Monday 23 April 2012

¡¡Feliz año nuevo!! (2069 por el calendario Samvat)


Ese día por la noche había un festival. He observado que en India cada semana hay un par de ellos. En éste, estaba en la terraza de un hotel (con unas vistas preciosas al lago) cuando oí jaleo. Me asomé y al lado del agua había un escenario, gente sentada, adornos de feria y música. Un camarero me dijo que había danzas típicas rajastaníes. Perfecto. Bajé corriendo y me senté en el suelo, en frente al escenario. Cuando levanté la cabeza, vi una pandilla de niños encima.
Yo no sé qué tengo, que nunca podré ver a gente mayor bailando. El año pasado en Kolkata, igual. Siempre acabo en funciones de escuelas en las que sólo una se sabe el baile, ha convencido a las amigas y éstas, que no tienen ni idea, se están quedando bizcas de concentración para no perderse los pasos que da la líder. Creo que debían de estar criando tortícolis también, por tener siempre la cabeza girada hacia ella. Bailar una danza que no sabes puede ser muy peligroso para la salud.
Aunque tengo que reconocer que las que sabían bailar, sabían hacerlo muy bien. La danza rajastaní es muy diferente de la bengalí. Mientras que en ésta la gracia está en pisar fuerte para hacer sonar los tropecientos cascabeles (más de sesenta, creo yo que son) sin perder el ritmo, aquí los movimientos eran más insinuantes, aunque sin dejar de ser un poco convulsivos, por eso no tienen la sensualidad de la danza del vientre.
A mi lado se sentó un australiano y estuvimos jugando a ver quién identificaba antes a las que sabían bailar, y nos tuvimos que reír de los ceños concentrados de las otras. Había cámaras filmando el festival, y cuando nos dimos cuenta nos estaban grabando directamente a nosotros, de espaldas al escenario. Al día siguiente, Sheila nos vio en la tele. Ya es la segunda vez que salgo en las noticias en lo que va de estancia en India.
De repente se corrió la voz de que estábamos casados (¿qué otra cosa si no podía ser para estar un chico y una chica juntos y... solos?) y de que éramos majos, así que enseguida estuvimos rodeados de niños que nos pedían chicles y usaban nuestros móviles para jugar o para hacer fotos de todo lo que se moviera. El australiano guarda en la memoria de su teléfono impactantes primeros planos de mi nariz y de la cabeza del que se sentaba delante.
Fuimos a cenar y en el restaurante coincidimos por casualidad con una alemana con la que se había encontrado en Kerala, al sur de la India, a más de dos mil kilómetros de donde estábamos. La India es así: un continente con mil millones de personas, pero los turistas nos reencontramos cada dos por tres. Sheila en Calcuta coincidió con una amiga del colegio, a la que no había vuelto a ver desde primaria en una mini ciudad como Burgos, pero se la encuentra en la Kolkata de veinte millones de habitantes.
Como el australiano se iba (quedamos en encontrarnos en Jaisalmer, mi próxima parada), la alemana quedó como mi compañera de visita de Udaipur. Al día siguiente iríamos a ver juntas el palacio de los Mewar.
Y allí estábamos por la mañana, a las puertas de un palacio gigantesco, con una avenida ajardinada a la entrada, y una arquitectura muy delicada, con incontables finas columnas y arcos y torretas. Aquí va una foto.



