Ese día por la noche había un
festival. He observado que en India cada semana hay un par de ellos.
En éste, estaba en la terraza de un hotel (con unas vistas preciosas
al lago) cuando oí jaleo. Me asomé y al lado del agua había un
escenario, gente sentada, adornos de feria y música. Un camarero me
dijo que había danzas típicas rajastaníes. Perfecto. Bajé
corriendo y me senté en el suelo, en frente al escenario. Cuando
levanté la cabeza, vi una pandilla de niños encima.
Yo no sé qué tengo, que nunca podré
ver a gente mayor bailando. El año pasado en Kolkata, igual. Siempre
acabo en funciones de escuelas en las que sólo una se sabe el baile,
ha convencido a las amigas y éstas, que no tienen ni idea, se están quedando bizcas de
concentración para no perderse los pasos que da la líder. Creo que
debían de estar criando tortícolis también, por tener siempre la
cabeza girada hacia ella. Bailar una danza que no sabes puede ser muy
peligroso para la salud.
Aunque tengo que reconocer que las que
sabían bailar, sabían hacerlo muy bien. La danza rajastaní es muy
diferente de la bengalí. Mientras que en ésta la gracia está en
pisar fuerte para hacer sonar los tropecientos cascabeles (más de
sesenta, creo yo que son) sin perder el ritmo, aquí los movimientos eran más
insinuantes, aunque sin dejar de ser un poco convulsivos, por eso no
tienen la sensualidad de la danza del vientre.
A mi lado se sentó un australiano y
estuvimos jugando a ver quién identificaba antes a las que sabían
bailar, y nos tuvimos que reír de los ceños concentrados de las
otras. Había cámaras filmando el festival, y cuando nos dimos
cuenta nos estaban grabando directamente a nosotros, de espaldas al
escenario. Al día siguiente, Sheila nos vio en la tele. Ya es la
segunda vez que salgo en las noticias en lo que va de estancia en
India.
De repente se corrió la voz de que
estábamos casados (¿qué otra cosa si no podía ser para estar un
chico y una chica juntos y... solos?) y de que éramos majos, así
que enseguida estuvimos rodeados de niños que nos pedían chicles y
usaban nuestros móviles para jugar o para hacer fotos de todo lo que
se moviera. El australiano guarda en la memoria de su teléfono
impactantes primeros planos de mi nariz y de la cabeza del que se sentaba
delante.
Fuimos a cenar y en el restaurante
coincidimos por casualidad con una alemana con la que se había
encontrado en Kerala, al sur de la India, a más de dos mil
kilómetros de donde estábamos. La India es así: un continente con
mil millones de personas, pero los turistas nos reencontramos cada
dos por tres. Sheila en Calcuta coincidió con una amiga del colegio,
a la que no había vuelto a ver desde primaria en una mini ciudad
como Burgos, pero se la encuentra en la Kolkata de veinte millones de
habitantes.
Como el australiano se iba (quedamos en
encontrarnos en Jaisalmer, mi próxima parada), la alemana quedó
como mi compañera de visita de Udaipur. Al día siguiente iríamos a
ver juntas el palacio de los Mewar.
Y allí estábamos por la mañana, a
las puertas de un palacio gigantesco, con una avenida ajardinada a la
entrada, y una arquitectura muy delicada, con incontables finas
columnas y arcos y torretas. Aquí va una foto.
Justo esa mañana mi
cámara volvió a la vida; llevaba sin funcionar desde Kolkata y yo
me mordía las uñas porque sabía que en breve mis imágenes
mentales de todas las ciudades comenzarían a entremezclarse. Pero ya
no había peligro.
En la puerta, mientras esperábamos a
que abrieran, me puse a hablar con uno de los guías en francés, y
me contó que él se llamaba Rana, que significa “guerrero”, y me
dijo que él pertenecía a esa casta, y que por eso llevaba
pendientes de brillantes a lo Cristiano Ronaldo en sus orejas. Por lo
visto, es el símbolo de su casta. Se tomó tantas molestias en
explicármelo porque se ofendió cuando le dije lo que significaba su
nombre en español, que de digno no tiene nada. Pero al final le caí
bien y me dijo que esa tarde había un festival -qué raro- en Duth
Talai, otro de los lagos de la ciudad. Me explicó cómo llegar, pero
al final decidimos que lo mejor era que a la tarde pasáramos a
buscarlo al palacio y así nos enseñaba el camino. ¿Qué se
celebra?, le pregunté, y me dijo que el año nuevo. Yo, a cuadros,
¡pero si estábamos a 23 de marzo! Y me dijo que sí, y que además había que desear
un feliz 20...69. ¿Eh?
