos y a otros indios hacer complicados saltos desde las piedras y chapotear en el agua. 

                          

Al día siguiente, un grupo de extranjeras se metió en el Pichola, y yo las miraba desde Gagu Ghat consolándome diciendo que el agua estaba como mínimo radiactiva, pero ellas salieron de allí archifelices y diciendo que no era para tanto, y con el calor que hacía, lo fresca que estaba el agua compensaba de sobra. Jopelines. Por no decir algo más fuerte.
Se me están haciendo un poco largas las entradas. Mañana os sigo contando el resto del día.

Monday 16 April 2012

Udaipur, la Venecia del Rajastán


Mi henna quedó preciosa. Tara me hizo prometer que si volvía a Pushkar, me quedaría en su casa. Raj también. Fuimos a visitarlo y nos regaló a Sheila y a mí sendos amuletos de buena suerte. Debe de ser muy bueno, toda la gente me pregunta desde entonces dónde lo conseguí. Y todos me preguntan también si he estado en el Golden Temple de Amritsar, la ciudad Sikh, porque sigo llevando la pulsera de acero que Harry me regaló el año pasado. Él es de allí.
Estos últimos días han sido tan intensos que no he tenido tiempo de escribir; eso sí, he tomado apuntes para poder contarlo todo después con pelos y señales.
Vuelvo a Pushkar. Raj, convertido en nuestro taxista particuar, nos llevó a la “estación de autobuses” de Pushkar, o sea, al lugar de donde salía el taxi que nos llevaría a Ajmer, donde nos esperaba un autobús privado (se suponía que no había línea pública para Udaipur). Emocionado, nuestro amigo nos dio un par de abrazos osísticos y nos ofreció otro regalo, un elefante tejido en papel de seda. He salido de ese pueblo con la mochila a tope de regalos. Meena, la dueña de nuestro hotel, también nos dio una estatuilla del Buda Que Ríe, que trajo en tiempos de Nepal. También da buena suerte, así que seguro que el resto del viaje corre estupendamente. O bueno, quizá no tanto...
Para viajar, Shei y yo decidimos coger una litera doble, para poder dormir por la noche. Pobres, no sabíamos lo que nos esperaba.
Una carretera con agujeros en los que cabía el autobús entero, y digo yo que enormes sí que eran porque el autobusero no podía barra no hacía nada por evitarlos. En consecuencia, nos encontramos dando botes de palmo y medio en el colchón, levantando nubes de polvo cada vez que nuestro cuerpo volvía a tocar la tela de dudosa limpieza que cubría la litera. A Shei le entró la mala leche, por no poder dormir, pero yo lo encontré graciosísimo. Era como montarte en una atracción de feria, sólo que de larga duración, aproximadamente las siete horas que duró el trayecto. Juraría que incluso dormí algún ratejo. Perfecto, ¿no?
El momento en el que llegas a una nueva estación conlleva siempre mucha presión y uno tiene que ser muy fuerte para aguantar el estrés. Pero a esas horas de la mañana (las cinco eran), esa capacidad está pero que muy mermada, y los conductores de los rickshaws lo saben. Lo huelen, los jodíos, y vienen a atacarte sin piedad, a intentar llevarte al hotel que ellos quieran, por el precio que deseen (unas tres veces superior al normal). Y tú que ya has pasado por esto lo sabes, e intentas ser fuerte, pero al final siempre alguien claudica, y ese alguien suele ser el turista. Esa noche, yo tenía en mente un hotel que mis amigas portuguesas de Kolkata me habían recomendado, así que en teoría no tenía por qué haber problemas. En teoría. El baile/batalla con los taxistas (conductores de rickshaw, perdón; que aún no he visto ni un solo taxi amarillo como los que había en Kolkata) empezó cuando me dijeron que ese hotel estaba lejísimos y que era carísimo, y se rieron cuando les dije que ni de coña. A mí me extrañaba, porque mis amigas son muy bohemias, y además me habían dicho los precios y todo. Pero dos chicos que habían hecho el viaje con nosotros volvieron con el flyer de un hotel que casualmente les había ofrecido un taxista y que también era barato. Decidimos ir a comprobarlo.
Sólo había habitación para dos, así que, como los chicos vieron que estábamos indecisas, caballerosamente aprovecharon para pillársela ellos. Al final decidimos quedarnos también. Yo dormí en el hall en una cama típica india (un armazón de madera recubierto de un colchón ultrafino también conocido y usado como manta). Shei tuvo más suerte y durmió en una galería, con algo más de privacidad. Ese día decidimos separarnos para explorar la ciudad por nuestra cuenta. Lo primero que vi fue el hotel que las portuguesas me habían recomendado. Conque lejísimos, ¿eh? Bueno, no sé de qué me extraño. A estas alturas ya debería de estar acostumbrada a los trucos de los rickshawallahs.
Tragada esa bilis, miré un poco más allá, y me quedé extasiada. El Hanuman Ghat tenía una vista preciosa a uno de los siete lagos de Udaipur y al palacio de los Melwar.

