Monday 14 May 2012

A través del desierto


El australiano (Shannon) ya estaba en Jaisalmer, y habíamos quedado en encontrarnos en el hotel en el que yo pensaba alojarme. Pero como nos había abordado aquel hombre en el autobús, y viendo que sin el australiano no íbamos a quedarnos en su hotel, mandó a su hermano a buscarlo. Me lo encontré en el roof-top , la terraza del hotel, sentado en una especie de mesa-cama gigante recubierta de cojines y con una tabla en el medio. Aquí comeríamos, jugaríamos a las cartas o desvariaríamos. Junto al australiano, un belga y un holandés.
Todos queríamos hacer el safari a camello. En Jaisalmer es una de las dos cosas que hay que hacer sí o sí. La otra es recorrer el fuerte. No queríamos que el paseo fuera el típico que le hacen a todos los turistas, y además nuestra intención era pasar la noche en el desierto. Según el tío, nos llevaría a ochenta kilómetros, al desierto verdadero, cogeríamos allí los camellos y andaríamos en dirección a la frontera de Pakistán (Jaisalmer es de los últimos pueblos al oeste de India). Veríamos un pueblo destruido de cuando los conflictos entre ambos países, una especie de Guernika indio, y también los puestos militares fronterizos. Regateamos bien porque amenazamos con irnos con el del hotel de al lado, y quedamos en salir al día siguiente tempranito. Iríamos nueve: dos alemanas, un belga, un suizo, dos holandeses, Shannon, Sheila y yo.
Mientras, aprovechamos para conocer la ciudad. Qué calor hacía, cómo se notaba que estábamos al ladito del desierto. Por lo visto, en junio, justo antes del monzón, allí llegan a los cincuenta y pico grados. Menos mal que todavía era primavera.
En Jaisalmer se da una especial circunstancia: la marihuana es legal. Hay una tienda que vende el famoso Especial Lassi, y sólo ahí está autorizado por el gobierno... pero no era ésta. Antes de vendernos nada, se empeñaron en explicarnos que legítimamente ellos eran los que tenían el derecho a venderlo, como llevaban haciendo muchos años, pero justo éste otra tienda había untado al gobierno para que sólo ellos tuvieran la autorización para la venta, y además les habían robado el nombre. Incluso nos enseñaron un vídeo en youtube en el que algunos artistas famosos que habían estado allí denunciaban lo que ellos consideraban un atraco.

La tienda “original” del Especial Lassi

También hacían galletas. Pero nosotros estábamos llenos de curiosidad por el lassi, y allá que fuimos a probarlo. Sheila se pilló un baby lassi, para principiantes, y Shannon y yo compartimos uno fuerte. El belga se pilló uno intermedio. Ahora sí estábamos preparados para visitar la villa.

El fuerte de Jaisalmer

A la media hora nos empezaron a dar ataques de risa. Cualquier tontería nos parecía la mar de graciosa, y el australiano y el belga decían pero que muchas, así que fue una buena tarde. Me empeñé en ver el templo Jain, otra religión que hay en la India, porque al final me vuelvo sin ver ninguno, pero nos señalaban para un lado, nos lo pasábamos, nos indicaban de nuevo, lo volvíamos a pasar, y así recorrimos la calle arriba y abajo del orden de cinco veces sin descubrirlo. Al final nos pusimos en plan práctico y decidimos que tampoco valdría tanto la pena si no éramos capaces de distinguirlo del resto de casas y alegremente pasamos a otra cosa. El fuerte estaba construido en piedra caliza marrón, traída del desierto, así como todo lo que había dentro. Se nota mucho la diferencia con una ciudad como Kolkata, porque allí no hay piedras, y sólo pueden construir con barro o ladrillo. Jaisalmer era muy rica y muy limpia. Había otro festival, pero ese día no había ninguna celebración, sólo el siguiente. Qué pena, porque no podríamos verlo. Volvimos al hotel, echamos unas cartas y a dormir.
A las ocho al día siguiente once personas, contando con el dueño del hotel y un ayudante, nos montamos en el jeep que nos llevaría al desierto. Estábamos por sacar las piernas por las ventanas, de lo apretados que íbamos. Hicimos una parada en una aldea típica, sin mayor interés que el de ver cómo vivían allí, y esa gente debía de estar muy acostumbrada a los turistas porque según nos vieron llegar, una horda de niños bajó corriendo.


