Y
aquí estoy en un nuevo viaje. En América del Sur. ¡Por fin! Tenía
unas ganas de locas de visitar un lugar que estuviera bien lejos,
algo que fuera totalmente nuevo. Pero necesitaba también algo de
back-up en caso de que algo fuera mal. Por eso Chile era perfecto.
Tengo unos cuantos amigos que había conocido en la India viviendo
aquí. De hecho, la gran mayoría son prácticamente mis vecinos, a
unas pocas cuadras (medida chilena) de mi casa. Ironías de la vida.
Viajo
ahora en una nueva modalidad. Se llama au pair y es super práctico.
Tengo mi refugio del guerrero en pleno Santiago, en el barrio pijo, y
desde aquí me moveré todo lo que pueda. La parte que era arriesgada
era la familia, pero ya estoy tranquilizada. Mi familia es de lo más
maja. Mis monstruitas son lo más tierno y terremoto que he conocido.
Noemi tiene tres años y le lleva una cabeza al resto de sus
compañeros de clase, herencia alemana sin duda. Habla español
(chileno), alemán y francés, y a veces los mezcla los tres en la
misma frase, y se pilla un berrinche si no la entiendo. La pequeña,
Anaelle, hará un año mañana y sus padres la llaman Godzilla, no
digo más. Destruye todo lo que pilla y cuando la oigo llegar
gateando a todo trapo me pongo a temblar. Cuando come parece que ha
pasado un tornado por su silla. Se empeña en comer sola utilizando
cuchillo y tenedor y los resultados son catastróficos. A veces se
pegan porrazos y se chillan la una a la otra, pero cuando Noemi le da
la mitad de su galleta a la peque o juegan juntas se me cae la baba.
Al padre aún no lo conozco, trabaja en el observatorio internacional
del desierto de Atacama (he de ir!!), y la madre es lo más dulce del
mundo, preocupada de que esté cansada cuando lleva el día entero
con las niñas y la han despertado seis veces a lo largo de la noche,
¿seré una buena madre? se pregunta siempre, y yo pienso que sí.
Cuando las niñas se acuestan cenamos solas y vemos Big Bang Theory,
y nos tomamos una (o más) copa de buen vino chileno diciéndonos que
nos lo hemos merecido.
Llegar
aquí no fue fácil, me pillé el viaje más barato que por supuesto
incluía unas 27 horas de viaje y dos paradas, una en Nueva York y
otra en Miami. En Nueva York yo estaba temiendo la aduana, porque era
11 de septiembre y no era buen día para entrar. Mis temores se
vieron confirmados cuando veo que la gente va pasando los controles y
a mí el guardia me dice...que le siga a otra sala. Mierda, pienso.
Ahora es cuando se ponen a registrarme y me hacen fotografías con un
pijama a rayas. Pero no. Resulta que tengo apellido de traficante
mejicano (Rodríguez) y por eso tengo que contestar un par de
preguntas más (¿soy terrorista? ¿llevo algún AK47 en la maleta?).
Cuando acabo, la mitad de los pasajeros españoles también están en
la sala. Maldita sea, qué poco originales somos con los apellidos.
A
trancas y barrancas y como una perfecta zombi aterrizo en Santiago.
El piloto nos recomienda que admiremos por la ventana izquierda del
avión (por supuesto yo voy en la derecha): el espectáculo de las
cumbres de los Andes, sobrepasando las nubes. Precioso.
Costanera
Center
La
primera semana se me fue en cuidar a las niñas y dar pequeñas
vueltas por el barrio. Vivo en Las Condes, el barrio pijo, y se nota
enseguida, con sus rascacielos acristalados, las avenidas enormes y
bien cuidadas, y el Costanera Center ahí plantado en medio, el
edificio más grande de Santiago, en el que sólo funciona el Mall de
momento, porque se sigue disputando qué hotel se quedará con la
parte de arriba y sus fantásticas vistas.
Al
ser las fiestas nacionales, es obligatorio poner la bandera en todo
edificio público y de apartamentos. Si no, multa. Es difícil no ser
patriótico aquí.
