Saturday 28 April 2012

El mercado de las especias


Total, que subimos por el mirador y la vista era preciosa. Como me había quedado sin espacio en la cámara y se me ha quedado tan changada con este viaje que ni hace zoom ni deja borrar fotos, me adueñé de la cámara de mi amiga alemana y me puse a hacer fotos como una descosida. De repente me fijé en el sol. Dos fotos después, estaba mucho más abajo. Me emocioné y grité, ¡vamos a grabar el atardecer como en los documentales! Las otras no entendían, “¿qué dices?” “Sí, lo dejamos grabando, luego lo aceleramos, y tenemos cómo se esconde el sol”.
Jo, es que era muy bonito, el lago rojizo, el sol bajando casi a ojos vista para meterse detrás de la montaña... Afortunadamente iba rápido, porque luego he reflexionado que no tengo programa para acelerarlo.

Un par de indios me pidieron que les echara una foto y luego aprovecharon la coyuntura para pedirnos una foto con ellos. Luego se acercó otro indio y pensé que quería lo mismo, pero enseguida lo reconocí. Era Rana. “¿Qué haces aquí? Te fuimos a buscar”, le acusé. Se disculpó; había salido más tarde. Y los fuegos no empezarían a las seis como me había dicho sino a las ocho, así que mientras podríamos subir a ese templo que teníamos a nuestras espaldas y ver lo que quedaba del atardecer desde allí.
Lo miré con desconfianza. Tenía todavía reciente el recuerdo de Raj y su subida de los quince minutos al templo, y ya nos habíamos metido para el cuerpo un día entero de visita. Llamadme rara, pero no me veía con fuerzas para trepar por las rocas ahora cual cabra montesa. Encima había un teleférico, con lo que seguro que la subida era ardua. Pero el precio que tenía también era arduo de pagar, así que pudo más mi sentido del ahorro y con un suspiro de resignación me dispuse a subir la dichosa montaña.
Y no, no era tan mala. Al menos, había un caminito hecho de manera regular. Incluso podíamos permitirnos ir hablando. Rana me contó entonces algo raro. Supuestamente, la policía les había hecho una redada y se los había llevado porque sólo tenían permiso para trabajar en Udaipur, pero no para vivir. Luego, me dijo que en realidad no se había presentado porque no tenía permiso para ser guía de Udaipur, entonces no podía ser visto por las calles con turistas. Ya habíamos llegado arriba, así que no insistí más y volví a apropiarme de la cámara. Ya se había hecho de noche. Habían iluminado el lago, y desde allí se veía todo Udaipur:de un lado, la ciudad, enorme; de otro, la parte veneciana, con sus lagos, sus palacios flotando en medio, el city palace... La foto está en mi post “Udaipur, la Venecia del Rajastán”.
Nos quedamos un buen rato arriba tratando de grabar la vista en nuestras retinas y luego bajamos. Antes de salir del parque, Rana se empeñó en despedirse. Aquí tampoco podía ser visto con nosotras. Ya nos escamamos, le dijimos que siempre íbamos por ahí con amigos indios y no pasaba nada, que no nos creíamos su historia, pero tampoco insistimos porque se le veía dolido por nuestra incredulidad. Tiene guasa. Y por eso nos había esperado en el mirador, un sitio tan apartado. En fin. Vimos los fuegos sentadas en una colonia de hormigas, que se estuvieron entreteniendo subiendo y bajando por nuestro cuerpo hasta que por fin nos dimos cuenta de a qué se debía esos curiosos picotazos. Luego volvimos. Había fuegos artificiales durante un minuto y luego seguía un cuarto de hora de discursos en hindi. Los interlocutores luchaban por el micrófono, hablaban de dos en dos y aquello era un caos. Lo que les gusta a esta gente hablar en público...