Olían a sudor y a cabras, y nos pedían chips, cookies, rupias, querían meter la mano en nuestros bolsos... Casi pierdo la paciencia, porque eran abrumadores. Pero al final hice migas con algunos y con una incluso intercambié una especie de especia para mascar por un pedazo de galleta. El pueblo, por cierto, de aspecto desolador.

La niña con la que hice el trato

En la siguiente parada nos esperaba un nutrido grupo de personas y camellos. Nos pusieron un discreto turbante color naranja fosforescente y sin más preámbulo nos subieron cada uno a un camello. Cada guía llevaba tres camellos; con una cuerda llevaba al primero, el segundo iba atado a éste, y el tercero al segundo.
Casi nos caímos todos cuando los animales se levantaron. Lo hacen en tres tiempos, y si no estás preparado, te viertes sin remedio de la silla para abajo. Y qué altos eran los bichos. Daba vértigo. Encima, su paso era muy difícil y a los dos minutos vi claro y cristalino que la siguiente mañana me iba a morir por las agujetas. No quería imaginar lo que sería trotar con ese animalito.
A los diez minutos lo vi en directo. De repente, oí ese ruido que para mí es el anticipo de una desgracia: animales asustados corriendo. Un camello se había puesto a trotar y a los otros dos que iban atados a él no les quedó más remedio que hacer lo mismo. El último, en el que iba la alemana con la que compartí el autobús, se espantó y empezó a botarse. La vi resbalar de la silla, quedarse un momento suspendida en el camello, y finalmente caer al suelo. El animal le pasó por encima, pegándole una patada en la cabeza.
Los guías se quedaron como petrificados. No reaccionaban, y nosotros nos pusimos a gritar que nos bajaran. Pasaron segundos preciosos y ella seguía inmóvil y nosotros arriba en nuestros camellos, impotentes. Volví a chillar que me bajaran y mi guía salió de su estupor e hizo inclinarse al animal. Salté al suelo, sorteé camellos a la carrera y llegué donde estaba la muchacha. Justo se estaba incorporando. La sangre le chorreaba por la cara, y vi que tenía una brecha en la cabeza. Tenía los ojos abiertos pero los ponía en blanco. Le di cachetadas porque no respondía a mis preguntas, pero no reaccionó. Entonces llegó el resto y todo el mundo empezó a hacer recomendaciones, y sólo le estábamos agobiando más. Al final, decidimos tumbarla de lado, hacerle espacio, y dos indios, todavía confusos, se pusieron a abanicarla con una toalla, con el ímpetu del que no sabe qué mejor cosa hacer.
Les dijimos que llamaran a un médico. Llamamos y dijeron que tardaría veinte minutos. Al rato preguntamos qué tal era el hospital de Jaisalmer, y ellos dijeron que por qué, si el médico le atendería allí mismo. Seguramente le pondría un vendaje en la cabeza y sin perder más tiempo seguiríamos con el safari.
A todo esto, la muchacha ni nos reconocía, ni recordaba lo que había pasado, y de repente se le había olvidado el inglés. Ni lo hablaba ni parecía enterarse de lo que decíamos. Menos mal que estaban allí la otra alemana y el belga, que podían comunicarse con ella. Por eso, casi matamos a los guías cuando nos dijeron tal cosa. Les exigimos que llamaran YA a la ambulancia. Luego nos dijeron que iban a venir los del hotel, pero sin doctor. ¿Tan difícil era que la llevaran al hospital Y viniera un doctor? Pues no, por lo visto tenía que ser una cosa o la otra.
A la chica le preguntamos si podía mover piernas y brazos, y Sheila, que es psicóloga, recomendó que revisáramos si tenía bien la memoria. Y es que preguntaba todo el rato lo mismo, y cuando le dijimos para recordar un par de nombres (Pepe y Juan, propuse en un arrebato de originalidad, quizá no los más indicados para una alemana) al minuto los había olvidado. Estábamos todos temblando todavía. Luego nos dimos cuenta de que ella sólo estaba bajo el shock; tenía el hombro y la mano doloridos por haberse apoyado al caer, y la herida en la cabeza era superficial. Al cabo de un rato ya nos reconocía, y no dejaba de apretar la mano de la otra alemana. Estaba muy asustada y lloraba. Intentamos hacerle bromas, porque el dichoso dueño del hotel se hacía de rogar para llegar.
Al final apareció y la otra alemana la acompañó al hospital. Sheila y los holandeses dijeron que no pensaban seguir después de lo que había pasado. El resto decidimos continuar con el safari, porque nos apetecía mucho. Estábamos el australiano, el belga, el suizo y yo, y estaba segura de que la excursión serían unas risas.
Partimos y pronto llegamos a una aldea, donde hicimos una rápida parada.