Udaipur es una ciudad preciosa. Los siete lagos son artificiales, construidos por la dinastía Melwar, que lleva gobernando aquí desde hace casi 1500 años (es la más antigua del mundo). Reciben el título de Maharaná, algo así como “rey supremo”, y aunque ya no poseen ningún poder real, la familia sigue guardando el título honorífico, vive en el palacio (la mayor parte del cual han convertido en museo) y sigue celebrando los ritos que tradicionalmente les corresponden.
Uno de los más ilustres de esta familia es Pratap, que en 1576, en la batalla de Haldighati, le paró los pies al emperador mogol Akbar, que de aquella estaba conquistando casi toda la India y Pakistán. Luego está la historia de una de las hermanas del Maharaná, que se enteró de que un primo envidioso planeaba matar al recién nacido heredero para hacerse él con el trono, todo muy en plan Rey León, y la chica decidió cambiar en el último momento a su propio hijo por el príncipe. Gracias a eso se salvó la dinastía, y con historias de estas veo meridiano que yo no hubiera valido para princesa rajastaní.

Rajastán de noche. Los islotes en el centro del Pichola son dos de los tres palacios de los Melwar.

Se supone que todo Rajastán ha estado dirigido desde el medievo por castas principescas que deben de ser primos o parientes cercanos porque todos se apellidan más o menos igual y su símbolo es el dios sol, pues se dicen sus descendientes. Tienen títulos como rajás, maharajás o maharanás, que vienen a equivaler a la palabra “rey”. Y en toda esta región, el grito de guerra ha sido siempre “victoria o muerte”, y tienen fama de ser muy orgullosos, de llevarlo a rajatabla. Así han estado tanto tiempo en el poder. Los Melwar, 1500 años; los Rathore de Jodhpur, 700, y así.
Todos ellos tienen un nombre común: Singh, que les identifica como guerreros, una de las cuatro castas principales de la India. Las otras son sacerdotes (brahmines), comerciante (jains) y los tristemente famosos intocables. Las tres primeras son puras, por eso no pueden comer carne, beber alcohol ni fumar; los intocables pueden permitírselo, porque por lo visto ya no puede haber peor karma que el suyo. A ellos les corresponde las tareas más agradables, como limpiar la inmundicia de las calles.
Aunque esta división en cuatro castas es sólo la más sencilla. En realidad, hay unas 3500 castas y 25000 subcastas, y yo no sé cómo releches se las apañan para enterarse. No me extraña que los matrimonios por amor sean menos del 10% del total; si está prohibido casarte con alguien fuera de tu casta y ni se piensa en no cumplirlo por pura presión social, ¿qué posibilidades hay de que justo te enamores del adecuado? Eso sí, la gente con más caudales, que viaja y conoce mundo, de mente más abierta, son los únicos que se atreven a transgredir esas normas. Es curioso porque el caso es que a los indios les encanta el romance; sólo hay que ver el argumento del 80% de las películas. Pero bueno, también es verdad que en las películas las chicas van con shorts y los conductores de rickshaw ayudan a la gente a subirse en vez de arrancar nada más poner el pie (uno solo) dentro, así que supongo que todo queda dentro de la fantasía popular.
Bueno, volvamos a Udaipur. Se supone que es la ciudad blanca de Rajastán, por el color de sus casas; Jaipur es la rosa y Jodhpur, la azul (este color repele los insectos y minimiza el calor en verano). En Udaipur hay siete lagos, construidos para abastecer de agua la ciudad. En medio del más grande, el Pichola, hay tres palacios: el del rey, el de la reina y el de vacaciones. Cada uno ocupa un islote en el centro, y se puede ver desde las orillas. Por la noche es una vista maravaillosa. Creo que, de todas las ciudades que he visto en India, es la más bonita. Las casas son preciosas y el centro es rico, no se ve pobreza por ningún lado; hay templos cada dos por tres (aunque no como en Pushkar, y es normal, porque allí la concentración es exagerada) y los lagos la hacen parecer una Venecia oriental. Están todos conectados entre sí, de tal manera que si uno rebosa agua, ese plus lo recoge otro, y así es más difícil que se sequen. 
En Udaipur se intentó por primera vez en la Historia desviar el curso de un río (el Ahar) hacia un canal hecho por el hombre. Donde ahora está el lago Pichola había antes una antigual aldea. En el Tiger Lake (Lago del Tigre), unos diez templetes yacen sumergidos. Mañana os cuento más detalles de la ciudad y del festival que hubo. Se celebraba el Año Nuevo. El 2069, para ser más exactos. Ya os contaré por qué.