Y es que, por lo visto, los hindúes se rigen
por el calendario Samvat, que es un calendario lunar que instaló
hace ahora justo 2069 años un rey que se llamaba Vikram Samvat, y de
ahí el nombre. Se utiliza sobre todo en cuestiones religiosas, para
el resto, utilizan el nuestro. Qué lío. Yo que muchas veces me
olvido en qué año estoy, si tuviera dos calendarios, me daban ocho
infartos, así, uno detrás de otro.
Entretanto abrieron el palacio y allí
nos metimos. En realidad eran dos, el del rey y el de la reina,
estrictamente separados entre sí. En el del rey vimos cuadros
narrando las hazañas de los Mewar más ilustres, una armería con
todo tipo de espadas, puñales de una, dos y hasta tres hojas, que
servían para despedazar las entrañas de los enemigos (y por la
pinta, segurísimo que eran la mar de eficaces), con doble mango en
plan tenazas que debía de ser super complicado de agarrar, e incluso una maza
(la primera que yo veía en mi vida, y nada más mirarla entendía
cómo se podía hundir cráneos con eso).
Quitando estas lúgubres reflexiones, qué bonito era el palacio. Estaba lleno de pinturas. Udaipur es la ciudad del arte; por todos lados hay murales y se ofrecen clases de pintura, y todo ello gracias a la Mewar School, que durante siglos ha tenido como mecenas, lógicamente, a los Mewar. Así que normalmente se dedicaban a las escenas religiosas de los templos, pero también a la vida de la corte Mewar.
Quitando estas lúgubres reflexiones, qué bonito era el palacio. Estaba lleno de pinturas. Udaipur es la ciudad del arte; por todos lados hay murales y se ofrecen clases de pintura, y todo ello gracias a la Mewar School, que durante siglos ha tenido como mecenas, lógicamente, a los Mewar. Así que normalmente se dedicaban a las escenas religiosas de los templos, pero también a la vida de la corte Mewar.
El palacio me encantó, no se parecía
a nada de lo que hubiera visto antes; si acaso, tenía detalles en
los que era parecido a la Alhambra, por ejemplo el patio y una fuente
tipo la de los leones, pero el resto era completamente diferente. El
de la reina era un poco menos espectacular, pero también muy bonito.
Cuando salí, había quedado con Sheila
y sus nuevos amigos, una pareja israelí y el dueño del restaurante
The Little Prince. Hemos descubierto que la mejor forma de visitar en
este país es hacernos amigas de la gente local, y en el Rajastán,
como las personas son TAN majas, no hay problemas. Mientras decidíamos
dónde ir apareció otro israelí con el que también había estado
visitando el palacio. Se unió al grupo.
Decidimos ir a Tiger Lake, a siete
kilómetros de allí.
Parecía uno de esos pantanos que hay al sur de
Extremadura. Incluso había un par de columnas al estilo romano, pero
más finas. Y qué calor hacía. El israelí y el indio se metieron
en el agua, pero aunque por una vez estaba limpia, yo me abstuve
porque a) implicaba meterme con TODA la ropa y corría el riesgo de
acabar en el fondo del lago haciendo compañía a los diez templetes
que os dije estaban ahí abajo y b) la Lonely Planet, la Biblia de
todo viajero en India, decía que había cocodrilos. Me quedé con
las ganas y con una envidia pero que muy verde cuando los vi a ellos
y a otros indios hacer complicados saltos desde las piedras y
chapotear en el agua.
Al día siguiente, un grupo de extranjeras se
metió en el Pichola, y yo las miraba desde Gagu Ghat consolándome
diciendo que el agua estaba como mínimo radiactiva, pero ellas
salieron de allí archifelices y diciendo que no era para tanto, y
con el calor que hacía, lo fresca que estaba el agua compensaba de
sobra. Jopelines. Por no decir algo más fuerte.
Se me están haciendo un poco largas
las entradas. Mañana os sigo contando el resto del día.
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