Mujeres yendo a buscar agua a un depósito fuera de la aldea

Luego ya era la hora de comer, así que nos detuvimos a la sombra de un árbol, extendimos una manta y ayudamos (o ralentizamos, según se mire) a quitar las sillas a los camellos, atadas mediante un complejo sistema de nudos y cuerdas. Los guías, Shalim y el resto, se pusieron a cocinar verduras y chapati. Este chapati lo aplastaban con las manos, a falta del rodillo que está en toda casa india. Me puse a hacerlos también y si en casa de Raj fue desastroso, aquí fue aún peor. Mientras, estábamos de palique con ellos.


Eran musulmanes e hindúes, y Shalim dijo que en el desierto todos eran hermanos, que incluso comían carne juntos. Trabajaban para el mismo jefe, que era el hermano del dueño del hotel. El hombre este tenía 29 camellos, lo que significaba que debía de ser muy rico.
Ellos eran de otra aldea, más en el desierto... desierto, y les pregunté si podrían sobrevivir allá bien. Me dijo que por supuesto. Y sus camellos también. Primero, porque pueden estar hasta tres semanas sin beber. Almacenan el agua en la joroba y si ven que van a conseguir agua antes se ponen a orinar para vaciar la que ya tienen. Fue muy gracioso después, cuando paramos en un pozo; según iban bebiendo, todos a la par iban meando. Shalim explicó que ellos también eran un poco como los camellos; podía beber una sola vez y aguantar todo el día.
Emocionada por tener delante mía a un verdadero tuareg del desierto, le pregunté una duda que me corroía desde hacía mucho: ¿es verdad que se puede dormir encima de un camello cuando esté andando? ¿Lo había hecho él? Me miró raro, como con desconfianza, y me dijo, pues claro, ¿tú no serías capaz? Si me ato con ocho cuerdas para asegurarme que no me rompo la crisma, entonces quizás, pensé yo.
Después de la comida nos echamos una siesta mientras ellos reagrupaban y cargaban los camellos (estábamos en plan señoritingo, lo admito, pero con el calor que hacía, y todo lo que habíamos comido, nos parecía imposible movernos). Cuando partimos, en vez de ir a horcajadas, me puse de lado en la montura, a lo amazonas, para cambiar de posición y así no tener tantas agujetas luego. Pero no podía hacer fuerza con las piernas y me tenía que agarrar todo el rato, así que preferí ahorrarme el estrés y volver a la posición normal, sin pensar mucho en los dolores posteriores.
En la siguiente parada, unas mujeres sacaban agua a cubos de un pozo con varios metros de hondo y daban de beber así a sus vacas, que venían corriendo según las veían cuerda en mano.

Una mujer dando de beber a uno de nuestros guías tras haber saciado a su rebaño

No había mucha agua y el proceso era muy lento. Yo me moría de la sed. Mi agua embotellada estaba a temperatura ambiente, unos 40º; y por mucho que bebiera (iba ya por los cinco litros ese día, y os juro que no exagero), mi sensación de sed no se mitigaba. Vi a Shalim beber del cubo y le pedí que me diera a mí también. Total, si puedo beber un par de buches de agua del grifo india, puedo beber con más razón de un pozo que está en medio del desierto, lejos de toda contaminación. Ésta estaba fresquísima y me supo a gloria. Los de mi grupo se escandalizaron al verme. Bah. ¡Envidiosos!