Thursday 12 April 2012

Aloo Baba, "Hombre Santo Que Come Patatas"


La mañana siguiente fuimos al templo de Aloo Baba, llamado así porque el Babá que lo habita es conocido por comer sólo lo que dé el monte y patatas (aloo, en hindi). Babás son los hombres santos que lo dejan todo para encontrar a Dios: su familia, su tierra, y los de verdad jamás piden a saco (como los hay a pares en muchas ciudades); yerran por los caminos de la India hasta que encuentran a Dios y su sitio. Así que éste vendría a ser el Hombre Santo Que Come Patatas, y había encontrado su posto nel mondo aquí, en el templo que antes era conocido como de Deru, el dios de los animales. Efectivamente, allí estábamos rodeados de pavos reales, decenas de ellos, y palomas; todas venían a comer en cuanto veían a alguien emerger del templo.
Así que por fin tenía a un Babá de verdad delante de mí. Llena de curiosidad, me puse a preguntarle cosas: ¿tenía de verdad una conexión con Dios? Sí. Raj hacía de apuntador y dijo que la gente venía a él porque les daba mucha tranquilidad de espíritu. Yo le pregunté por qué en la India había tantos dioses, y dijo que había sólo uno, lo que pasa es que tenía muchas formas, y cada uno adoraba en cada momento la que más necesitaba. También le pregunté qué opinaba de Jesús, Alá, Yahvé, y dijo que todos eran el mismo Dios, pero con diferentes nombres. Ya he dicho antes que la permisividad, la flexividad que tienen los indios para aceptar e incorporar otras religiones es fantástica. A sus templos se puede acceder sin ningún problema, jamás despreciarán tus creencias... En fin, y me quedaba otra pregunta en el tintero, ¿qué es el karma exactamente? Pues la conexión con Dios. Si haces cosas buenas, estarás más en contacto con Él, tu karma será más bueno y serás recompensado cuando vuelvas a nacer. Por cierto que si tienes una sintonía especial con un animal, pues también puedes convertirte en uno (y también si te has portado muy mal; por ejemplo, en un escarabajo).
Aloo nos explicó también la dualidad Shiva-Parvati en todos los seres humanos. Parvati es la consorte de Shiva, por cierto. Cada mujer tiene su parte derecha del cuerpo reservada a ésta, y la izquierda a Shiva. Los hombres, viceversa. Porque todos los seres humanos tenemos también algo de divino.
A todo esto, estábamos sentados saboreando el imprescindible chai masala, creo que con leche de búfalo, porque me sabía muchísimo, y el hombre estaba fumando, cosa que indignó muchísimo a Shei, porque mucho dejar todo, y luego estar atado a ese vicio. El hombre se nos disculpó diciendo que empezó hace siete años, que todo el mundo le ofrecía, y que sólo fuma lo que le dan.
Para que Aloo Baba se pueda dedicar plenamente a sus actos espirituales, siempre hay gente a su alrededor que le limpia y le cocina. Sobre todo un hombre, que vive un poco más lejos, en la montaña. Se está preparando para ser un Babá; cuando muera Aloo, él ocupará su lugar. Vimos su morada, dos cañas plantadas en la tierra con un trapo encima en diagonal.
Cuando Aloo llegó a este templo, la construcción era muy pequeñita, perdida en medio del campo. Desde entonces, con las donaciones de sus seguidores, han hecho una carretera para llegar allí, y él mismo ha creado subtemplos dedicados a Shiva, Ganesh (el dios con cara de elefante) y Hanuman (el dios con cara de mono), todo instalado ingeniosamente en la roca, encima y debajo de ella. Aloo incluso nos dijo dónde echar las mejores fotografías. Cuando nos íbamos, le tocamos los pies en señal de respeto, y nos dio su bendición -Que tengáis una buena vida y un buen trabajo- y por un momento sentí como algo especial, como una corriente de electricidad cuando le toqué, aunque acto seguido se acabó el hechizo porque dijo, "y cuando vayáis a los templos no vayáis dejando las cosas que os las roban" y nos tendió la mochila que Shei había olvidado dentro.
Luego volvimos a coger la moto para ir a ver el Ajeval Temple, aún más adentro de las montañas. Éste era un templo mucho más antiguo, con grandes piedras cuadradas estilo romano, mezclado con arquitectura tipo Libro de la Selva. Precioso. Alguien había descubierto una roca con forma de cabeza de elefante, por lo que se la había pintado del color naranja de Ganesh y había hecho que el viejo templo recobrara su vigor. El sitio era simplemente espectacular, entre dos montañas, con sólo el sonido del viento y de los cantos de los pavos reales.