Lo
que me gusta de Santiago es que, estés donde estés, ves montañas
enormes, blancas las de los Andes, verdes las de los cerros, que para
eso son más modestas en altura. Lo peor, es que al estar para todos
los efectos en un agujero, y con toda la contaminación que hay,
siempre hay smog, una
neblina que puede hacer parecer según el día que la nieve de las
montañas es de color gris. Eso, y que la primera semana tuvimos una
ola de frío polar, fue mi bienvenida a Santiago.
También
eran las fiestas nacionales, con lo que de repente Santiago se vació.
Todas mis amigas se fueron al sur o a la playa, y yo tenía el
cumpleaños del padre y de la peque. El cumple, con todos los colegas
astrónomos, parecía que estábamos en plena Big Bang
Theory. Yo, acomplejada, porque
todos los niños eran perfectos trilingües y algunos además
expertos en dar saltos mortales. Un chico de 7 años me habló muy
serio sobre la reencarnación, me recomendó un par de películas de
terror (porque el resto son insulsas y no dan miedo) y me comentó
cómo Bob Marley había llegado a ser su cantante favorito. Estos
niños son de otro planeta.
El
domingo Grit nos llevó a visitar la viña Casas del Bosque. Probamos
el Tanino Sauer, una bebida con limón la mar de rica, nos hicieron
un mini tour para explicarnos cómo fabricaban un vino que lleva dos
años consecutivos ganando el premio al mejor tinto chileno, y nos
tumbamos en unas hamacas al lado de unos americanos copa de vino en
una mano y puro en la otra a disfrutar del sol. Sentaba bien salir de
Santiago.
Viña
“Casas del bosque”
A
todo esto, me había perdido cómo celebran los chilenos las fiestas
nacionales, así que me dispuse a ir a un parque y ver las famosas
fondas que todo el mundo me había aconsejado visitar. Sólo entrar
al parque costaba 4 lucas (1 luca = 1000 pesos = 1'5€). En Santiago
se paga por todo. Ya podía ser buena la fiesta. Me incrusté a un
par de catalanes que me había encontrado en el autobús y que me
dieron esquinazo en cuanto pudieron. Para mí que eran pareja y yo no
era una presencia bienvenida. Para olvidar me fui a comer una
empanada de esas típicas y beber un terremoto, vino dulce con helado
flotando (de ahí el nombre), con granadina y Fernat, un licor de
40º. Eso lo descubrí después. Sólo una maceta y ya andaba como
flotando.
En
la fonda había un escenario y una especia de mega tablao para bailar
la cueca, la danza nacional. Se hace con un pañuelo y el principio
es que los hombres tienen que moverse como si fueran gallos
conquistando a una gallina, y las mujeres, cual aves, dejarse querer.
Así que tienen una serie de vueltas, zapateos y flirteos con
pañuelos que a mí me parecieron la mar de complicados. Era muy
tierno porque allí se sacaba a bailar a todo el mundo, mayores con
peques, daba igual si se conocían o no, y la gente lo daba todo.
Después vi caballos a lo lejos y automáticamente fui a ver qué
pasaba.
Niños
vestidos típicamente bailan cueca
Había
una demostración de caballos puros chilenos. Participaba el
ejército, indios mapuches, bailarines clásicos y también otros
procedentes de la isla de Pascua. El efecto total era fascinante y
allí me quedé más de una hora viendo cómo los soldados hacían
bailar sus caballos junto con los danzarines de a pie de tierra y
todo al ritmo de la música, cómo los indios salían a galope a pelo
y tiraban lanzas a monigotes, o los conducían de pie, o daban
volteretas. Era precioso. El caballo chileno no tanto, la verdad es
que si fueran un poco más grandes el efecto hubiera sido aún mayor,
pero no se puede tener todo.
Mapuche
a lomos de un caballo
Me
fui temprano a casa. Al día siguiente empezaban mis días libres, y
al fin y al cabo tampoco era plan de quedarme de fiesta a lo Massiel
yo conmigo misma. Así que a las nueve en casa, a tiempo para una
cena sibarita con los padres. Perfecto.
Me encanta!!!
ReplyDeleteSigue contándonos tu aventuras y haciéndonos partícipes de las costumbres chilenas.
Un besote!!!