Unos niños aparecieron en el pozo y nuestros guías los montaron en sus camellos

Y justo al lado empezaron las verdaderas dunas. Vi unas camas apiladas unas encima de otras y le pregunté a Shalim que quién vivía ahí, porque por la zona había muchos campamentos de gitanos y ése tenía toda la pinta de ser uno de ellos.

Shalim

Me contestó que era nuestro camping. Ah. Esta vez no nos dejaron desensillar y nos mandaron a hacer la croqueta por las dunas, o sea, a tirarnos duna abajo. Quisimos también ver el atardecer, pero está claro que el sol indio nunca está disponible cuando yo lo necesito, porque palideció hasta desaparecer antes de esconderse detrás de las dunas. Menos mal que hicimos esta foto antes de que eso pasara.


Así que, con mucho entusiasmo, nos tiramos de cabeza duna abajo. Tuvimos arena hasta en los sitios más intrincados de nuestros cuerpos y salimos mareados, pero fue muy divertido. Cenamos verduras hervidas en masala con arroz y chapati, que era el mejor que jamás había probado, quizás por ser más ancho y estar cocinado al fuego. De repente apareció un señor cargando un saco, y pensé con fastidio que no era posible que incluso en medio del desierto nos vinieran también a vender cosas. Sonó un tintineo de botellas. No podía ser... pero... ¡si! ¡Cerveza! Quizá no del todo fresca, pero era justo lo que necesitábamos en ese momento. Con ellas en mano, nos pusimos alrededor de la hoguera para cantar cada uno lo que supiera.

Preparando la candela para cocinar la cena

Nuestros tres guías se pusieron a entonar canciones musulmanas, como las de la llamada de la mezquita (Allaaaaaaaaaaaaaaaah... Akbar!!!), así, a tres voces, cada uno a su bola y a ver quién cantaba más alto, con lo que nosotros no podíamos contener la risa. El australiano nos sorprendió cantando composiciones de rap de su propia cosecha, que sonaban muy bien, y el belga hacía la batería golpeando con un palo un bidón de plástico y una botella de cristal de cerveza.
De repente nos dimos cuenta de que en realidad estábamos muertos y queríamos irnos a la cama. A mí me hacía mucha ilusión dormir en un colchón sobre la arena y bajo las estrellas, la mar de bucólico todo, así que pregunté a Shalim si me picarían escorpiones o serpientes. Depende de la suerte que tengas, me dice tan pancho. Pero... ¿es muy peligroso?, insistí, aunque interiormente ya había decidido lo que iba a hacer, y él contestó que los escorpiones no, que a él ya le habían picado varios, pero las serpientes eran MUY venenosas. Bueno, esa mañana había quedado clarísimo que si algo pasaba íbamos apañados, primero por puro estar en medio del desierto y segundo por los reflejos especialmente lentos de los que esta gente disfrutaba. Así que me resigné a dormir en la cama, mucho más seguro, y las juntamos Shannon, Mukti (el belga) y yo, y el suizo no, porque en todo el viaje siempre estuvo un poco aparte, según yo por ser mayor, según Mukti por puro ser suizo.
Toda la noche estuvimos escuchando a los camellos rumiar su comida. Empezó como un ruidito constante a lo lejos, pero poco a poco se fue acercando y cuando me quise dan cuenta tenía uno prácticamente al lado de mi cama. Y toda la noche erre que erre, que el bolo digestivo o como se llame para cuando llegara al estómago ya tenía que estar más que destrozado.
Fue muy agradable dormir con la brisa del desierto dándonos en la cara, lo único que no habíamos tapado con las mantas, porque por fin, después de una jornada de calor asfixiante, hacía fresquito.