Por la tarde habíamos quedado en volver a casa de Raj para que las mujeres nos hicieran dibujos de henna en las manos. Llegamos y tras el chai (raro, ¿eh?), Mami se puso a la tarea. Con mucha, mucha paciencia, fue trazando mil dibujos en la palma y el dorso de mi mano, mientras íbamos hablando de cosas de mujeres. Sin hombres por delante, con toda la naturalidad del mundo fuimos preguntándoles cosas y ellas a nosotras.
Tara quería irse a vivir a Estados Unidos. Ahora estaba más activa; había pillado confianza y a veces se emocionaba tanto hablando que se olvidaba de traducir para la hermana de Raj.
Creo que era Mami la que más se ocupaba de las cosas de la casa; nos hizo el chai, la henna, y andaba trasteando mientras las otras dos hablaban tan ricamente con nosotras. Tiene sentido; se supone que la mujer india, cuando se casa, pasa a entrar al servicio de la familia de su marido. Mami, por respeto a Raj, que es mayor que su marido, se tapa la cara (pero no por respeto a su cuñada, que es mayor también, o a su suegra, que le dobla la edad). Tiene 19 años y lleva uno casada. No quiere niños, ni uno solo. Es escurridiza a la hora de hablar con nosotros, pero contesta a las bromas cuando se les hace y como buena india se ha reído todo lo que ha querido de mi acento al pronunciar un par de palabras en hindi. También de mis zapatillas, atadas cada uno con un cordón de diferente color (en Shishu, era el tema estrella de conversación entre las massis). Conocía al hermano de Raj, Raussi, antes de casarse.
Nos queda claro que no se pueden casar fuera de su casta, y que son los padres los que lo arreglan todo. Eso sí, dice Tara que si el elegido no te gusta, no hay por qué acatarlo; se comunica a los padres, y que ellos busquen a otro. "Y luego casarte, tener hijos, y ya; ésa es tu vida; la vida es siempre igual para las mujeres en India", dice, resignada.
Las tres, cada una en una etapa diferente de su vida, pero ninguna libre, siempre dependiendo de un padre, tío o marido. Las mujeres indias no pueden viajar solas, por ejemplo. Está terminantemente prohibido. Tara quiere ir a Estados Unidos, pero no cree que pueda a) Conseguir el dinero para el viaje b) Convencer a un hombre de su familia para que la acompañe.
Ella quiere ser médica. Ya ha conseguido dos medallas de excelencia en la escuela, como dijo Raj por la noche, las primeras que hay en la familia. Como la chica (tiene 13 años) apunta maneras, la ha sacado de la aldea y se la ha traído a la ciudad, a una buena escuela. La trae y la lleva al cole y está muy orgulloso de ella. Al mismo tiempo, él es el hombre que manda en su vida. Yo me moriría si tuviera que hacerme a la existencia de una mujer en este país.
Ellas tampoco están muy conformes, pero se quejan entre ellas y así se consuelan un poco. Por lo del viaje, les digo que ya que tienen voto, que propongan cambiarlo para que puedan viajar solas, y Tara me dice que ella es sólo una. Y yo le digo que así no se va a ningún lado, pero tampoco insisto más, porque para mí es muy fácil decirlo desde afuera, pero tampoco quiero meterle ideas en la cabeza porque luego ella se queda y debe de ser frustrante para la muchacha, el saber que en otros lados la mujer es igual que el hombre (bueno, aunque no sea así al cien por ciento, pero en comparación, creedme que lo es). Me entran ganas de coger a Taruna (su nombre al completo) y traérmela para España, y que estudie aquí y deje a los hombres estrechitos de mira en su querida India. Que no es que a ella no le guste, o a Mami, o a la hermana de Raj. Les pregunté y sí que son felices; además están orgullosas de ser indias, de sus tradiciones y costumbres. Es sólo que, muchas veces, son esas mismas costumbres las que las aprisionan...

