Monday 9 April 2012

El único templo de Brahma está en Pushkar

Por lo visto, mi nombre no es lo único que comparto con los hebreos. En Pushkar todo el mundo piensa que soy israelí. Por qué, no tengo ni idea. Pero en dos días que llevo aquí he escuchado más veces "Shalom" que en toda mi vida. Nuestro amigo Raj también lo pensaba al principio, e incluso me saludó con unas cuantas frases en hebreo que me dejaron... igual.¿Qué leches me diría? Y hoy, un chico finlandés me ha confundido con una amiga suya italiana. Total, que menos española, parezco de todo.
Vaya, se me acumulan los eventos... Va, iré cronológicamente. En mi segunda mañana en Pushkar, Raj nos iba a llevar al templo de Savitri, la primera mujer de Brahma.
Ha llegado el momento de que hable un poco de mitología india. Los dioses más importantes son Brahma (de donde proviene la casta más importante, los Brahmines, que son una especie de sacerdotes; conocen todas las historias mitológicas y dirigen los rituales religiosos), Shiva y Vishnu. Shiva y Vishnu tienen templos hasta debajo de las piedras (literalmente, los he visto), pero Brahma sólo tiene uno en todo el mundo, y está en Pushkar. ¿Por qué allí?
Cuenta la leyenda que Brahma quería celebrar una ceremonia en el lago sagrado de Pushkar, y llamó a su mujer, Savitri, para que le acompañara a oficiarla. Pero su mujer le dio plantón y como tenía que celebrarla sí o sí y necesitaba una mujer, mandó buscar a la que fuera, y sus emisarios le trajeron a una chica que era lechera. La desposó y justo cuando estaban en medio de la celebración llegó Savitri y se cabreó muchísimo. Le maldijo diciéndole que, por ansioso y querer dos mujeres, a partir de ese momento no tendría a ninguna y estaría siempre solo. Ella viviría en una montaña en frente de Pushkar y la lechera en otra que está justo al otro lado. Brahma estaría condenado a vivir exactamente en el medio, en el lago. A pocos metros de éste está el templo.

Como la segunda mujer era lechera, hay una casta que se llama de los lecheros y pertenecen al grupo de la segunda casta. Aunque ya no tienen por qué ser lecheros exclusivamente; Raj pertenece a esta casta y tiene una tienda, por ejemplo.
Total, que el día anterior, cuando Raj nos dijo que nos llevaría, broméabamos diciendo, ¿qué te parecería si fuera ése de ahí arriba?, señalando uno en la cima (MUY encima) de una montaña a tomar por saco de Pushkar. A las seis de la mañana en punto, Raj nos vino a buscar en moto. Ni tan mal, pensamos; así que nos lleve todo lo arriba que quiera. Pero no. Dejó la moto en su casa, y seguimos andando. "Raj, por curiosidad, ¿dónde está el templo ese al que nos llevas?" "Es ése", señalando, por supuesto, el templo a tomar por saco. "Son quince minutos". Yo volví a mirar. ¡Pero si casi ni si veía el templo! Luego él explicó que de pequeño su trabajo había sido el de hacer de chico de los recados del templo. Iba y venía del orden de diez veces al día. Claro, por eso iba saltitando alegremente de una piedra a otra. No te fastidia, así yo también. Pero a los diez minutos yo estaba sudando, me temblaban las piernas, y encima estaba depre por ver a Raj y a Shei (que pesará  unos cuarenta kilos) perderse en la distancia.
El último tramo era el peor. Había que escalar literalmente las piedras. Dios mío, cuánta fe tenían que tener los seguidores de Savitri. Seguro que tenían que pasar un examen de alpinismo antes de entrar en la orden.
Yo aguanté sólo porque Raj me había prometido una vista magnífica desde arriba. El sol saldría detrás de Pushkar e iluminaría todo el pueblo. Tenía que darme prisa, iba a amanecer ya. Así que apuré los últimos metros, alcancé la cima, me di la vuelta y... nada. No podía ver más allá de quince metros. Había una niebla espesísima.
Casi me tiro montaña abajo. Lo debería de haber sospechado. Tengo la negra con los amaneceres en miradores de montaña. El año pasado me pasó lo mismo en el Himalaya. Estos indios, obsesionados con el amanecer, ¡y la mitad de los días, el sol no aparece!
Lo único bueno fue que en segundos nos vimos rodeados por unos doce o trece monos que conocían a Raj (él sube allí todos los días, él pasó el examen con nota) y sabían que les traía galletas. Raj, como buen hindú, alimenta y trata bien a los animales, aunque no sean suyos. En una vida anterior, uno de estos primates bien pudo haber sido primo suyo. Y además, es vegetariano. Aquí noto más el hinduismo que en Calcuta. Probablemente porque allí me movía más en el círculo de la Madre Teresa.
Bueno, pues ahí arriba nos sentamos sorbiendo un tazón de chai que costaba treinta rupias, cuando normalmente son cuatro o cinco. Pero nosotros pagamos sin chistar, porque estábamos la mar de solidarias con el pobre muchacho que había tenido que subir a hombros los ingredientes para preparárnoslo. Los monos se quedaban muy cerquita de nosotros, mirándonos por si les echábamos otra galleta más. Parecían hombres sabios, con esa pose.