Amanecí con mi trasero a escasos centímetros de la arena, porque había un agujero en el somier de plastiquete de la cama. Apareció un niño conduciendo un par de camellos -menudo tráfico había aquí, esto parecía el centro de Manhattan- y trajo una botella de leche, así que Shalim se puso a hervirnos chai. El desayuno, soberbio. Unas treinta tostadas para nosotros cuatro y de repente lo veo cocinando una especie de pasta al fuego. ¿Qué leches era eso? Porridge, me aclaró, y yo me emocioné muchísimo. Siempre lo había visto en todos los menús de restaurantes indios y sabía que era algo típico inglés porque una compañera mía de piso lo tomaba, y siempre quise probarlo, pero no me atrevía. Mira tú por dónde, mi primera vez iba a ser en el desierto. Fantástico. Le echaron plátano, le dieron un par de vueltas más en la cazuela y me lo sirvieron.
Asqueroso. Insulso pero aún así de mal sabor, no sé cómo explicarlo. Entonces, me concentré en las tostadas. Teníamos incluso mermelada. Qué apañados eran estos guías nuestros.
A ver, a todo esto, era muy raro que ellos estuvieran continuamente yendo y viniendo, que no dejaran de aparecer lugareños y mil cosas más. Según Shalim, estábamos a 23km de la frontera pakistaní, pero a mí me extrañaba porque en vez de ir al oeste habíamos estado yendo más bien hacia el sur. La cámara del australiano tenía GPS, pero justo en ese lugar no funcionaba. Pues qué bien. Nunca está cuando se la necesita. Por la noche habíamos visto dos luces como de pueblos. Shalim (líder de los guías y el que mejor hablaba inglés, por eso hablo de él todo el rato) dijo que uno era una aldea gipsy, gitana (hay que recordar que los gitanos son oriundos del norte de India y que de ahí partieron hacia el resto del mundo; de hecho, para mí la música y la manera de cantar que hay aquí me recuerda un poco al sur de España), y las otras luces, una base militar india.
Volvimos a montar y fuimos a ver de lejos la supuesta base. Yo tenía la sensación de que estábamos dando vueltas por el mismo sitio. De hecho, en un par de ocasiones volvimos a ver dos guías de los que ya nos habíamos despedido, pero cuando se lo preguntamos a Shalim, se nos ofendió muchísimo.
A todo esto, yo quería trotar, porque todo el rato al paso con los camellos, con el calor, atonta al más avispado; Shalim ya me había llevado el día anterior y había visto que no había problema. Ahora también se apuntaron el australiano y el suizo. Mukti se abstuvo, después de lo que había pasado con la alemana. Así que trotamos y de repente mi camello, que iba atado al de Shannon, se soltó, y la cuerda fue a golpear al animal, que empezó a encabritarse y a punto estuvo de tirarlo, pero Shannon se agarró bien y el guía tuvo tiempo de llegar y calmarlo.


Cogió la cuerda y bajó al mío para volver a colocarla. Para bajar al camello emitían un sonidito, ye, ye, y el camello doblaba primero las patas de delante y luego las de detrás en dos tiempos, primero flexionándolas hacia dentro y después hacia fuera. Son animales muy flexibles estos bichos. Y qué cara tan graciosa tienen. Sobre todo Kalu, mi camello el segundo día (el primero era Álex, que emitía un olor pero que muy fuerte -y nada agradable- a tres kilómetros a la redonda). Kalu tenía la nariz torcida y media dentadura al aire, y yo tengo una teoría de por qué había acabado así.