Aquí salen todas las mujeres de la casa: Tara, la madre de Raj, Raussi, Mami, con el velo puesto, y la otra hermana. Les estoy muy agradecida por habernos acogido como lo hicieron.

Monday 9 April 2012

El único templo de Brahma está en Pushkar

Por lo visto, mi nombre no es lo único que comparto con los hebreos. En Pushkar todo el mundo piensa que soy israelí. Por qué, no tengo ni idea. Pero en dos días que llevo aquí he escuchado más veces "Shalom" que en toda mi vida. Nuestro amigo Raj también lo pensaba al principio, e incluso me saludó con unas cuantas frases en hebreo que me dejaron... igual.¿Qué leches me diría? Y hoy, un chico finlandés me ha confundido con una amiga suya italiana. Total, que menos española, parezco de todo.
Vaya, se me acumulan los eventos... Va, iré cronológicamente. En mi segunda mañana en Pushkar, Raj nos iba a llevar al templo de Savitri, la primera mujer de Brahma.
Ha llegado el momento de que hable un poco de mitología india. Los dioses más importantes son Brahma (de donde proviene la casta más importante, los Brahmines, que son una especie de sacerdotes; conocen todas las historias mitológicas y dirigen los rituales religiosos), Shiva y Vishnu. Shiva y Vishnu tienen templos hasta debajo de las piedras (literalmente, los he visto), pero Brahma sólo tiene uno en todo el mundo, y está en Pushkar. ¿Por qué allí?
Cuenta la leyenda que Brahma quería celebrar una ceremonia en el lago sagrado de Pushkar, y llamó a su mujer, Savitri, para que le acompañara a oficiarla. Pero su mujer le dio plantón y como tenía que celebrarla sí o sí y necesitaba una mujer, mandó buscar a la que fuera, y sus emisarios le trajeron a una chica que era lechera. La desposó y justo cuando estaban en medio de la celebración llegó Savitri y se cabreó muchísimo. Le maldijo diciéndole que, por ansioso y querer dos mujeres, a partir de ese momento no tendría a ninguna y estaría siempre solo. Ella viviría en una montaña en frente de Pushkar y la lechera en otra que está justo al otro lado. Brahma estaría condenado a vivir exactamente en el medio, en el lago. A pocos metros de éste está el templo.

