Total, que subimos por el mirador y la
vista era preciosa. Como me había quedado sin espacio en la cámara
y se me ha quedado tan changada con este viaje que ni hace zoom ni
deja borrar fotos, me adueñé de la cámara de mi amiga alemana y me
puse a hacer fotos como una descosida. De repente me fijé en el sol.
Dos fotos después, estaba mucho más abajo. Me emocioné y grité,
¡vamos a grabar el atardecer como en los documentales! Las otras no
entendían, “¿qué dices?” “Sí, lo dejamos grabando, luego lo
aceleramos, y tenemos cómo se esconde el sol”.
Jo, es que era muy bonito, el lago
rojizo, el sol bajando casi a ojos vista para meterse detrás de la
montaña... Afortunadamente iba rápido, porque luego he reflexionado
que no tengo programa para acelerarlo.
Un par de indios me pidieron que les
echara una foto y luego aprovecharon la coyuntura para pedirnos una
foto con ellos. Luego se acercó otro indio y pensé que quería lo
mismo, pero enseguida lo reconocí. Era Rana. “¿Qué haces aquí?
Te fuimos a buscar”, le acusé. Se disculpó; había salido más
tarde. Y los fuegos no empezarían a las seis como me había dicho
sino a las ocho, así que mientras podríamos subir a ese templo que
teníamos a nuestras espaldas y ver lo que quedaba del atardecer
desde allí.
Lo miré con desconfianza. Tenía
todavía reciente el recuerdo de Raj y su subida de los quince
minutos al templo, y ya nos habíamos metido para el cuerpo un día
entero de visita. Llamadme rara, pero no me veía con fuerzas para
trepar por las rocas ahora cual cabra montesa. Encima había un
teleférico, con lo que seguro que la subida era ardua. Pero el
precio que tenía también era arduo de pagar, así que pudo más mi
sentido del ahorro y con un suspiro de resignación me dispuse a
subir la dichosa montaña.
Y no, no era tan mala. Al menos, había
un caminito hecho de manera regular. Incluso podíamos permitirnos ir
hablando. Rana me contó entonces algo raro. Supuestamente, la
policía les había hecho una redada y se los había llevado porque
sólo tenían permiso para trabajar en Udaipur, pero no para vivir.
Luego, me dijo que en realidad no se había presentado porque no
tenía permiso para ser guía de Udaipur, entonces no podía ser
visto por las calles con turistas. Ya habíamos llegado arriba, así
que no insistí más y volví a apropiarme de la cámara. Ya se había
hecho de noche. Habían iluminado el lago, y desde allí se veía
todo Udaipur:de un lado, la ciudad, enorme; de otro, la parte
veneciana, con sus lagos, sus palacios flotando en medio, el city
palace... La foto está en mi post “Udaipur, la Venecia del
Rajastán”.
Nos quedamos un buen rato arriba
tratando de grabar la vista en nuestras retinas y luego bajamos.
Antes de salir del parque, Rana se empeñó en despedirse. Aquí
tampoco podía ser visto con nosotras. Ya nos escamamos, le dijimos
que siempre íbamos por ahí con amigos indios y no pasaba nada, que
no nos creíamos su historia, pero tampoco insistimos porque se le
veía dolido por nuestra incredulidad. Tiene guasa. Y por eso nos
había esperado en el mirador, un sitio tan apartado. En fin. Vimos
los fuegos sentadas en una colonia de hormigas, que se estuvieron
entreteniendo subiendo y bajando por nuestro cuerpo hasta que por fin
nos dimos cuenta de a qué se debía esos curiosos picotazos. Luego
volvimos. Había fuegos artificiales durante un minuto y luego seguía un cuarto de hora de discursos en hindi. Los interlocutores luchaban por el micrófono, hablaban de dos en dos y aquello era un caos. Lo que les gusta a esta gente hablar en público...