Kalu

Cuando son pequeñitos, nos contaron los guías, les hacen sendos agujeros en plan piercing al lado de los orificios nasales, para colocar ahí dos clavos a los que atar las riendas. No llevan cabezada como los caballos. Creo que a Kalu no le pincharon bien y le fastidiaron algún nervio, por eso tenía la boca caída. Otra cosa, los camellos que hacen marchas en el desierto son todos machos. Por lo visto, las hembras son mucho menos resistentes, así que solo las quieren para la reproducción.
El sistema este del clavo y la cuerda a veces no es muy fiable, porque ésta es tan fina que si se tira fuerte de ella se rompe, o se desata. Y mi camello se volvió a soltar una segunda vez, y ahora sí que decidió seguir por su cuenta, y yo, que iba sin riendas y no podía saltar desde una altura de casi tres metros, intenté poner en práctica lo que hubiera hecho con un caballo, es decir, echarme hacia atrás con las piernas hacia adelante e intentar pararlo con la voz (ya me tenéis ahí desgañitándome a base de decirle ¡soooooooooooo, soooooooooooo!). Bueno, al menos algo ablandó el paso y así el guía tuvo tiempo de llegar y detenerlo.
Un poco más adelante nos cruzamos con la alemana (la no accidentada), que iba por fin a hacer su safari. Definitivamente, teníamos la sensación de ser lugareños ya, conocíamos a todo el mundo allí.

Restos de la vaca

Buitres

Llegamos a un pueblo que estaba en construcción. Había bloques macizos de piedras por todas partes, y una máquina abría un surco en la tierra. A la entrada vimos grandes pájaros volando en círculo. En España como en India, eso sólo puede significar una cosa: algo muerto había por ahí. Nos acercamos para descubrir lo poco que quedaba de una vaca, sobre la que una enorme pandilla de buitres se estaba dando el festín del año. Qué emocionante. Cuántas cosas estaba viendo en este safari. Nunca había visto un carroñero de esos tan cerca, y desde luego no en acción tan al natural.
El pueblo parecía un Guernika versión india, porque sólo había dos o tres acabadas; el resto estaba en construcción, pero con tanta piedra de por medio, el aspecto general era desolador.

El Guernika indio

Las futuras casas

Eso sí, cuando acaben será un gran pueblo, porque las acabadas eran casas que no envidiaban a las occidentales, es más, conozco a más de uno que la cambiaría por la suya: eran grandes, con amplias ventanas y puertas,y todo de una piedra caliza color arena. Allí quisimos dar de beber a los camellos, pero fue imposible porque todo el agua estaba siendo utilizada por pastores lugareños para bañar por la fuerza a un espantado rebaño de cabras, que berreaba del susto cada vez que un hombre las metía en la charca. Al día siguiente las iban a esquilar, (sí, a las cabras), de ahí el forzoso chapuzón. Los camellos cortaron el pipí cuando se dieron cuenta de que no iban a beber y nosotros acampamos un poco más lejos para hacer la última comida. Nos tumbamos para jugar a las cartas. Qué útil había sido esa baraja que compré en Jaisalmer con los monumentos más importantes de la India. Y qué poco conozco de este país. Habré estado en seis o siete de unos cuarenta. Anda que no me queda por descubrir...
Después de comer era la hora del galope. Monté en un camello -sola- y Shannon se montó en otro -con el guía, lo que le tenía abochornado-. Nos alejamos y Shalim me gritó que tuviera cuidado. Creo que estaba pensando en lo ocurrido el día anterior. Delante de mí, el guía se puso al trote borriquero, ése que te quiebra todos los huesos y te hace castañetear los dientes sin por eso ir muy deprisa. Yo le hinqué los talones en los flancos a mi camello, le di con las riendas a uno y otro lado a lo John Wayne pero ni por esas logré coger el galope. Qué decepción.
Llegó el del hotel, y en media hora estábamos en Jaisalmer. Cuando llegamos, todo fue muy rápido. El australiano y Shei tenían que coger un tren, por lo que nos despedimos a la carrera. A Shannon quizá lo vería en Varanasi, a tiempo para celebrar su cumpleaños, pero a Sheila, que había sido mi compañera de viaje durante mes y medio, no, y se me iba a hacer raro seguir en la India sin ella.
Yo quería descansar esa noche en Jaisalmer, porque venía hecha polvo del desierto, y al día siguiente tirar para Amritsar o Varanasi, aún no lo tenía claro. Amritsar, la capital Sikh en Punjab, me llamaba mucho, pero también Varanasi, la ciudad sagrada donde los hindúes iban a morir para luego ser cremados en el Ganges. 

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