Como la segunda mujer era lechera, hay una casta que se llama de los lecheros y pertenecen al grupo de la segunda casta. Aunque ya no tienen por qué ser lecheros exclusivamente; Raj pertenece a esta casta y tiene una tienda, por ejemplo.
Total, que el día anterior, cuando Raj nos dijo que nos llevaría, broméabamos diciendo, ¿qué te parecería si fuera ése de ahí arriba?, señalando uno en la cima (MUY encima) de una montaña a tomar por saco de Pushkar. A las seis de la mañana en punto, Raj nos vino a buscar en moto. Ni tan mal, pensamos; así que nos lleve todo lo arriba que quiera. Pero no. Dejó la moto en su casa, y seguimos andando. "Raj, por curiosidad, ¿dónde está el templo ese al que nos llevas?" "Es ése", señalando, por supuesto, el templo a tomar por saco. "Son quince minutos". Yo volví a mirar. ¡Pero si casi ni si veía el templo! Luego él explicó que de pequeño su trabajo había sido el de hacer de chico de los recados del templo. Iba y venía del orden de diez veces al día. Claro, por eso iba saltitando alegremente de una piedra a otra. No te fastidia, así yo también. Pero a los diez minutos yo estaba sudando, me temblaban las piernas, y encima estaba depre por ver a Raj y a Shei (que pesará  unos cuarenta kilos) perderse en la distancia.
El último tramo era el peor. Había que escalar literalmente las piedras. Dios mío, cuánta fe tenían que tener los seguidores de Savitri. Seguro que tenían que pasar un examen de alpinismo antes de entrar en la orden.
Yo aguanté sólo porque Raj me había prometido una vista magnífica desde arriba. El sol saldría detrás de Pushkar e iluminaría todo el pueblo. Tenía que darme prisa, iba a amanecer ya. Así que apuré los últimos metros, alcancé la cima, me di la vuelta y... nada. No podía ver más allá de quince metros. Había una niebla espesísima.
Casi me tiro montaña abajo. Lo debería de haber sospechado. Tengo la negra con los amaneceres en miradores de montaña. El año pasado me pasó lo mismo en el Himalaya. Estos indios, obsesionados con el amanecer, ¡y la mitad de los días, el sol no aparece!
Lo único bueno fue que en segundos nos vimos rodeados por unos doce o trece monos que conocían a Raj (él sube allí todos los días, él pasó el examen con nota) y sabían que les traía galletas. Raj, como buen hindú, alimenta y trata bien a los animales, aunque no sean suyos. En una vida anterior, uno de estos primates bien pudo haber sido primo suyo. Y además, es vegetariano. Aquí noto más el hinduismo que en Calcuta. Probablemente porque allí me movía más en el círculo de la Madre Teresa.
Bueno, pues ahí arriba nos sentamos sorbiendo un tazón de chai que costaba treinta rupias, cuando normalmente son cuatro o cinco. Pero nosotros pagamos sin chistar, porque estábamos la mar de solidarias con el pobre muchacho que había tenido que subir a hombros los ingredientes para preparárnoslo. Los monos se quedaban muy cerquita de nosotros, mirándonos por si les echábamos otra galleta más. Parecían hombres sabios, con esa pose.

Ese día íbamos a marcharnos, y Raj dijo que era una pena, porque si no nos invitaría a su casa, a cenar y a conocer su familia. Obviamente, decidimos entonces quedarnos un día más.
Por fin nos dipusimos volver y, al bajar, pegué un señor resbalón. La superficie de la piedra era muy lisa y como los escalones eran de a metro, pues era una cuestión de tiempo que pasara. Qué porrazo me di, y encima en slow motion, para que Shei  y Raj tuvieran tiempo de apreciarlo con todo lujo de detalles.
Por la tarde, Raj pasó a buscarnos en moto. (No he montado tanto en moto en mi vida. Entre Harry y Raj, no hacíamos otra cosa, y además Shei y yo decidimos alquilar ese día una scooter para visitar las afueras. He de aclarar que yo sólo había cogido una moto una vez y fue para estrellarla acto seguido contra el coche de nuestra entrenadora, así que no lo había vuelto a intentar).
Su casa era como podía ser una casa española de pueblo hace veinte años; cuatro habitaciones alrededor de un patio, televisión en la habitación de Raj, cocinita en el patio y baño diminuto, con ese todo-en-uno tan de moda en India. Nos recibieron la hermana, dos sobrinos pequeñines, su cuñada y su sobrina Tara, que era la única que hablaba inglés.
Enseguida estuvimos como en casa. Nos pusimos a aprender a cocinar chapati, una de las tortas de pan que acompañan la comida, y que se amasa como el pan, y luego tienes que hacerlo redondo, para ponerlo en la sartén al fuego. A mí el primero me salió bien, pero en el segundo tuvo que intervenir Mami (cuñada, en hindi), toda escandalizada, para enderezármelo. Luego trajeron bhatti, que era la misma masa pero cocinada entre cenizas, hecha una bola, que estaba riquísima. Raj volvió al rato con una francesa y ahí empezó la parte más divertida de la noche. Nos convertimos en las barbies particulares de esas mujeres. Nos trajeron saris y también el traje típico del Rajastán, que consiste en un chundri o velo, lenga o falda, y kurta o top. Todo, aderezado con pulseras (churis) hasta el codo, collares inmensos y bindi, el lunar en la frente. Nos sacaron lo mejor que tenían, incluidos regalos y el ajuar de boda. Y ellas, disfrutando de lo lindo, como nosotras: ahora pruébate esto, ahora te pinto los labios, a ver qué tal te queda el velo en este color, y luego hacíamos sesiones de fotos para las que dejábamos entrar a los hombres. Mi pelo causó sensación; lo de ser un poco claro y rizado les priva.