Ese día íbamos a marcharnos, y Raj dijo que era una pena, porque si no nos invitaría a su casa, a cenar y a conocer su familia. Obviamente, decidimos entonces quedarnos un día más.
Por fin nos dipusimos volver y, al bajar, pegué un señor resbalón. La superficie de la piedra era muy lisa y como los escalones eran de a metro, pues era una cuestión de tiempo que pasara. Qué porrazo me di, y encima en slow motion, para que Shei  y Raj tuvieran tiempo de apreciarlo con todo lujo de detalles.
Por la tarde, Raj pasó a buscarnos en moto. (No he montado tanto en moto en mi vida. Entre Harry y Raj, no hacíamos otra cosa, y además Shei y yo decidimos alquilar ese día una scooter para visitar las afueras. He de aclarar que yo sólo había cogido una moto una vez y fue para estrellarla acto seguido contra el coche de nuestra entrenadora, así que no lo había vuelto a intentar).
Su casa era como podía ser una casa española de pueblo hace veinte años; cuatro habitaciones alrededor de un patio, televisión en la habitación de Raj, cocinita en el patio y baño diminuto, con ese todo-en-uno tan de moda en India. Nos recibieron la hermana, dos sobrinos pequeñines, su cuñada y su sobrina Tara, que era la única que hablaba inglés.
Enseguida estuvimos como en casa. Nos pusimos a aprender a cocinar chapati, una de las tortas de pan que acompañan la comida, y que se amasa como el pan, y luego tienes que hacerlo redondo, para ponerlo en la sartén al fuego. A mí el primero me salió bien, pero en el segundo tuvo que intervenir Mami (cuñada, en hindi), toda escandalizada, para enderezármelo. Luego trajeron bhatti, que era la misma masa pero cocinada entre cenizas, hecha una bola, que estaba riquísima. Raj volvió al rato con una francesa y ahí empezó la parte más divertida de la noche. Nos convertimos en las barbies particulares de esas mujeres. Nos trajeron saris y también el traje típico del Rajastán, que consiste en un chundri o velo, lenga o falda, y kurta o top. Todo, aderezado con pulseras (churis) hasta el codo, collares inmensos y bindi, el lunar en la frente. Nos sacaron lo mejor que tenían, incluidos regalos y el ajuar de boda. Y ellas, disfrutando de lo lindo, como nosotras: ahora pruébate esto, ahora te pinto los labios, a ver qué tal te queda el velo en este color, y luego hacíamos sesiones de fotos para las que dejábamos entrar a los hombres. Mi pelo causó sensación; lo de ser un poco claro y rizado les priva.

Luego nos llevaron a comer. Toda la familia había ido comiendo ya por turno (nuestra sesión de saris había durado más de dos horas), así que se sentaron en semicírculo a contemplar cómo comíamos el thali (comida completa que en esta ocasión consistía en dhal, arroz frito, una especie de snacks de colorines, chapati y bhatti) con las manos. A la francesa se la veía con arte en estas lides, y Shei y yo no quisimos ser menos, pero pasamos bastantes apuros para arrebañar bien la comida. Al final conseguimos acabárnoslo todo y llegó la hora de irnos. Ahora éramos íntimos, así que quedamos al día siguiente con Raj para ver el amanecer en otro templo (os lo digo, la obsesión por el amanecer en este país es lo peor), pero esta vez iríamos en moto. Y con las mujeres, acordamos que vendríamos por la tarde para que nos hicieran una sesión de henna.
Nuestro último día en Pushkar prometía muchísimo...

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