 Justo esa mañana mi cámara volvió a la vida; llevaba sin funcionar desde Kolkata y yo me mordía las uñas porque sabía que en breve mis imágenes mentales de todas las ciudades comenzarían a entremezclarse. Pero ya no había peligro.
En la puerta, mientras esperábamos a que abrieran, me puse a hablar con uno de los guías en francés, y me contó que él se llamaba Rana, que significa “guerrero”, y me dijo que él pertenecía a esa casta, y que por eso llevaba pendientes de brillantes a lo Cristiano Ronaldo en sus orejas. Por lo visto, es el símbolo de su casta. Se tomó tantas molestias en explicármelo porque se ofendió cuando le dije lo que significaba su nombre en español, que de digno no tiene nada. Pero al final le caí bien y me dijo que esa tarde había un festival -qué raro- en Duth Talai, otro de los lagos de la ciudad. Me explicó cómo llegar, pero al final decidimos que lo mejor era que a la tarde pasáramos a buscarlo al palacio y así nos enseñaba el camino. ¿Qué se celebra?, le pregunté, y me dijo que el año nuevo. Yo, a cuadros, ¡pero si estábamos a 23 de marzo! Y me dijo que sí, y que además había que desear un feliz 20...69. ¿Eh? 
Y es que, por lo visto, los hindúes se rigen por el calendario Samvat, que es un calendario lunar que instaló hace ahora justo 2069 años un rey que se llamaba Vikram Samvat, y de ahí el nombre. Se utiliza sobre todo en cuestiones religiosas, para el resto, utilizan el nuestro. Qué lío. Yo que muchas veces me olvido en qué año estoy, si tuviera dos calendarios, me daban ocho infartos, así, uno detrás de otro.
Entretanto abrieron el palacio y allí nos metimos. En realidad eran dos, el del rey y el de la reina, estrictamente separados entre sí. En el del rey vimos cuadros narrando las hazañas de los Mewar más ilustres, una armería con todo tipo de espadas, puñales de una, dos y hasta tres hojas, que servían para despedazar las entrañas de los enemigos (y por la pinta, segurísimo que eran la mar de eficaces), con doble mango en plan tenazas que debía de ser super complicado de agarrar, e incluso una maza (la primera que yo veía en mi vida, y nada más mirarla entendía cómo se podía hundir cráneos con eso).
Quitando estas lúgubres reflexiones, qué bonito era el palacio. Estaba lleno de pinturas. Udaipur es la ciudad del arte; por todos lados hay murales y se ofrecen clases de pintura, y todo ello gracias a la Mewar School, que durante siglos ha tenido como mecenas, lógicamente, a los Mewar. Así que normalmente se dedicaban a las escenas religiosas de los templos, pero también a la vida de la corte Mewar.
El palacio me encantó, no se parecía a nada de lo que hubiera visto antes; si acaso, tenía detalles en los que era parecido a la Alhambra, por ejemplo el patio y una fuente tipo la de los leones, pero el resto era completamente diferente. El de la reina era un poco menos espectacular, pero también muy bonito.
Cuando salí, había quedado con Sheila y sus nuevos amigos, una pareja israelí y el dueño del restaurante The Little Prince. Hemos descubierto que la mejor forma de visitar en este país es hacernos amigas de la gente local, y en el Rajastán, como las personas son TAN majas, no hay problemas. Mientras decidíamos dónde ir apareció otro israelí con el que también había estado visitando el palacio. Se unió al grupo.
Decidimos ir a Tiger Lake, a siete kilómetros de allí. 

                          

Parecía uno de esos pantanos que hay al sur de Extremadura. Incluso había un par de columnas al estilo romano, pero más finas. Y qué calor hacía. El israelí y el indio se metieron en el agua, pero aunque por una vez estaba limpia, yo me abstuve porque a) implicaba meterme con TODA la ropa y corría el riesgo de acabar en el fondo del lago haciendo compañía a los diez templetes que os dije estaban ahí abajo y b) la Lonely Planet, la Biblia de todo viajero en India, decía que había cocodrilos. Me quedé con las ganas y con una envidia pero que muy verde cuando los vi a ellos y a otros indios hacer complicados saltos desde las piedras y chapotear en el agua. 

                          

Al día siguiente, un grupo de extranjeras se metió en el Pichola, y yo las miraba desde Gagu Ghat consolándome diciendo que el agua estaba como mínimo radiactiva, pero ellas salieron de allí archifelices y diciendo que no era para tanto, y con el calor que hacía, lo fresca que estaba el agua compensaba de sobra. Jopelines. Por no decir algo más fuerte.
Se me están haciendo un poco largas las entradas. Mañana os sigo contando el resto del día.

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