Luego nos llevaron a comer. Toda la familia había ido comiendo ya por turno (nuestra sesión de saris había durado más de dos horas), así que se sentaron en semicírculo a contemplar cómo comíamos el thali (comida completa que en esta ocasión consistía en dhal, arroz frito, una especie de snacks de colorines, chapati y bhatti) con las manos. A la francesa se la veía con arte en estas lides, y Shei y yo no quisimos ser menos, pero pasamos bastantes apuros para arrebañar bien la comida. Al final conseguimos acabárnoslo todo y llegó la hora de irnos. Ahora éramos íntimos, así que quedamos al día siguiente con Raj para ver el amanecer en otro templo (os lo digo, la obsesión por el amanecer en este país es lo peor), pero esta vez iríamos en moto. Y con las mujeres, acordamos que vendríamos por la tarde para que nos hicieran una sesión de henna.
Nuestro último día en Pushkar prometía muchísimo...

Thursday 5 April 2012

Lo peor y lo mejor de los indios


19 de marzo, Pushkar
2:07 a.m. Maldito tren. Ni un minuto se ha retrasado. Juraría que incluso ha llegado antes de tiempo. Todo esto, obviamente, porque no tenía ningún avión barra tren que coger, que si no fijo que en sus veintisiete horas de trayecto hubiera encontrado espacio de sobra para retrasarse. Pero como la perspectiva era llegar justo a la hora en que no había ni un autobús que me llevase los 15km que separan Ajmer de Pushkar, donde me esperaba Sheila, pues nada. Desesperada y muerta de sueño y de cansancio (acababa de atravesar todo el norte del país y encima mis vecinos, la mar de caritativos, me despertaron en Jaipur, por si me bajaba allí), con los pelos revueltos como si me hubiera peleado con siete linces ibéricos, sucia por el polvo acumulado y sudorosa porque se habían puesto en plan ahorrador con los ventiladores del tren, bajé al andén dispuesta a buscar transporte para Pushkar. Por el camino, los hombres se volvían para mirarme fijamente y alguno incluso piropear. ¿Qué leches les pasa a estos indios? ¡No podía estar peor!!
En la estación, las opciones son esperar tres horas por un autobús que te cuesta diez rupias (quince céntimos de euro), o coger un tuc-tuc por 500 (ocho euros). Me resigno a esperar (aquí ocho euros parecen una fortuna), pero como vienen a entablar conversación conmigo cada dos por tres, y no estoy de humor, vuelvo a intentar regatear. Al final, un muchacho se ofrece a llevarme a mi hotel por 300 rupias. “¿Pero sabes dónde es?”, le pregunto. “Sí, sí, claro”.
Y una mierda. Una hora estamos dando vueltas por Pushkar, que es un pueblecito, buscando el dichoso hotel, sin nadie a quien preguntar a esas horas. Por cierto que pensé que no llegaríamos nunca, porque la velocidad máxima del tuc-tuc, que debe de ser una reliquia del siglo diecinueve, era de 40km/h, y esto, en cuesta abajo y sin curvas.
Al final decidí intervenir; Sheila me había dicho que el hotel estaba junto a un lago, así que tiré de una de las tres palabras que sé en hindi, pani (agua), y haciendo un gesto como de mucho, mucho, le dije: hotel is in paaaaaaaaani pani pani, ¡in city center!, paaaaaaaaani pani pani! Así que por fin descubrimos el lago y el hotel, y cuando un somnoliento hombre me abrió la puerta, el muchacho taxista me dijo todo esperanzado, please give me 400 rupees, señalándome el reloj en plan mira todo el tiempo que te he dedicado, no te quejarás, y yo que me creía muy magnánima por no darle sólo cien, le dije, ¡precisamente! Tú me dijiste que sabías, no haberme mentido. Y él lo justificaba diciendo, “today my first day”, y yo ya no pude contener más mi mal humor y le solté, “I have spent 27 hours on a train from Kolkata and after that one hour and half for 15km because of YOU, I am NOT going to give you 400 rupees!!” y me metí en el hotel sin esperar respuesta. ¿Pero esta gente se cree que me he caído ayer de un pino?