Al día siguiente, el último allí,
tocaba compras en el local market, y cómo se notaba la diferencia de
precios. Nos interesaba el mercado de especias. El producto estrella,
el azafrán. El grano del bueno en España cuesta unos ocho o nueve
euros; aquí no llega a los dos. En un puestecito un señor se
ofreció a explicarnos los secretos de unas cuantas especias y allá
nos sentamos. Había seis clases de masala: la del chai, la del
tandoori (para asar carne), dos de curry y otras dos más que no
recuerdo. Nos enseñó una especie de piedrecita que lo parecía del
todo porque era durísima (cual pedrusco, efectivamente) y no sabía
a nada, pero que cocida por lo visto era mano de santo para que las
recién mamás recuperaran fuerzas. Probamos la sal de lima
(deliciosa), el azúcar de caña puro, el coco dulce, olisqueamos
cilantro, y al final, lógicamente, acabamos comprándole media
tienda. Con cada producto nos regalaba una receta. Pienso cocinar
como una loca cuando vuelva a España, si consigo descifrar la letra
de este hombre.
Por la tarde me fui a escribir al lago,
pero la gente no te deja tranquila. El concepto de privacidad y
espacio vital propio no es comprensible para los indios; simplemente,
no lo conciben. Así que me fui al Ghat. Allí había un señor
tocando un instrumento raro y cuando me vio hacerle una foto, me
ofreció ir a tocarlo.
Era una especie de violín hecho con una muy
ancha caña de bambú, cuerdas de cola de caballo, y un tambor
adjunto de coco recubierto de piel de cabra. Él mismo había
confeccionado el instrumento. Me dispuse a probarlo y mientras a él
le salía una melodía suave y deliciosa, lo mío parecía más bien
un aullido que te ponía los pelos de punta. Sheila me hizo un vídeo.
He decidido ahorrároslo. Luego fui a ver el templo Jagdish, dedicado
al dios Vishnu (se sabe porque se le representa con dos pies
envueltos en un círculo, y yo creo que eso es porque Krishna, una de
sus encarnaciones, sólo podía morir si alguien le disparaba a los
pies, como ocurrió cuando un cazador le disparó una flecha en el
talón. ¿Os suena la historia?). Era un templo enorme, construido
por los Mewar. A él se accedía por unas escaleras flanqueadas por
dos elefantes.
El templo era precioso y emanaba paz y tranquilidad.
Me senté dentro en una esquina, hasta que la gente empezó a mirarme
y me fui. Ni en el fervor religioso pueden evitarlo.
Salí al patio. Había ardillas
recorriendo las cenefas esculpidas a mano en el mármol.
Representaban guerreros, luchas de elefantes, caballos, mujeres... un
trabajo de chinos, vaya.
Esa noche cogimos el bus para
Jaisalmer. Se suponía que era privado, pero a las seis de la mañana
iba ya a tope. Sheila se había cogido una litera y yo, recordando
los brincos de mi anterior viaje en autobús, opté por un asiento
normal. Iba al lado de una alemana. Cuando comprobamos que ninguna de
las 253 posturas que habíamos intentado servían para dormir,
decidimos subirnos a una litera doble que había libre. El problema
es que la gente tuvo la misma idea que nosotros poco después y
empezaron a subirse a las literas de cuatro en cuatro. Aunque ya
hubiera alguien dentro, les daba igual. A nosotras nos tocó un señor
con mostacho encaracolado a los lados que no dejaba de escupir por la
ventana. Con tanto recoger a gente, al final, en vez de tardar doce
horas tardamos dieciséis. Y encima casi nos dejan en el camino, que
bajamos al baño una vez y cuando nos dimos cuenta el autobús había
arrancado e iba ya calle abajo. Menos mal que alguien nos oyó gritar
y lo paró.
En el autobús nos abordó un señor.
Tenía un hotel que estaba al lado del que las portuguesas me habían
recomendado. Las pobres. Al final, no sé ni para qué se molestaron.
Y me arrepentiría de no haberles hecho caso al final. Pero eso ya os
lo cuento en el siguiente post. Mientras, aquí os dejo un mini
diccionario de israelí. Ya que me confunden con una de allí, quise
aprender un par de palabras para que el efecto fuera completo...
shalom: hola
mashlomeg: qué tal (si te diriges a
una chica; para un chico, mashlom-ha)
beseder: bien
yallah: vamos
Y también aprendí una palabrota que
ellos utilizan mucho pero que no me parece apropiado transmitir aquí.
No comments:
Post a Comment