Al día siguiente, el último allí, tocaba compras en el local market, y cómo se notaba la diferencia de precios. Nos interesaba el mercado de especias. El producto estrella, el azafrán. El grano del bueno en España cuesta unos ocho o nueve euros; aquí no llega a los dos. En un puestecito un señor se ofreció a explicarnos los secretos de unas cuantas especias y allá nos sentamos. Había seis clases de masala: la del chai, la del tandoori (para asar carne), dos de curry y otras dos más que no recuerdo. Nos enseñó una especie de piedrecita que lo parecía del todo porque era durísima (cual pedrusco, efectivamente) y no sabía a nada, pero que cocida por lo visto era mano de santo para que las recién mamás recuperaran fuerzas. Probamos la sal de lima (deliciosa), el azúcar de caña puro, el coco dulce, olisqueamos cilantro, y al final, lógicamente, acabamos comprándole media tienda. Con cada producto nos regalaba una receta. Pienso cocinar como una loca cuando vuelva a España, si consigo descifrar la letra de este hombre.
Por la tarde me fui a escribir al lago, pero la gente no te deja tranquila. El concepto de privacidad y espacio vital propio no es comprensible para los indios; simplemente, no lo conciben. Así que me fui al Ghat. Allí había un señor tocando un instrumento raro y cuando me vio hacerle una foto, me ofreció ir a tocarlo.
 Era una especie de violín hecho con una muy ancha caña de bambú, cuerdas de cola de caballo, y un tambor adjunto de coco recubierto de piel de cabra. Él mismo había confeccionado el instrumento. Me dispuse a probarlo y mientras a él le salía una melodía suave y deliciosa, lo mío parecía más bien un aullido que te ponía los pelos de punta. Sheila me hizo un vídeo. He decidido ahorrároslo. Luego fui a ver el templo Jagdish, dedicado al dios Vishnu (se sabe porque se le representa con dos pies envueltos en un círculo, y yo creo que eso es porque Krishna, una de sus encarnaciones, sólo podía morir si alguien le disparaba a los pies, como ocurrió cuando un cazador le disparó una flecha en el talón. ¿Os suena la historia?). Era un templo enorme, construido por los Mewar. A él se accedía por unas escaleras flanqueadas por dos elefantes. 
El templo era precioso y emanaba paz y tranquilidad. Me senté dentro en una esquina, hasta que la gente empezó a mirarme y me fui. Ni en el fervor religioso pueden evitarlo.
Salí al patio. Había ardillas recorriendo las cenefas esculpidas a mano en el mármol. Representaban guerreros, luchas de elefantes, caballos, mujeres... un trabajo de chinos, vaya.

Esa noche cogimos el bus para Jaisalmer. Se suponía que era privado, pero a las seis de la mañana iba ya a tope. Sheila se había cogido una litera y yo, recordando los brincos de mi anterior viaje en autobús, opté por un asiento normal. Iba al lado de una alemana. Cuando comprobamos que ninguna de las 253 posturas que habíamos intentado servían para dormir, decidimos subirnos a una litera doble que había libre. El problema es que la gente tuvo la misma idea que nosotros poco después y empezaron a subirse a las literas de cuatro en cuatro. Aunque ya hubiera alguien dentro, les daba igual. A nosotras nos tocó un señor con mostacho encaracolado a los lados que no dejaba de escupir por la ventana. Con tanto recoger a gente, al final, en vez de tardar doce horas tardamos dieciséis. Y encima casi nos dejan en el camino, que bajamos al baño una vez y cuando nos dimos cuenta el autobús había arrancado e iba ya calle abajo. Menos mal que alguien nos oyó gritar y lo paró.
En el autobús nos abordó un señor. Tenía un hotel que estaba al lado del que las portuguesas me habían recomendado. Las pobres. Al final, no sé ni para qué se molestaron. Y me arrepentiría de no haberles hecho caso al final. Pero eso ya os lo cuento en el siguiente post. Mientras, aquí os dejo un mini diccionario de israelí. Ya que me confunden con una de allí, quise aprender un par de palabras para que el efecto fuera completo...
shalom: hola
mashlomeg: qué tal (si te diriges a una chica; para un chico, mashlom-ha)
beseder: bien
yallah: vamos
Y también aprendí una palabrota que ellos utilizan mucho pero que no me parece apropiado transmitir aquí. 

No comments:

Post a Comment