Como el señor del internet, luego por la tarde. Te cobran por horas, así que siempre miramos el minuto en el que empezamos. A y 36 empezamos y a y 36 lo dejamos una hora más tarde, y el hombre nos pide diez rupias más a cada una por habernos pasado. Le decimos que no, que no nos hemos pasado, y el tío nos suelta que estamos mintiendo. Así que abro la cartera, cojo el dinero que corresponde a UNA hora, se lo planto en la mesa y le espeto, “we DON’T lie, this is what we owe you, and we don’t like to be called liers”. Yo antes solía callarme estas respuestas porque nunca se me ocurría qué decir en el momento y luego me pasaba la siguiente hora imaginando todo tipo de contestaciones cortantes que hubieran sido perfectas pero que nunca pensaba a tiempo. Aquí, sin embargo, con tanta práctica continua, las he perfeccionado enseguida. No me gustar armarla, pero a veces India consigue sacar lo peor de mí misma.
Y también lo mejor. Enseguida nos hemos reconciliado con el país cuando hemos conocido a la dueña de nuestro hotel. Nos ha estado contando su vida y yo ya la adoro. Mañana nos va a comprar té en el mercado, porque a ella le sale a precio normal, y para que lo probemos nos ha traído chai masala a la terracita, que tiene vistas al lago sagrado de Pushkar, y que con la brisita que corre después de un día con 38 grados se agradece bastante.
Por lo visto, el hotel ya era de su abuelo, y lo llevan en familia. Como Pushkar siempre ha sido muy turístico, han tenido mucho contacto con extranjeros y son muy abiertos de mente. Eso le ha venido de perlas. Porque hace unos años se casó y se fue a vivir, según la costumbre india, a casa del marido, en Ajmer. Allí su familia política le prohibió salir de casa, caminar por la calle con la cabeza descubierta, hablar con extraños. Para ella, pasar de un ambiente a otro fue demasiado, y el entorno en que había crecido le dio fuerzas para rebelarse y discutir con la familia. Pero estaba encerrada e incomunicada, así que no podía escapar, hasta que un día su hermano fue de visita, la encontró llorosa y deprimida, y en contra de lo que manda toda tradición hindú se la llevó de vuelta a Pushkar, a ayudarle con el hotel. Ahora ella dice que ha recuperado la alegría y las ganas de hablar (de hecho, no para, la tía), su marido sigue en Ajmer porque no encuentra trabajo y no se va a venir a casa de la mujer, no es tan abierto como ella, pero Meena de momento es feliz con su trabajo y su hija, aquí. Su caso es excepcional, porque normalmente, la gente que es tan religiosa como ella jamás se hubiera atrevido a abandonar a su marido; está totalmente en contra de todos los preceptos hindúes de esposa amante, siempre al lado de su esposo, pase lo que pase.
Hoy también hemos descubierto a Raj, que nos ha invitado a tomar chai mientras nos hacía los mejores precios de Pushkar para comprar los típicos cubre-camas, fundas de cojines y demás telas. Además, nos ha enrollado a Shei y a mí en sendos seis metros y medio de sari y nos ha hecho un book de fotos para el recuerdo. Mañana nos vendrá a buscar antes del amanecer para llevarnos a un mirador desde el que veremos salir el sol por detrás del pueblo. Nos ha prometido que será maravilloso. Así que mañana os cuento qué tal.